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Una corriente helada le recorre la espalda y se extiende hasta los brazos. Se le eriza el vello de la nuca y de repente oye el tictac de su reloj de pulsera. La cabeza le retumba y el corazón se le acelera. Se sienta en la silla, vuelve a mirar la cinta y levanta el auricular del teléfono de la mesa con manos temblorosas. Llama a conserjería y pide que le lleven un reproductor de VHS a su despacho. Con los pies pesados como el plomo, vuelve a caminar hacia la ventana, entreabre las lamas de las persianas y luego contempla la húmeda capa de nieve que cubre el patio interior. Los pesados copos caen lentamente del cielo y van a posarse sobre el cristal de la ventana, pierden su color y se derriten por el calor del vidrio. Erik piensa entonces que posiblemente sólo se trate de casualidades, de extrañas coincidencias, pero a la vez entiende que algunas piezas del rompecabezas realmente encajan con las demás.

«Caserón.» Esa sola palabra en un papel tiene la fuerza de llevarlo de regreso al pasado, a la época en que aún practicaba el hipnotismo. Erik lo sabe. En contra de su voluntad, debe acercarse a una oscura ventana e intentar ver lo que se oculta tras los reflejos, tras las reflexiones creadas por todo el tiempo transcurrido.

El conserje llama suavemente a la puerta. Erik abre, comprueba que le ha llevado lo que ha pedido y luego rebobina la cinta en el obsoleto reproductor de vídeo.

Pone en marcha el videocasete, apaga la luz y se sienta.

– Ya casi había olvidado esto -dice en voz alta dirigiendo el mando a distancia hacia el aparato.

La imagen titila y el audio crepita y golpetea un momento. Luego oye su propia voz a través del altavoz del televisor; parece resfriado cuando recita sin ningún entusiasmo el lugar, la fecha y la hora, y concluye:

– Hemos hecho una corta pausa, pero aún nos encontramos en un estado posthipnótico.

Mientras observa cómo se eleva el trípode de la cámara, piensa que han pasado más de diez años de eso. La imagen tiembla un momento y luego se aquieta. El objetivo muestra diversas sillas dispuestas en semicírculo y a continuación Erik aparece en imagen y comienza a ordenar las sillas. Hay una liviandad evidente en su cuerpo diez años más joven, en sus pasos, que sabe que ya no tiene. En la grabación, su cabello no es gris y no se aprecian las profundas líneas de expresión que ahora tiene en la frente y en las mejillas.

Los pacientes se acercan caminando con apatía y luego se sientan. Unos pocos hablan suavemente con otros. Uno de ellos se ríe. Es difícil distinguir sus rostros: la calidad de la imagen es mala y se ve granulada y difusa.

Erik traga saliva con esfuerzo y oye su propia voz en el televisor explicar con voz metálica que es hora de continuar con la sesión. Algunos charlan, otros permanecen sentados en silencio. Una silla cruje. Se ve a sí mismo de pie junto a la pared mientras hace algunas anotaciones en un bloc. De repente llaman a la puerta y en la sala entra Eva Blau. Está tensa. Erik distingue unas manchas rojizas en el cuello y en las mejillas de Eva cuando se observa a sí mismo coger su abrigo, colgarlo, conducirla hasta el grupo, presentarla brevemente y desearle la bienvenida. Los demás asienten con rigidez, quizá susurran un saludo. Un par de personas fingen no verla y miran hacia el suelo.

Erik recuerda la atmósfera en la habitación: el grupo seguía bajo la influencia de la primera fase de la hipnosis anterior a la pausa y los pacientes se sintieron incómodos al recibir a un nuevo miembro. El resto ya se conocían y empezaban a identificarse con las historias de los demás.

Los grupos se componían siempre de ocho individuos como máximo, y el objetivo de la terapia era examinar el pasado de cada uno de ellos y acercarse a los puntos dolorosos mediante la hipnosis. Ésta siempre se realizaba de manera colectiva, ya que la idea era que, de este modo, todos los pacientes fueran más que testigos de las vivencias de los demás. Al escuchar el testimonio de alguien en estado de trance, el dolor se compartía y lloraban todos juntos las desgracias de los demás.

