Vuelve a tocar el timbre y finalmente abre la puerta una mujer de unos treinta años. Lo observa con una actitud alerta y un aire de desconfianza que le hace pensar en el gato del apartamento vacío.
– ¿Sí?
– Soy el comisario Joona Linna -le dice mostrándole su identificación-. Me gustaría hablar con su esposo.
Ella echa un rápido vistazo por encima del hombro y luego responde:
– ¿Podría saber de qué se trata? En realidad está muy ocupado.
– Se trata de la madrugada del sábado 12 de diciembre.
– Pero ya me interrogaron sobre eso -dice la mujer, irritada.
Joona echa un rápido vistazo al papel que sostiene en la mano.
– Aquí dice que la policía habló con usted, pero no con su esposo.
Ella suspira con acritud.
– No sé si tiene tiempo -replica.
– Sólo nos llevará un minuto -insiste Joona, sonriendo-, se lo prometo.
La mujer se encoge de hombros y luego llama en dirección al interior del apartamento:
– ¡Tobías! ¡Es la policía!
Un momento después, un hombre se acerca con una toalla enrollada en torno a la cadera. Su piel parece arder, está intensamente bronceado.
– Hola -saluda a Joona-. Estaba tomando el sol…
– Qué agradable -responde el comisario.
– De hecho, no -responde Tobías Franzén-. Me falta una enzima en el hígado. Estoy condenado a tomar el sol dos horas al día.
– Ah, eso es muy diferente -dice Joona con sequedad.
– ¿Quería preguntarme algo?
– Quiero saber si vio u oyó algo extraño la madrugada del sábado 12 de diciembre.
Tobías se rasca el tórax. Sus dedos dejan marcas blancas en la piel bronceada.
– Ya veo, se trata de eso. Lo siento, pero no recuerdo nada en particular. En verdad no recuerdo nada en absoluto.
– Bien, muchas gracias -dice Joona asintiendo con la cabeza.
Tobías alarga un brazo para coger la manija y cerrar la puerta.
– Una cosa más…
Joona hace un gesto con la cabeza en dirección al apartamento vacío.
– Esa familia, los Rosenlund… -comienza.
– Son muy agradables. -Sonríe Tobias tiritando de frío-. Hace algún tiempo que no los veo.
– Están de viaje. ¿Sabe si alguien los ayuda con la limpieza o algo parecido?
Tobias niega con la cabeza. Bajo su bronceado, resulta obvio que ahora está pálido y tiene frío.
– Lo siento pero no tengo ni idea.
– Gracias -dice Joona, y observa cómo Tobias Franzén cierra la puerta.
Continúa con el siguiente nombre de la lista: Jarl Hammar, que vive en la planta inferior a la de Erik y Simone, un jubilado que no estaba en casa cuando acudió la policía.
Jarl Hammar es un hombre delgado que evidentemente padece la enfermedad de Parkinson. Lleva un sobrio suéter y un pañuelo en torno al cuello.
– ¿La policía judicial? -repite Hammar con un hilo de voz mientras recorre a Joona con su mirada borrosa por las cataratas-. ¿Qué quiere la policía de mí?
– Sólo quiero hacerle una pregunta -dice Joona-. ¿Es posible que viera algo fuera de lo común en el edificio o en la calle la madrugada del 12 de diciembre?
Jarl Hammar cierra los ojos y tras un breve instante vuelve a abrirlos y niega con la cabeza en dirección a Joona.
– Tomo una medicina -dice-. Hace que duerma muy profundamente.
Joona vislumbra una mujer detrás de Hammar.
– ¿Y su esposa? -pregunta-. ¿Podría hablar con ella?
El jubilado sonríe de medio lado.
– Mi esposa Solveig era una mujer maravillosa, pero por desgracia se encuentra bajo tierra: murió hace casi treinta años.
El hombre delgado se vuelve y dirige un brazo tembloroso hacia una figura oscura en el interior del apartamento.
– Ella es Anabella -dice-. Me ayuda con la limpieza y otras cosas. Lamentablemente no habla sueco, pero por lo demás es perfecta.
