– No puedo hacerme cargo sin más de un expediente de la policía de Estocolmo -explica Joona.
– El agente se llama Fredrik Slensund; parece amable, pero no parece tener intención de salir de su cálido despacho.
– Ellos saben lo que hacen.
– No mienta por mí, se lo ruego -dice Erik en voz baja.
– No creo que pueda hacerme cargo del caso -declara Joona pesadamente-. No hay nada que yo pueda hacer al respecto, pero con gusto intentaré ayudarlo. Debe sentarse a pensar quién podría haberse llevado a Benjamin. Podría tratarse de alguien que simplemente lo viera a usted en la primera plana de los periódicos, pero también podría ser alguien conocido. Si no hay un sospechoso, tampoco hay caso, no hay nada. Debe usted reflexionar, repasar su vida entera una y otra vez, pensar en la gente que conoce, en la gente que conoce su esposa y también Benjamin. Examine a vecinos, familiares, colegas, pacientes, rivales, amigos… ¿Hay alguien que lo haya amenazado, que tal vez haya amenazado a Benjamin? Intente recordar. Podría tratarse de un acto impulsivo o bien de algo que ha sido planeado durante años. Analícelo todo detenidamente, Erik, y luego vuelva a llamarme.
Erik está a punto de pedirle una vez más a Joona que asuma el caso, pero no le da tiempo a decir nada antes de oír un clic. Luego sigue conduciendo mientras mira con ojos ardientes la autopista que se extiende frente a él.
Capítulo 34
Lugar y Fecha14 de diciembre, por la noche
La habitación donde pernocta es fría y oscura. Erik se quita los zapatos de una sacudida y percibe un aroma a hierba húmeda cuando cuelga su ropa de abrigo. Tiritando, pone agua a hervir y prepara una taza de té. Se toma un par de tranquilizantes fuertes y se sienta frente a su escritorio. No hay otra luz encendida más que la lámpara de sobremesa. Mira hacia la negra oscuridad de la ventana, en cuyo cristal se adivina a sí mismo como una sombra junto al haz de luz. «¿Quién me odia?», piensa. «¿Quién me envidia? ¿Quién querría castigarme, quitarme todo lo que tengo, destruir mi vida? ¿Quién podría querer acabar conmigo?»
Luego se levanta del escritorio, enciende la luz del techo, y comienza a caminar arriba y abajo por el despacho. Se detiene, alarga un brazo sobre la mesa en busca del teléfono y vuelca sin querer un vaso de plástico lleno de agua. Un charco avanza lentamente hacia una publicación médica. Incapaz de pensar, marca el número del móvil de Simone, deja un corto mensaje diciendo que querría echar un nuevo vistazo al ordenador de Benjamín y luego se queda en silencio. No tiene fuerzas para añadir nada más.
– Disculpa -dice finalmente en voz baja, y arroja el teléfono sobre la mesa.
El ascensor hace un ruido sordo en el pasillo. Oye las puertas deslizarse y el ruido de alguien que pasa junto a su puerta empujando una chirriante cama de hospital.
Las píldoras empiezan a hacer efecto y Erik siente cómo la calma se extiende lentamente por todo su cuerpo, como un recuerdo, una oleada de tranquilidad que se expande en su interior. Como si cayera desde una gran altura, primero a través del aire fresco y claro, y luego en el agua rica en oxígeno.
– Vamos -se dice a sí mismo en voz alta.
«Alguien se ha llevado a Benjamín para vengarse de mí. Debe de haber una ventana hacia ello en algún lugar de mi mente», piensa.
– Te encontraré -susurra a continuación.
Erik observa las páginas mojadas de la publicación médica que está sobre su mesa. En una fotografía, la nueva jefa del instituto Karolinska se inclina hacia adelante sobre un escritorio. Su rostro se ve oscurecido por el agua. Al intentar coger el periódico, nota que se ha adherido al tablero de la mesa. La sección de clasificados de la última página se queda pegada allí, con parte del artículo sobre la Conferencia Mundial de la Salud. Erik se sienta en su silla y comienza a despegar los restos de papel con la uña del pulgar, pero se detiene en mitad del movimiento y mira la combinación de letras: E-V-A.
