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– A veces -continúa diciéndole a Eva-, si veo que funciona, intento que todo el grupo entre en un estado de hipnosis profunda.

Erik piensa en lo familiar que le resulta la situación, y, sin embargo, parece tan terriblemente lejana. Pertenece a una época completamente distinta, antes de que se alejara del hipnotismo. Se ve a sí mismo acercar una silla, sentarse frente a los pacientes dispuestos en semicírculo y hablarles, decirles que cierren los ojos y se reclinen en sus asientos. Tras un momento, invita a todo el mundo a ponerse cómodo en su silla y a permanecer con los ojos cerrados. Luego se pone de pie mientras les habla sobre la relajación y camina por detrás de ellos observando el grado de calma de cada uno. Los rostros se suavizan y se distienden, cada vez menos conscientes, cada vez más extraños a la representación y a la coquetería.

Erik se ve a sí mismo en la pantalla detenerse detrás de Eva Blau y apoyar una mano en su hombro. Siente un cosquilleo en el estómago al oírse comenzar con el procedimiento, deslizarse suavemente en una profunda inducción al trance mediante órdenes ocultas, totalmente seguro de su capacidad, disfrutando, consciente de su habilidad especial.

– Tienes diez años, Eva -dice-. Diez años. Es un buen día y estás contenta. ¿Por qué estás contenta?

– Porque el hombre baila y chapotea en el charco -dice ella sonriendo para sí con un leve mohín.

– ¿Quién baila?

– ¿Quién? -repite ella-. Gene Kelly, dice mamá.

– Ya entiendo, ¿estás viendo Cantando bajo la lluvia?

– Es mamá quien la está viendo.

– ¿Tú no?

– Sí.

– ¿Y estás contenta?

Ella asiente lentamente.

– ¿Qué ocurre?

Eva aprieta los labios y baja la cabeza.

– ¿Eva?

– Mi barriga está abultada -dice en un hilo de voz.

– ¿Tu barriga?

– Veo que está muy hinchada -insiste mientras las lágrimas comienzan a correr por sus mejillas.

– El caserón -murmura Jussi-. El caserón.

– Eva, tienes que escucharme -continúa Erik-. Puedes oír a todos los demás en esta habitación, pero sólo escucharás mi voz. No debe importarte lo que los otros digan, sólo presta atención a mi voz.

– Bien.

– ¿Sabes por qué tienes la barriga hinchada? -pregunta Erik.

El rostro de la mujer está contraído, abstraído en algún pensamiento, algún recuerdo.

– No lo sé.

– Sí, yo creo que sí lo sabes -dice Erik con calma-. Pero haremos esto a tu propio ritmo, Eva. No tienes que pensar en ello ahora. ¿Quieres mirar la televisión otra vez? Te acompañaré. Todos aquí te acompañarán todo el tiempo, pase lo que pase. Es una promesa. Lo hemos prometido y puedes contar con ello.

– Quiero entrar en el caserón -susurra ella.

Erik está sentado en la cama de su despacho y siente que se acerca a su propio espacio. Se acerca a lo olvidado, a lo expulsado. Se frota los ojos, mira la pantalla titilante del televisor y murmura:

– Abre la puerta.

Oye su propia voz contando en orden descendente, lo que sume a Eva Blau en un trance cada vez más profundo. Explica que pronto ella hará lo que él diga sin pensarlo primero, que sólo aceptará que su voz es una guía correcta. Ella asiente débilmente con la cabeza y él sigue contando, dejando que los números caigan pesados y adormecidos.

La calidad de la imagen empeora de repente. Eva mira hacia arriba y, con los ojos desorbitados, se humedece los labios y susurra:

– Los veo llevarse a alguien, simplemente se acercan y la cogen.

– ¿Quién se lleva a alguien? -pregunta Erik.

Ella empieza a respirar de forma irregular.

– Un hombre con una cola de caballo -se lamenta-. Cuelga a la pobre persona…

La cinta traquetea y la imagen desaparece de pronto.

