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Joona, que por aquel entonces tenía once años, se trasladó con Ritva, su madre, de la luminosa casa en Märsta Centrum al piso de dos dormitorios de su tía materna en Fredhäll, en Estocolmo. Tras terminar la escuela primaria y pasar tres años en el instituto de bachillerato de Kungsholmen, solicitó el ingreso en la Escuela Superior de Policía. Todavía piensa con frecuencia en su grupo de amigos, en los paseos por las grandes extensiones de hierba, la tranquilidad previa al período de prácticas y los primeros años tras licenciarse como policía. Durante todos estos años, a Joona Linna le han caído sus buenas dosis de trabajo de oficina; ha colaborado en los planes de igualdad y trabajo sindical; ha hecho de guardia de tráfico en el maratón de Estocolmo y en cientos de accidentes; se ha sentido avergonzado cuando los gamberros se han metido con sus colegas femeninas cantando a voz en grito en los vagones del metro: «Mujer policía, ¿qué haces con esa porra? ¡Para adentro y para afuera!»; ha encontrado heroinómanos muertos con heridas necrosadas; ha mantenido conversaciones con numerosos rateros; ha ayudado al personal de las ambulancias con borrachos que vomitaban; ha hablado con prostitutas temblorosas por el síndrome de abstinencia, enfermas de sida, asustadas; ha visto a cientos de hombres que habían maltratado a sus esposas y a sus hijos, siempre con el mismo patrón, borrachos pero con control, con la radio a todo volumen y las persianas bajadas; ha parado a conductores por exceso de velocidad y a otros que iban bebidos; se ha incautado de armas, drogas y alcohol de fabricación casera. Una vez, cuando estaba de baja por un pinzamiento vertebral y había salido a dar un paseo para no entumecerse, vio que un cabeza rapada agarraba del pecho a una mujer musulmana en el exterior de la escuela de Klastorp. A pesar del dolor de espalda, corrió tras el neo-nazi a lo largo de la orilla del lago, a través de todo el parque, pasó de largo Smedsudden, subió por el puente Västerbron, cruzó el lago y la isla de Längholmen hasta la de Södermalm y lo atrapó en los semáforos de la calle Högalidsgatan.

Sin un verdadero deseo de hacer carrera, Joona Linna ha ascendido en el escalafón. Le gustan las misiones cualificadas y nunca se rinde. Lleva en su distintivo de rango una corona y dos galones de hojas de roble, pero le falta el cordón cuadrado por servicios especiales. Sencillamente no le interesa la jefatura y se niega a ingresar en el Departamento Nacional de Homicidios.

En esta mañana de diciembre, Joona sigue aún sentado en el despacho del jefe de la policía judicial. Aún no siente el cansancio tras la larga noche en Tumba y el hospital Karolinska mientras escucha hablar a Carlos Eliasson con el director adjunto del instituto forense de Estocolmo, el profesor Nils Ahlén, más conocido como Nálen.

– No, sólo necesito saber cuál es la primera escena del crimen -dice Carlos, y luego escucha durante un rato-. Lo comprendo, lo comprendo…, pero por el momento, ¿cuál es tu impresión?

Joona se reclina en el respaldo del asiento, se rasca la cabeza -lleva el pelo rubio revuelto-, y observa cómo el jefe de la judicial enrojece cada vez más. Carlos escucha la voz monótona de Nálen y, en lugar de responder, sólo asiente y luego cuelga sin despedirse.

– Ellos…, ellos…

– Ellos han constatado que mataron primero al padre -Joona termina la frase por él.

Carlos asiente.

– ¿Qué te había dicho? -dice Joona, sonriente.

Carlos baja la mirada y carraspea.

– Vale, a partir de ahora estás al mando de la investigación -dice-. El caso de Tumba es tuyo.

– Un momento… -contesta Joona, serio.

– ¿Cómo que un momento?

– Primero quiero oír una cosa. ¿Quién es el que tenía razón? ¿Tú o yo?

– ¡Tú! -grita Carlos-. Por Dios, Joona, ¿qué te pasa? ¡Tenías razón como siempre!

Joona se cubre la boca con la mano para que su jefe no vea que está sonriendo, y se levanta.

– Ahora tengo que interrogar a mi testigo antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Vas a interrogar al chico? -pregunta Carlos.

– Sí.

– ¿Has hablado con el fiscal?

– No tengo intención de transferirles las diligencias mientras no tenga un sospechoso -dice Joona.

– No, no quería decir eso -contesta Carlos-. Tan sólo es que creo que es buena idea que el fiscal tome parte si vas a hablar con un chico que se encuentra en un estado tan grave.

– Vale, lo que dices es sensato, como siempre. Llamaré a Jens -conviene Joona, y se marcha.

Capítulo 3

Martes 8 de diciembre, última hora de la mañana

Tras la conversación con el jefe de la policía judicial, Joona Linna se sienta en su coche para conducir el corto trayecto hasta el instituto forense de Estocolmo, en el recinto del Karolinska. Gira la llave del contacto, mete primera y sale lentamente del aparcamiento.

Antes de llamar a Jens Svanehjälm, el fiscal jefe, tiene que repasar lo que ha averiguado hasta el momento del caso de Tumba. La carpeta en la que ha guardado sus notas sobre la investigación está en el asiento del copiloto. Conduce hacia Sankt Eriksplan e intenta recordar lo que ya ha comunicado a la fiscalía sobre la investigación inicial de la escena del crimen y lo que contenían las notas de la conversación de la noche anterior con los servicios sociales.

Joona cruza el puente, ve el pálido palacio de Karlberg a la izquierda y recuerda las objeciones que pusieron ambos médicos por los riesgos de interrogar a un paciente que se encuentra en un estado tan grave. Decide entonces repasar las últimas doce horas una vez más.

Karim Muhammed llegó a Suecia como refugiado desde Irán. Era periodista y fue encarcelado cuando Ruhollah Jomeini volvió al país, tras ocho años en la cárcel, consiguió escapar por la frontera con Turquía y continuó hacia Alemania y hasta Trelleborg. Karim Muhammed lleva casi dos años empleado por Jasmin Jabir, que es propietario de la sociedad Limpiezas Johansson, con sede social en la calle Alice Tegnér, número 9, de Tullinge. El ayuntamiento de Botkyrka concedió a la empresa la limpieza de los colegios Tullingebergsskolan, Vistaskolan, Broängsskolan, la piscina Storvretsbadet, el instituto y el polideportivo de Tumba y los vestuarios del Rödstuhage.

Karim Muhammed llegó al polideportivo Rödstuhage a las 20.50 horas del día anterior, lunes 7 de diciembre. Era su último servicio esa tarde. Estacionó su furgoneta Volkswagen en el aparcamiento, no lejos de un Toyota rojo. Los focos en las altas torretas que rodean el campo de fútbol estaban apagados, pero la luz del vestuario estaba aún encendida. Abrió las puertas traseras de la furgoneta, bajó la rampa, subió al vehículo y soltó las sujeciones del carro de limpieza más pequeño.

Cuando llegó al edificio de madera bajo e intentó girar la llave en la cerradura de la puerta del vestuario de hombres, notó que no estaba echada. Llamó con los nudillos, no obtuvo respuesta y abrió. Tras sujetar la puerta con una cuña de plástico descubrió la sangre en el suelo. Entró, vio al hombre muerto, volvió a la furgoneta y llamó a emergencias.