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– Pero mi investigación costará dinero -oí decir a Ronny Johansson.

– Por supuesto -contestó Svein Holstein, molesto.

– Entonces deliraba al decir que iban a recortar los gastos, que los encargados de las cuentas querían ajustar el presupuesto de investigación para todo el campo.

– También lo he oído, pero no hay de qué preocuparse -repuso Holstein en voz baja.

La conversación se apagó cuando entraron en el despacho.

Svein Holstein me dio un fuerte apretón de manos.

Ronny Johansson, el representante de la industria farmacéutica de la junta, sólo me dirigió una seña contenida, al tiempo que Peder Mälarstedt, el político de la administración provincial de servicios públicos, estrechaba mi mano. Me sonrió con un jadeo y vi que seguía transpirando profusamente. Tenía la frente perlada de sudor.

– ¿Le gusta sudar? -me preguntó sonriendo-. Mi esposa lo odia, pero yo creo que es beneficioso. Por supuesto que lo es.

Frank Paulsson, por su parte, apenas si me miró; se limitó a hacer un breve gesto de saludo con la cabeza y acto seguido se dirigió al otro lado de la habitación. Después de un momento, Annika dio un par de suaves palmadas pidiendo silencio e invitó a los hombres a tomar asiento junto a la mesa de reuniones. Los recién llegados estaban sedientos tras la sauna, e inmediatamente abrieron las botellas de agua mineral que descansaban sobre la gran mesa de plástico amarilla.

Yo permanecí de pie, inmóvil, tan sólo observando a aquellas personas, en cuyas manos estaba el futuro de mi investigación. Resultaba extraño, pero miraba a la junta y a la vez pensaba en mi grupo de pacientes. Era como si todos estuvieran allí reunidos en ese momento, con sus recuerdos, sus vivencias y sus represiones como quietos torbellinos de humo en una bola de cristal. El trágico y bello rostro de Charlotte; el cuerpo pesado y triste de Jussi; la coronilla de Marek, su mirada inquisitiva y al tiempo asustada; la pálida blandura de Pierre; Lydia, con su maquillaje chillón y su ropa que olía a tabaco; Sibel y sus pelucas, y la sumamente neurótica Eva Blau. Mis pacientes eran una especie de imagen especular de aquellos hombres vestidos de traje, adinerados y seguros de sí mismos.

Los miembros de la junta tomaron asiento finalmente. Uno de ellos suspiró al tiempo que se acomodaba, mientras que otro hacía tintinear las monedas de su bolsillo. Otro, en cambio, se escondió parapetándose detrás de su agenda. Annika elevó la mirada, sonrió con suavidad y luego dijo:

– Adelante, Erik.

– Mi método… -comencé-, mi método consiste en tratar los traumas agudos mediante el hipnotismo grupal.

– Eso ya lo sabíamos -suspiró Ronny Johansson.

Traté de resumir cuáles habían sido los resultados obtenidos hasta el momento. Mis oyentes escuchaban distraídos; algunos me observaban, otros tenían la mirada fija en el tablero de la mesa.

– Lamentablemente, debo irme -dijo Rainer Milch al cabo de un rato poniéndose de pie.

Estrechó la mano de algunos de los hombres y luego abandonó la habitación.

– Han recibido el material con anticipación -continué-. Sé que es bastante extenso, pero era necesario. No era posible abreviarlo.

– ¿Por qué no? -inquirió Peder Mälarstedt.

– Porque aún es algo pronto para extraer conclusiones -expliqué.

– ¿Y si nos adelantáramos dos años? -dijo.

– Es difícil de decir, pero veo algunos patrones -contesté, a pesar de que sabía que no debía tocar ese tema.

– ¿Patrones? ¿Qué tipo de patrones?

– ¿No quieres contarnos lo que esperas hallar? -preguntó Annika Lorentzon sonriente.

– Verán, el objetivo de mi investigación es documentar los bloqueos mentales que persisten durante el trance hipnótico, cómo el cerebro, en un estado de relajación profunda, descubre nuevas maneras para proteger al individuo de lo que lo atemoriza, es decir, cuando se aproxima al origen del trauma. Cuando el recuerdo bloqueado finalmente comienza a aflorar durante el trance, el individuo se aferra a lo que hay a su alrededor en un último intento por proteger el secreto y, entonces, empiezo a presentir, evoca material onírico en sus representaciones mentales, sólo para evitar ver más allá.