Erik la pasa hacia adelante pero la imagen no regresa. La mitad de la cinta está arruinada, borrada.

Permanece sentado frente a la negra pantalla del televisor y se ve a sí mismo emerger de la profunda y oscura imagen tal y como es ahora, diez años más viejo que en la grabación. Luego observa la cinta de vídeo, la número 14, y mira la goma elástica y el papel donde está escrito «Caserón».

Capítulo 35

Martes 15 de diciembre, por la mañana

Antes de que se cierren las puertas del ascensor, Erik pulsa el botón más de diez veces seguidas. Sabe que no se pondrá en marcha más de prisa, pero no puede evitar hacerlo. Las palabras de su hijo pronunciadas desde la oscuridad del maletero de un coche se mezclan con fragmentos de recuerdos extraños que el vídeo ha removido en su mente. Una vez más oye la débil voz de Eva Blau decir que un hombre con cola de caballo se ha llevado a alguien. No obstante, había falsedad en sus palabras, intuye que la mujer ocultaba algo.

La cabina del ascensor resuena con fuerza mientras desciende con un silbido.

– El caserón… -dice deseando una y otra vez que sólo sea una coincidencia, que la desaparición de Benjamín no tenga ninguna relación con su pasado.

Finalmente el ascensor se detiene y la puerta se abre. Erik se apresura a cruzar el aparcamiento y a descender luego por la escalera. Dos plantas más abajo abre con la llave una puerta de acero y continúa a través del blanco pasaje subterráneo hasta una puerta equipada con un sistema de alarma. Mantiene pulsado el bolón del interfono un largo rato, recibe una respuesta renuente, se inclina hacia el micrófono y dice cuál es el motivo de su visita. «Nadie es bienvenido aquí», piensa. En el depósito se encuentran archivadas las historias clínicas de todos los pacientes, todos los estudios, todos los experimentos, las pruebas presentadas en contra de determinados fármacos y algunas más que dudosas investigaciones sanitarias. En los estantes hay miles de carpetas donde se conserva el resultado de pruebas secretas realizadas en posibles casos de VIH durante la década de los ochenta, esterilizaciones forzadas, experimentos dentales con disminuidos psíquicos llevados a cabo en la época en que se iba a sancionar la reforma de la asistencia dental sueca. Se obligó a niños de orfanatos, a enfermos mentales y a ancianos a tener pasta de azúcar en la boca hasta que se les corroyeron los dientes.

Se oye un zumbido en la puerta y Erik se interna en la luz inesperadamente cálida. La iluminación hace del depósito un lugar agradable, nada parecido a una cueva subterránea sin ventanas.

De la garita de vigilancia sale música de ópera: borbotones de coloraturas de una mezzosoprano. Erik se repone, intenta imprimir tranquilidad a su expresión y busca una sonrisa en su interior mientras se acerca a la garita.

Un hombre de baja estatura con un sombrero de paja está de espaldas regando unas flores.

– Hola, Kurtan.

El hombre vuelve la cabeza y se muestra felizmente sorprendido:

– Erik Maria Bark…, cuánto tiempo. ¿Cómo estás?

Erik no sabe muy bien qué decir.

– No lo sé -contesta sinceramente-. La verdad es que en este momento tengo bastantes problemas familiares.

– Ya veo, es…

– Bonitas flores -dice Erik tratando de evitar más preguntas.

– Pensamientos. Me vuelven loco. Conny aseguró que nada podría florecer aquí abajo. «¿Que nada podría florecer aquí?», le dije. ¡Pues mira esto!

– Sí, es estupendo -asiente Erik.

– Instalé lámparas de cuarzo por todas partes.

– Vaya.

– El mejor solárium -bromea mostrando un tubo de protector solar.

– Lamentablemente no puedo quedarme mucho tiempo.

– Ponte un poco en la nariz -dice Kurt, presionando el tubo y aplicando un poco de crema en la punta de la nariz de Erik.

– Gracias, pero…

Kurt baja la voz y los ojos le brillan de un modo especial cuando dice: