Cuando Eva Blau se marchó, recogí mis papeles del suelo y me senté tras el escritorio. Vi que al otro lado de la ventana estaba lloviznando, recordé que Benjamín tenía una excursión con el parvulario ese día, y que tanto Simone como yo habíamos olvidado ponerle su pantalón impermeable.
La fina lluvia empapaba las calles y los parques infantiles.
Pensé en llamar al parvulario para pedirles que Benjamín se quedara dentro. Las excursiones me producían una gran ansiedad. Lo cierto es que ni siquiera me gustaba la idea de que mi hijo debiera atravesar varios corredores y bajar un par de tramos de escaleras para llegar al comedor.
En mi mente veía cómo lo empujaban otros niños alborotados, cómo alguien le cerraba una pesada puerta en las narices, cómo resbalaba en el lindero del bosque al pisar un montón de gravilla. Traté de tranquilizarme pensando que yo mismo le ponía sus inyecciones; la medicina hacía que Benjamín no se desangrara por una pequeña herida, pero aun así era mucho más frágil que cualquier otro niño.
Recuerdo la luz del sol a la mañana siguiente a través de las oscuras cortinas. Simone dormía desnuda junto a mí. Tenía la boca entreabierta, el pelo alborotado. Los hombros y el pecho estaban cubiertos de pequeñas pecas claras. De repente vi que se le erizaba la piel del brazo y la cubrí con la manta. Luego oí toser débilmente a Benjamín. No me había dado cuenta de que estuviera en la habitación. A veces entraba sigilosamente por la noche y se acostaba sobre un colchón en el suelo si había tenido pesadillas. Yo solía adoptar una posición incómoda y sostenía su mano hasta que volvía a dormirse.
Vi que eran las seis, me puse de costado, cerré los ojos y pensé que me gustaría poder dormir un poco más.
– ¿Papá? -murmuró de repente Benjamín.
– Duérmete -dije en voz baja.
Pero él se sentó en el colchón, me miró y dijo con su voz clara y luminosa:
– Papá, anoche estabas acostado encima de mamá.
– ¿Ah, sí? -dije, y noté que Simone se despertaba a mi lado.
– Sí, estabas bajo la manta y te columpiabas encima de ella -continuó.
– Qué raro -traté de decir en tono ligero.
– Mmm.
Simone ahogó una carcajada escondiendo la cabeza bajo la almohada.
– Quizá estuviera soñando -dije vagamente.
Ella se sacudía bajo la almohada, desternillándose.
– ¿Soñabas que te columpiabas?
– Bueno…
Simone levantó entonces la cabeza y sonrió ampliamente.
– Vamos, responde -dijo con voz serena-. ¿Soñabas que te columpiabas?
– ¿Papá?
– Supongo que debió de ser así…
– Pero ¿por qué lo hiciste? -continuó Simone riendo-. ¿Por qué te tumbaste encima de mí cuando…?
– Vayamos a desayunar -atajé.
Me levanté de la cama y vi que Benjamín hacía una mueca de dolor. Las mañanas siempre eran lo peor. Las articulaciones habían permanecido inmóviles varias horas y a menudo se presentaban hemorragias espontáneas.
– ¿Cómo te encuentras?
Él se apoyó en la pared para ponerse de pie.
– Espera, pequeño. Te daré un masaje -dije.
Benjamín dejó escapar un suspiro cuando se tumbó de nuevo en la cama y me dejó que flexionara y extendiera cuidadosamente sus articulaciones.
– No quiero la inyección -dijo con voz triste.
– Hoy no, Benjamín. Pasado mañana.
– No quiero, papá.
– Piensa en Lars, que tiene diabetes -respondí-. Él debe pincharse todos los días.
– David no tiene que ponerse ninguna inyección -se quejó Benjamín.
– Pero quizá haya otras cosas que sean más difíciles para él que para ti.
Hubo un silencio.
– Su papá está muerto -suspiró él.
– Sí -asentí mientras terminaba de masajearle los brazos y las manos.
– Gracias, papá -dijo Benjamín al cabo, y se puso de pie con cuidado.
– Mi chico…
Abracé su pequeño cuerpo delgado, pero como de costumbre me resistí a la tentación de estrecharlo con fuerza contra mí.
