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– ¿Qué ocurre entonces?

– Yo estoy en el interior, junto a la puerta, con un palo cu la mano y… Ya no recuerdo nada más.

– Inténtalo -dije con calma.

– Ha desaparecido.

– ¿Estás seguro?

– No lo soporto más.

– De acuerdo, no tienes que hacerlo, es suficiente -repuse.

– Espera un momento -dijo, pero luego permaneció sentado en silencio largo rato. Suspiró, se frotó la cara de nuevo con las manos y se puso en pie.

– ¿Marek?

– No recuerdo nada más -dijo con voz chillona.

Tomé algunas notas y sentí que él me observaba.

– No lo recuerdo, pero todo ocurrió en esa maldita casa -declaró.

Lo miré y asentí con la cabeza.

– Todo lo que soy se encuentra en esa casa de madera.

– El caserón -dijo Lydia desde su lugar junto a él.

– Exacto, era un caserón -dijo él riendo con gesto apenado.

Eché un nuevo vistazo a mi reloj. Dentro de un momento, me reuniría con la junta directiva del hospital para presentarles mi trabajo de investigación. Me veía obligado a obtener más medios o bien tendría que suspender la terapia. Hasta el momento no había tenido tiempo de ponerme nervioso. Me acerqué al lavabo y me eché agua en la cara, permanecí allí un momento contemplándome en el espejo e intenté sonreír antes de dejar el cuarto de baño. Cuando cerré con llave la puerta de mi despacho, vi a una mujer joven de pie en el pasillo, a sólo unos pasos de mí.

– ¿Erik Maria Bark?

Su pelo oscuro y espeso estaba recogido en un moño bajo, y cuando me sonrió aparecieron unos grandes hoyuelos en sus mejillas. Llevaba una bata de médico y una placa identificativa en el pecho.

– Maja Swartling -dijo tendiéndome una mano-. Soy una de sus mayores admiradoras.

– ¿A qué puede deberse? -pregunté esbozando una sonrisa.

Parecía alegre y despedía un suave olor a jacintos, a flores pequeñas.

– Quiero participar en su trabajo -dijo entonces sin rodeos.

– ¿En mi trabajo?

Asintió y se sonrojó intensamente.

– Debo hacerlo -dijo-. Es increíblemente emocionante.

– Disculpa que no comparta tu entusiasmo, pero es que ni siquiera sé si la investigación seguirá adelante -expliqué.

– ¿Qué?

– Mi subvención termina este año.

Pensé en la inminente reunión e intenté explicar amablemente:

– Me parece estupendo que te interese mi trabajo. Con gusto discutiría el asunto contigo, pero precisamente ahora tengo una importante reunión que…

Maja se hizo a un lado de inmediato.

– Lo siento -dijo-. Dios mío, lo siento.

– Podemos hablar de camino al ascensor. -Sonreí.

Ella parecía preocupada por la situación. Volvió a ruborizarse y echó a andar junto a mí.

– ¿Cree que habrá problemas con la subvención? -preguntó, intranquila.

Faltaban tan sólo un par de minutos para que me reuniera con la dirección. Resumir en qué consistía la investigación -el programa, el objetivo y el resultado- para solicitar más medios era el procedimiento habitual. No obstante, a mí se me hacía cuesta arriba, pues sabía que me toparía con problemas debido a la gran cantidad de prejuicios que existían en contra del hipnotismo.

– La mayoría aún opina que la hipnosis es bastante imprecisa, y ese estigma hace que no suelan aceptar resultados incompletos.

– Pero al leer sus informes se ven ejemplos increíblemente claros, aunque todavía sea demasiado pronto para publicar algo.

– ¿Has leído todos mis informes? -pregunté, escéptico.

– Fue un trabajo bastante arduo, sí -contestó secamente.

Nos detuvimos frente a la puerta del ascensor.

– ¿Qué opinas de las ideas acerca de los engramas? -la puse a prueba.

– ¿Se refiere a los pacientes con lesiones cerebrales?

– Sí -dije intentando ocultar que estaba sorprendido.