Eva Blau se sienta en la silla vacía, dirige una breve mirada a la cámara y algo afilado y hostil aparece en su rostro.

Ésa es la mujer que entró en su casa por la fuerza diez años antes, piensa Erik. Pero ¿qué fue lo que robó? ¿Y qué más hizo?

Se observa a sí mismo dar comienzo a la segunda parte de la sesión haciendo una primera asociación de ideas y continuando con otras de manera libre y juguetona. Se trataba de un modo de hacer que los pacientes estuvieran de mejor humor y sintieran que era posible cierta ligereza a pesar de las corrientes subterráneas oscuras y abismales en las que constantemente se movían. Erik se sitúa frente al grupo.

– Comenzaremos haciendo algunas reflexiones acerca de la primera parte -dice-. ¿Alguien quiere hacer algún comentario?

– Confuso -dice una mujer joven y fuerte profusamente maquillada.

Sibel, piensa Erik. Se llamaba Sibel.

– Frustrante -continúa Jussi con su acento de Norrland-. Es decir, sólo tuve tiempo de abrir los ojos y rascarme la cabeza antes de que terminara.

– ¿Qué sentiste? -le pregunta Erik.

– Pelo -contesta con una sonrisa.

– ¿Pelo? -inquiere Sibel riendo tontamente.

– Cuando me rasqué la cabeza -explica Jussi.

Algunos se ríen de la broma. En el sombrío rostro de Jussi se adivina una pálida alegría.

– Estableced asociaciones a partir del pelo -continúa Erik-. ¿Charlotte?

– No sé -dice-. ¿Pelo? Quizá barba…, ¿no?

– Un hippy, un hippy en helicóptero. -Pierre sonríe-. Se sienta así, mastica chicle y se desliza…

Eva se pone repentinamente en pie con gran estrépito y protesta contra el ejercicio.

– Todo esto no son más que tonterías -espeta.

– ¿Por qué opinas eso? -pregunta Erik.

Eva no contesta pero vuelve a sentarse.

– Pierre, ¿quieres continuar? -pide Erik.

Él niega con la cabeza y junta los dedos índices de ambas manos formando una cruz en dirección a Eva, simulando protegerse así de ella.

Pierre susurra de manera conspirativa. Jussi hace un gesto con la mano hacia Eva y dice algo con su acento de Norrland.

Erik cree entender sus palabras, tantea con la mano buscando el mando a distancia pero sin querer lo arroja al suelo y las pilas caen rodando.

– Esto es una locura -murmura para sí mientras se arrodilla en el suelo.

Con manos temblorosas, pulsa el botón de rebobinado rápido en el aparato y sube el volumen cuando vuelve a poner el play.

– Todo esto no son más que tonterías -dice Eva Blau.

– ¿Por qué opinas eso? -pregunta él, y cuando ella no contesta se vuelve hacia Pierre y le pregunta si quiere continuar con su asociación.

El niega con la cabeza y forma una cruz con los dedos dirigida a Eva.

– A Dennis Hopper le dispararon porque era hippy -murmura.

Sibel se ríe tontamente y mira a Erik de reojo. Jussi carraspea y hace un gesto con la mano en dirección a Eva.

– En el caserón te librarías de nuestras tonterías -le dice con su fuerte acento.

Luego todos guardan silencio. Eva se vuelve hacia el hombre, parece que va a reaccionar de manera agresiva, pero algo hace que lo deje pasar, quizá la seriedad en la voz de él y la tranquilidad de su mirada.

«El caserón», resuena en la cabeza de Erik. Al mismo tiempo se oye a sí mismo explicar cómo funcionan esa clase de terapias de grupo, que siempre comienzan con algunos ejercicios de relajación antes de pasar a hipnotizar a uno o a dos de los pacientes.