La figura oscura se mueve hacia la luz al oír su nombre. Anabella parece ser peruana, tiene unos veinte años, las mejillas picadas de viruela, lleva el cabello recogido de manera descuidada y es muy baja de estatura.
– Anabella -dice Joona suavemente en español-. Soy comisario de policía, mi nombre es Joona Linna.
– Buenos días -responde ella ceceando, y lo mira con sus ojos negros.
– ¿Limpias más apartamentos aquí, en este edificio?
Ella asiente dándole la razón.
– ¿Cuáles? -pregunta Joona.
– Espere un momento -dice Anabella, y piensa un instante antes de empezar a contar con los dedos-. Los pisos de Lagerberg, Franzén, Gerdman, Rosenlund y también el piso de Johansson.
– Rosenlund -dice Joona-. Es la familia que tiene un gato, ¿no es verdad?
La chica sonríe y asiente.
– Y muchas flores -agrega.
– Muchas flores -repite Joona, y ve que ella asiente de nuevo.
El comisario le pregunta entonces si notó algo raro hace cuatro noches, cuando Benjamín desapareció.
El rostro de Anabella se pone rígido.
– No -dice rápidamente e intenta escabullirse de nuevo hacia el interior del apartamento de Jarl Hammar.
– Espero que estés diciendo la verdad, Anabella -se apresura a decir Joona, y a continuación repite que se trata de algo muy importante, que un muchacho ha desaparecido.
Jarl Hammar, que ha seguido la conversación, dice con su voz ronca y temblorosa mientras extiende las manos, que se sacuden con violencia:
– Por favor, sea bondadoso con Anabella, la chica vale un imperio.
– Debe contarme lo que vio -explica Joona, resuelto, y se vuelve nuevamente hacia ella-:por favor, dime la verdad.
Jarl Hammar se ve indefenso cuando unas grandes lágrimas caen de los ojos oscuros y brillantes de Anabella.
– Disculpe -murmura ella-. Discúlpeme, señor.
– No te pongas triste, Anabella -dice el hombre, y le hace una seña a Joona-. Pase, no puedo dejarla llorando en la escalera.
Entran en el piso y toman asiento en la reluciente sala de estar. Hammar saca un tarro con galletas de jengibre mientras Anabella cuenta en voz baja que no tiene casa, que pasó tres meses sin un lugar donde vivir, escondiéndose por la noche en el hueco de la escalera y en el trastero de las casas donde limpia. Cuando le dieron las llaves del apartamento de los Rosenlund para que se ocupara del gato y de las plantas, al fin pudo asearse y dormir segura. La chica repite una y otra vez que no se ha llevado nada del piso, que no es una ladrona, que no ha cogido comida ni ha tocado nada, ni siquiera se acuesta en las camas de los Rosenlund, sino que lo hace sobre la alfombra de la cocina.
Luego mira con rostro serio a Joona y explica que tiene el sueño muy ligero, es así desde que era pequeña y debía cuidar de sus hermanos menores. El viernes por la noche oyó un ruido en la escalera y se asustó, recogió sus cosas, caminó sigilosamente hasta la puerta y espió por la mirilla.
– La puerta del ascensor estaba abierta -dice-. De repente se oyó un ruido, suspiros y pasos lentos, como si una persona anciana y pesada se acercara.
– Pero ¿ninguna voz?
Ella niega con la cabeza.
– Sólo sombras.
Joona asiente y pregunta:
– ¿Qué viste en el espejo?
– ¿En el espejo?
– Desde la puerta del piso de los Rosenlund puede verse el interior del ascensor -dice Joona.
Ella piensa un momento y luego responde que vio una mano amarilla.
– Y después de un momento -añade-, vi el rostro de ella.
– ¿Era una mujer?
– Sí, una mujer.
Anabella explica que llevaba una capucha que le hacía sombra en el rostro, pero por un breve instante pudo ver una mejilla y la boca.
– Sin duda era una mujer -repite.
– ¿De qué edad?
Ella niega con la cabeza.
– ¿Joven como tú?
– Tal vez.
– ¿Algo mayor? -pregunta Joona.
Ella asiente, pero luego dice que no está segura, que sólo vio a la mujer un segundo y que en realidad su rostro estaba oculto.