En su memoria emerge lentamente una ola, cargada de reflejos y facetas, y luego una imagen perfectamente clara de una mujer que se niega a devolver algo que ha robado. Sabe que se llama Eva. Su boca está tensa, tiene salpicaduras de espuma en los finos labios y le grita furiosa: «¡Eres tú el que coge cosas! ¡Coges y coges sin parar! ¿Qué diablos dirías si yo te las quitara a ti? ¿Cómo crees que te sentirías?» La mujer esconde luego el rostro entre las manos y dice que lo odia, lo repite una y otra vez, quizá cientos de veces antes de tranquilizarse. Tiene las mejillas pálidas, rojo el contorno de los ojos, mientras lo mira agotada, sin entender. Erik la recuerda, la recuerda a la perfección.
«Eva Blau», piensa. Supo que cometía un error en cuanto la aceptó como paciente, lo supo desde el principio.
Han pasado ya muchos años desde qué la hipnosis era una parte importante de sus terapias. Eva Blau. El nombre procede de otro tiempo, antes de que abandonara el hipnotismo, antes de que prometiera que nunca volvería a practicarlo.
Erik creía firmemente en el procedimiento. Había comprobado que si un paciente era inducido a un trance hipnótico delante de los demás, la sensación de ultraje que se generaba a raíz de los abusos sufridos no quedaba tan arraigada. Era más fácil de superar y también más fácil de sanar. La culpa se compartía, la identidad de víctima y verdugo se desintegraba. Los pacientes no se culpaban a sí mismos por lo ocurrido al encontrarse en una habitación donde todos los demás también habían pasado por lo mismo.
¿Por qué Eva Blau había sido paciente suya? Erik no puede recordar ahora cuál era su problema. A lo largo de los años conoció muchos destinos terribles. A él acudían personas con un pasado devastador, a menudo agresivas, siempre asustadas, compulsivas, paranoicas, frecuentemente con mutilaciones o algunos intentos de suicidio a sus espaldas. Muchas llegaban cuando ya sólo una delgada línea las separaba de un estado psicótico o esquizofrénico. Habían sido sistemáticamente maltratadas y torturadas, pasado por falsas ejecuciones, perdido a sus hijos, sufrido incesto, violaciones. Habían sido testigos de atrocidades u obligadas a participar en ellas.
«¿Qué era lo que había robado?», se pregunta Erik. La había denunciado por robo, pero ¿qué había robado?
Incapaz de asir el recuerdo, se levanta, da unos pasos, luego se detiene y parpadea. Ocurrió algo más, pero ¿qué? ¿Tuvo algo que ver con Benjamín? Sabe que en una oportunidad le explicó a Eva Blau que podía buscarle otro grupo de terapia, pero, ¿por qué no recuerda qué fue lo que sucedió? ¿Tal vez ella lo amenazó?
Lo único que puede evocar en su memoria es uno de sus primeros encuentros allí, en su despacho: Eva Blau se había afeitado la cabeza y se había aplicado un maquillaje de color intenso alrededor de los ojos. Sentada en el sofá, de repente se desabotonó la blusa y le mostró sus pálidos senos.
– Has estado en mi casa -dijo Erik.
– Y tú en la mía -replicó ella.
– Eva, tú me has contado cosas acerca de tu hogar -continuó él-, eso es algo muy distinto de entrar por la fuerza en una casa ajena.
– No entré por la fuerza.
– Rompiste una ventana.
– La piedra rompió la ventana -precisó ella.
Erik introduce la llave en la cerradura del armario de madera, abre la portezuela y comienza a buscar. Tiene que estar aquí, en algún lugar, se dice. Sabe que hay algo allí sobre Eva Blau.
Cuando por uno u otro motivo sus pacientes actúan de un modo distinto del esperado, cuando se salen de lo habitual, suele conservar el material relacionado con su caso en el armario. Puede tratarse de comentarios, de alguna observación o tal vez de un objeto olvidado. Retira montones de documentos, blocs de notas, papeles y recibos con anotaciones. Fotografías desvaídas en una carpeta de plástico, un disco duro externo, algunos diarios de la época en que creía en una relación abierta y sincera entre paciente y doctor, el dibujo que un niño traumatizado hizo una noche. Varias cintas de audio y de vídeo de las conferencias en el instituto. Un libro de Hermann Broch repleto de anotaciones… De pronto las manos de Erik dejan de rebuscar. Nota un repentino cosquilleo en la yema de los dedos. Envolviendo una cinta de VHS hay un papel con una goma elástica de color pardo. En el lomo del casete sólo se lee: «Erik Maria Bark, cinta 14.» Deja caer el papel, inclina la lámpara y reconoce su propia letra: «Caserón.»