– Interesante -dijo-. Usted contradice las teorías acerca del modo en que el cerebro se ocupa de la memoria.

– ¿Tienes alguna reflexión al respecto?

– Sí, creo que debería profundizar en la investigación de la sinapsis y concentrarse en la amígdala.

– Estoy impresionado -dije mientras pulsaba el botón de llamada del ascensor.

– Debe conseguir esa subvención.

– Lo sé -contesté.

– ¿Qué ocurrirá si dicen que no?

– Espero tener tiempo de cerrar el grupo de terapia y ayudar a mis pacientes a encontrar otras formas de tratamiento.

– ¿Y la investigación?

Me encogí de hombros.

– Quizá me dirija a otras universidades, a ver si alguna quiere acogerme.

– ¿Tiene enemigos en la junta? -preguntó ella.

– Espero que no.

Levantó la mano y la apoyó suavemente en mi brazo mientras sonreía a modo de disculpa. Sus mejillas se sonrojaron aún más.

– Conseguirá ese dinero; su trabajo es innovador, no pueden darle la espalda -aseguró mirándome profundamente a los ojos-. Si ellos no son capaces de verlo, yo lo seguiré a la universidad a la que vaya.

De repente me pregunté si estaba coqueteando conmigo. Había algo en su humildad, en su entonación suave y ronca… Eché un rápido vistazo a su placa para asegurarme de su nombre: «Maja Swartling, medicina interna.»

– Maja…

– No puede rechazarme… -suspiró juguetonamente-, doctor Bark.

– Seguiremos hablando de esto -dije cuando se abrió la puerta del ascensor.

Maja Swartling sonrió mostrando de nuevo sus hoyuelos, juntó las manos bajo el mentón y bromeó haciendo una profunda reverencia y diciendo suavemente:

– Sawadee.

Me descubrí sonriendo para mí tras su saludo en tailandés mientras subía en el ascensor a ver a la directora. La campanilla tintineó y salí al pasillo. A pesar de que la puerta de su despacho estaba abierta, llamé antes de entrar. Annika Lorentzon estaba sentada mirando a través de la ventana panorámica, que ofrecía una maravillosa vista del cementerio Norra y del parque Haga. En su rostro no había vestigios de las dos botellas de vino que, según había oído, se bebía todas las noches para poder conciliar el sueño, y a sus cincuenta años los vasos sanguíneos permanecían todavía ocultos bajo la piel. Tenía algunas líneas de expresión bajo los ojos y en la frente, y su cuello, una vez hermoso, aquel que le hizo obtener el segundo puesto en un concurso de Miss Suecia muchos años antes, se veía ahora arrugado.

Me dije que Simone me habría reprendido por pensar en esos términos. De inmediato habría dicho que era una actitud machista desmerecer a una mujer que ocupaba un importante cargo objetando su apariencia. Nadie cuestionaba la afición a la bebida de su jefe si éste era un hombre, y tampoco se le ocurriría comentar que tenía el rostro flácido.

Saludé a la directora y me senté junto a ella.

– Bien -dije.

Annika Lorentzon me dirigió una sonrisa serena. Se la veía bronceada y delgada y tenía el cabello fino y aclarado. No olía a perfume, sino más bien a limpio, despedía una ligera fragancia a jabón exclusivo.

– ¿Quieres? -preguntó señalando las botellas de agua mineral.

Negué con la cabeza y me pregunté qué sucedía con los demás. Pasaban cinco minutos de la hora fijada y ya deberían haber estado allí.

Annika se puso entonces de pie y explicó, como si me leyera el pensamiento:

– En seguida vendrán, Erik. Es que hoy es el día de su sauna semanal. -Sonrió de un modo ambiguo y añadió-: Una manera muy ingeniosa de evitar que yo esté en la reunión, ¿no te parece?

En ese mismo instante se abrió la puerta del despacho y vi a cinco hombres con el rostro arrebolado. El cuello de sus trajes estaba húmedo por el cabello y la nuca mojados, despedían vapor y aroma a loción para después del afeitado e iban charlando entre sí.