– ¿Puedo ver los dibujos animados de Pokémon? -preguntó.
– Pregúntale a mamá -respondí, y oí a Simone gritar «cobarde» desde la cocina.
Tras el desayuno me senté en el estudio frente al escritorio de Simone, levanté el auricular del teléfono y marqué el número de Lars Ohlson. Contestó su secretaria, Jennie Lagercrantz. La mujer llevaba trabajando para él desde hacía al menos veinte años. Charlé un poco con ella, le conté que era mi primera mañana libre en tres semanas y luego le pedí que me pasara con Lars.
– Espera un momento -dijo.
Si aún estaba a tiempo, quería pedirle que no le dijera nada de mí a Frank Paulsson, su amigo de la junta directiva.
Sonó un clic en el auricular y, tras algunos segundos, oí de nuevo la voz de la secretaria:
– Lo siento, pero Lars no puede recibir llamadas en este momento.
– Dile que soy yo.
– Ya lo he hecho -repuso, tirante.
Colgué sin decir nada más, cerré los ojos y me dije que digo no marchaba bien, que quizá Lars Ohlson me había engañado y probablemente Eva Blau fuera más difícil o peligrosa de lo que me había contado.
– Ya encontraré una solución -murmuré para mí.
Sin embargo, luego pensé que el grupo de hipnotismo podía desestabilizarse si ella se incorporaba a la terapia. Había reunido a un pequeño grupo de personas formado por mujeres y hombres cuyos problemas, historial de enfermedades y procedencia eran totalmente diferentes. No había considerado si se los podía o no hipnotizar fácilmente. Mi objetivo era que se estableciera una comunicación, un contacto dentro del grupo, que los pacientes se relacionaran consigo mismos y también con los demás. Muchos de ellos arrastraban una pesada carga de culpabilidad que les impedía relacionarse con otras personas, desenvolverse en sociedad. Se culpaban a sí mismos por haber sido violados o maltratados, habían perdido el control de sus vidas y toda fe en el mundo.
En la última sesión, el grupo había dado un paso adelante. Habíamos conversado como de costumbre durante un rato antes de que intentara inducir a Marek Semiovic a un trance profundo. No me había resultado nada fácil hacerlo anteriormente, ya que él estaba todo el tiempo distraído o a la defensiva. Sentía que no había encontrado la manera correcta de acceder a él, que ni siquiera habíamos hallado por dónde comenzar.
– ¿Una casa? ¿Un campo de fútbol? ¿Una zona boscosa? -propuse.
– No lo sé -contestó Marek como de costumbre.
– Debemos empezar por algún sitio -dije.
– Pero ¿dónde?
– Piensa en un lugar al que te veas obligado a regresar para entender quién eres ahora -dije.
– A Bosnia -dijo Marek con voz neutra. Al cantón de Zenica-Doboj.
– De acuerdo, bien -repuse tomando nota-. ¿Sabes qué fue lo que ocurrió allí?
– Todo ocurrió allí, en una gran casa de madera oscura, casi como un castillo, el caserón de un hacendado, con tejados inclinados, pequeñas torres y balconadas…
El resto del grupo escuchaba ahora con atención, todos parecían entender que de repente Marek había abierto algunas puertas en su interior.
– Creo que yo estaba sentado en un sillón -prosiguió él-. O tal vez sobre algunos cojines. De lo que estoy seguro es que fumaba un Marlboro… Debieron de ser cientos de chicas y mujeres de mi ciudad natal las que pasaron frente a mí.
– ¿Pasaron?
– Durante algunas semanas… Entraban por la puerta principal y eran llevadas escaleras arriba, hacia los dormitorios.
– ¿Es un burdel? -preguntó Jussi con su fuerte acento de Norrland.
– No sé qué ocurría allí, no sé casi nada -repuso Marek en voz baja.
– ¿Nunca viste las habitaciones de la planta superior? dije yo.
Se frotó la cara con las manos y luego respiró profundamente.
– Tengo un recuerdo -comenzó diciendo-. Entro en un pequeño cuarto y veo a una maestra que tuve en la universidad. Yace desnuda y atada sobre una cama, con moretones en la cadera y en los muslos.