Sigue adelante, rodea la torre hexagonal y luego ve un comedor. El mobiliario oscuro descansa sobre el brillante suelo de madera. Algo le dice a Erik que deben de utilizarlo en raras ocasiones. Frente a una vitrina hay un objeto negro en el suelo; parece la funda de una guitarra. Entonces oye un crujido, se inclina hacia el cristal, cubre con las manos el reflejo del cielo gris y ve un gran perro correr hacia él. El animal se abalanza contra la ventana y comienza a ladrar con las patas delanteras apoyadas en el cristal. Erik retrocede, tropieza con un tiesto, rodea rápidamente la casa y aguarda a ver qué ocurre con el corazón galopándole en el pecho.
Después de un momento, el perro se calla. Se enciende la luz exterior y luego vuelve a apagarse.
Erik no entiende qué está haciendo allí. Se siente terriblemente solo, desorientado. Comprende que debe regresar a su despacho en el Karolinska y echa a andar hacia el frente de la casa.
Tras rodearla, ve que hay alguien en la entrada. El hombre obeso está de pie en la escalera, con un chaquetón de plumas. En cuanto lo ve, su rostro muestra ansiedad; quizá esperaba encontrar a unos niños jugando, o tal vez un corzo.
– Hola -lo saluda Erik.
– Esto es propiedad privada -replica el hombre con voz estridente.
El perro empieza a ladrar de nuevo tras la puerta cerrada. Erik se acerca a la entrada y descubre que hay un deportivo amarillo en el camino de acceso. Es un biplaza, y el maletero es obviamente demasiado pequeño para transportar a una persona en su interior.
– ¿Es suyo ese Porsche? -pregunta.
– Sí, así es.
– ¿Tiene usted algún otro vehículo?
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Mi hijo ha desaparecido -responde Erik, muy serio.
– No tengo más coches, ¿entendido? -replica el hombre.
Erik anota el número de la matrícula en un papel.
– ¿Puede marcharse ya?
– Sí -responde Erik encaminándose hacia la verja.
Se detiene un momento en la oscuridad del camino y observa de nuevo la casa antes de regresar a su coche. Coge su pequeña caja de madera con el indígena y el papagayo, se echa algunas pastillas redondas y escurridizas en la palma de la mano, las cuenta con el pulgar y se las mete en la boca.
Tras un breve momento de duda, marca el número de Simone y oye el tono de llamada. Piensa que tal vez en ese momento esté en casa de Kennet comiendo sandwiches de salchichón y pepinillos en vinagre. La señal se prolonga en medio del silencio. Erik imagina el apartamento de Luntmakargatan a oscuras, el pasillo con la ropa de abrigo, la lámpara en la pared, la cocina con su mesa de roble larga y estrecha, las sillas. El correo se encuentra sobre el felpudo: una pila de periódicos, facturas y folletos publicitarios. No deja ningún mensaje en el contestador al oír la señal, sólo corta la comunicación. Gira la llave en el contacto, da media vuelta con el coche y comienza su camino de regreso a Estocolmo.
Observando la parte irónica del asunto, piensa que no hay nadie a quien pueda recurrir. Él, que ha dedicado tantos años a investigar la dinámica de grupos y la psicoterapia grupal, de repente se encuentra solo y aislado. No tiene siquiera una persona en la que apoyarse, alguien con quien hablar. No obstante, fue la fuerza grupal la que le hizo avanzar en su profesión. Trató de entender el hecho de que a las personas que habían sobrevivido a la guerra en grupo les resultara mucho más fácil enfrentarse a sus traumas que a aquellos que habían sufrido los mismos abusos en soledad. Quería saber cómo podía ser que los individuos pertenecientes a un grupo que habían sido torturados sanaran mejor sus heridas que las personas que se hallaban solas. ¿Qué hay en una comunidad que nos proporciona alivio?, se había preguntado. ¿Es reflejo, canalización, normalización, o verdadera solidaridad?
Bajo la luz amarillenta de la autopista, Erik marca el número de Joona Linna. El teléfono suena cinco veces, corta la comunicación y a continuación prueba a llamarlo al móvil.
– Sí, aquí Joona -dice distraídamente el comisario.
– Hola, soy Erik. ¿Han encontrado a Josef Ek?
– No -suspira Joona.
– Parece seguir un patrón propio.
– Ya se lo he dicho antes y pienso seguir diciéndoselo, Erik: debería aceptar la protección policial.
– Tengo otras prioridades.
– Lo sé.
Ambos guardan silencio.
– ¿Benjamín no ha vuelto a llamarlo? -pregunta Joona con su acongojado acento finlandés.
– No.
Erik oye una voz de fondo, como de un televisor.
– Kennet iba a rastrear la llamada, pero…
– Lo sé, pero eso puede llevar tiempo -repone Joona-. Hay que enviar un técnico a la centralita, a una estación base en particular.
– Pero al menos deben de saber de qué estación se trata.
– Creo que el operador puede saberlo de inmediato -responde Joona.
– ¿Puede saber de qué estación base se trata?
Joona guarda silencio un momento y luego responde en un tono neutro:
– ¿Por qué no habla usted con Kennet?
– Lo he intentado, pero no responde al teléfono.
Joona suspira débilmente.
– Lo comprobaré, pero no espere demasiado.
– ¿A qué se refiere?
– A que posiblemente se trate de una estación base de Estocolmo, y eso no significa nada hasta que un técnico especifique la procedencia de la llamada.
Erik lo oye hacer algo; suena como si destapara un tarro de cristal.
– Le estoy preparando té verde a mi madre -explica Joona brevemente.
Se oye el bramido de un grifo que luego se cierra de nuevo.
Erik contiene la respiración por un segundo. Sabe que el comisario debe dar prioridad a la huida de Josef Ek y que el caso de Benjamín no es en absoluto único para la policía. Un adolescente que desaparece del hogar familiar es el pan de cada día para ellos, pero debe preguntarlo de todos modos.
– Joona -dice-, quiero que se haga usted cargo del secuestro de Benjamín. Realmente lo quiero, me sentiría…
Erik se interrumpe. Le duelen las mandíbulas, las ha estado apretando con fuerza inconscientemente.
– Tanto usted como yo sabemos que ésta no es una desaparición común -prosigue-. Alguien inyectó un anestésico a Simone y a Benjamín. Sé que da usted prioridad a la búsqueda de Josef Ek, y entiendo que mi hijo no es asunto suyo desde el momento en que perdió la conexión con Josef, pero quizá haya ocurrido algo mucho peor…
Erik se interrumpe, demasiado indignado para poder continuar.
– Ya le he hablado sobre la enfermedad de Benjamín -se obliga a decir a continuación-. Después de unos pocos días su sangre ya no estará protegida por el preparado que la ayuda a coagular, y dentro de una semana los vasos sanguíneos habrán sufrido tanto que quizá tenga una parálisis o padezca una hemorragia cerebral o pulmonar al toser.
– Debe ser usted fuerte -dice Joona.
– ¿Puede ayudarme?
Erik permanece sentado en el coche con su indefensa súplica suspendida en el aire. No obstante, no le importa lo más mínimo: con gusto se pondría de rodillas para rogar que lo ayudaran. La mano con la que sostiene el teléfono está húmeda y resbaladiza por el sudor.