– ¿Evitar ver la situación? -preguntó Ronny Johansson con repentina curiosidad.

– Sí, es decir, no…, sólo para evitar ver al culpable -contesté-. Suele reemplazárselo con lo que sea, a menudo con un animal.

Alrededor de la mesa se hizo el silencio.

Vi que Annika Lorentzon, que hasta entonces se había sentido algo avergonzada por mi causa, sonreía con aire tranquilo.

– ¿Es eso posible? -articuló Ronny Johansson casi en un susurro.

– ¿Cuan claros son esos patrones? -preguntó Mälarstedt.

– Evidentes, pero no constatados -contesté.

– ¿Hay algún estudio internacional similar? -inquirió de nuevo Mälarstedt.

– No -contestó Ronny Johansson en tono cortante.

– Me gustaría saber -intervino entonces Holstein-, si se detuviera ahí, según usted, ¿el individuo siempre encontraría nuevos subterfugios en la hipnosis?

– ¿Se podría ir más allá? -preguntó Mälarstedt.

Sentí cómo el calor se agolpaba en mis mejillas, me aclaré la garganta y contesté:

– Creo que se podría llegar a averiguar qué hay debajo de esas imágenes sometiendo a los individuos a un trance más profundo.

– ¿Y los pacientes?

– También pensaba en ellos, por supuesto -dijo Mälarstedt dirigiéndose a Lorentzon.

– Entiendo que todo esto es muy tentador -repuso Holstein-, pero quiero garantías… Nada de psicosis ni suicidios.

– Sí, aunque…

– ¿Podría asegurar que será así? -interrumpió Frank Paulsson mientras jugueteaba con la etiqueta de su botella de agua.

Holstein parecía cansado, miró su reloj.

– Mi prioridad es ayudar a los pacientes -declaré.

– ¿Y la investigación?

– Es… -Me aclaré la garganta y añadí en voz baja-: Sólo es un subproducto. Debo verla de ese modo.

Algunos de los hombres en torno a la mesa desviaron la mirada.

– Buena respuesta -dijo Frank Paulsson súbitamente-. Erik Maria Bark tiene todo mi apoyo.

– Todavía me preocupan los pacientes -señaló Holstein.

– Todo está aquí -repuso Paulsson señalando los informes-. La evolución de los pacientes está recogida en estos papeles.

– Es sólo que se trata de una terapia tan poco común, tan audaz, que debemos estar seguros de poder defenderla si algo sale mal.

– En realidad, no hay nada que pueda salir mal -repuse, y de inmediato noté un escalofrío que me recorría la espalda.

– Erik, es viernes y todo el mundo está deseando irse a casa -intervino Annika Lorentzon-. Creo que puedes contar con la renovación de tu subvención.

El resto de los presente asintieron con la cabeza, y Ronny Johansson se reclinó en su asiento y aplaudió.

Simone estaba de pie en la amplia cocina de nuestra casa cuando llegué. Estaba vaciando sobre la mesa unas bolsas con comestibles: un atado de espárragos, mejorana fresca, pollo, limones y arroz jazmín. Nada más verme, se echó a reír.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Ella sacudió la cabeza y dijo con una amplia sonrisa:

– Tendrías que verte.

– ¿Qué?

– Pareces un niño pequeño la mañana de Navidad.

– ¿Tanto se me nota?

– ¡Benjamín! -llamó.

Él entró en la cocina con el estuche de su medicina en la mano. Simone me señaló ocultando su hilaridad.

– Mira -dijo-. ¿Qué cara tiene papá?

Benjamín me miró a los ojos y vi que esbozaba una sonrisa.

– Pareces contento, papá.

– Lo estoy, pequeño. Lo estoy.

– ¿Has descubierto una nueva medicina? -preguntó.

– ¿Qué?

– Para que me cure, para que nunca más necesite ponerme inyecciones -respondió él.

Lo cogí en brazos, lo estreché contra mí y le expliqué que aún no habían descubierto esa medicina, pero que deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo que lo hicieron pronto.