– Vale -dijo.
Lo dejé en el suelo y vi el rostro pensativo de Simone.
Benjamin me tironeó entonces del pantalón.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
– ¿Por qué estabas tan contento, papá?
– Era sólo por dinero -contesté secamente-. He conseguido el dinero para mi investigación.
– David dice que haces magia.
– No hago magia, hipnotizo a las personas que están tristes y asustadas para intentar ayudarlas.
– ¿Artistas? -preguntó.
Me reí y Simone pareció sorprendida.
– ¿Por qué dices eso? -preguntó.
– Por teléfono dijiste que ellos estaban asustados, mamá.
– ¿De veras?
– Sí, antes, yo lo oí.
– Es cierto, ahora lo recuerdo. Decía que los artistas se sienten nerviosos y asustados cuando deben exponer sus pinturas al público -explicó.
– A propósito, ¿qué tal ese local cerca del parque Berzelii? -pregunté.
– En Arsenalsgatan…
– ¿Has ido a verlo ya?
Simone asintió lentamente.
– Está bien -dijo-. Mañana mismo firmaré el contrato.
– Pero ¿por qué no me has dicho nada? ¡Felicidades, Sixan!
Ella rió.
– Ya sé qué vestido voy a ponerme para la inauguración -dijo-. Conozco a una chica que asistió a la escuela de arte de Bergen y que es realmente fantástica, diseña…
Simone se interrumpió en ese mismo instante porque llamaron a la puerta. Trató de atisbar quién era a través de la ventana de la cocina, luego fue a abrir y yo la seguí. Desde la distancia observé cómo la luz del día inundaba el oscuro vestíbulo cuando ella abrió la puerta. Simone permaneció de pie, inmóvil en el vano, y me acerqué.
– ¿Quién era? -pregunté.
– Nadie, no había nadie cuando he abierto -dijo.
Miré hacia afuera en dirección a los arbustos que había frente a la entrada.
– ¿Qué es eso? -preguntó ella de pronto.
En la escalera de acceso a la casa había un instrumento alargado con un mango en un extremo y una pequeña tablilla de madera en el otro.
– Qué extraño -dije recogiendo el viejo artilugio.
– Pero ¿qué es eso?
– Creo que es una palmeta. Antaño se utilizaba para castigar a los niños.
La sesión con el grupo de hipnotismo estaba a punto de comenzar. Mis pacientes llegarían dentro de diez minutos; los seis de costumbre y la nueva mujer, Eva Blau. Cada vez que me ponía la bata de médico, notaba una breve corriente de euforia, como si ésta me proporcionara una presencia teatral. Me sentía como si estuviera a punto de salir a un escenario profundamente iluminado por los focos. No obstante, esa sensación no tenía nada que ver con la vanidad, sino con la experiencia en extremo placentera de poder poner en práctica mis conocimientos especializados.
Cogí mi bloc y leí las anotaciones de la última sesión, celebrada una semana antes, cuando Marek Semiovic nos había hablado sobre la gran casa de madera en la zona rural del cantón de Zenica-Doboj.
Luego yo había inducido a Marek a un trance aún más profundo que el anterior. Él, muy tranquilo, describió entonces una habitación con el piso de cemento situada en el sótano, donde lo obligaron a aplicar descargas eléctricas a sus amigos y familiares. Pero de repente se desvió del tema, cambió de escenario, se abstrajo de mis indicaciones y buscó salir del trance por iniciativa propia. Yo sabía que debía avanzar lentamente, por lo que resolví dejar tranquilo a Marek por ese día. Cuando retomáramos la sesión, sería el turno de Charlotte, y luego haría un primer intento con la mujer nueva, Eva Blau.
La sala donde practicaba hipnotismo pretendía infundir confianza y serenidad en los pacientes. Las cortinas eran de un indefinido tono amarillento, el suelo era gris, los muebles sencillos pero cómodos, las sillas y la mesa eran de abedul, de una madera clara con pequeñas notas de un tono castaño. Debajo de una silla había un par de fundas protectoras para calzado azules que alguien había olvidado. Las paredes estaban desnudas, como litografías de colores indefinidos.
Dispuse las sillas en semicírculo y coloqué el trípode de la cámara de vídeo lo más lejos posible.
La investigación me entusiasmaba. Sentía una gran curiosidad acerca de cuáles serían los resultados, al tiempo que me convencía cada vez más de que esta nueva forma de terapia era mejor que cualquiera de las que había empleado anteriormente. El grupo era la clave en el tratamiento del trauma, cuando los pacientes compartían sus experiencias con los demás, el aislamiento y la soledad se transformaban en un proceso curativo común.
Aseguré la cámara en el trípode y conecté el cable. Introduje una nueva cinta, acerqué el objetivo al respaldo de una silla, luego ajusté la nitidez de la imagen y volví a alejar el objetivo. Una de mis pacientes entró entonces en la habitación; era Sibel. Supuse que había estado esperando frente al hospital durante varias horas a que se abriera la sala y diera comienzo la sesión. Se sentó en una de las sillas y comenzó a hacer ruidos extraños con la garganta, tragando y cloqueando. Con una sonrisa insatisfecha, se acomodó la gran peluca de rizos claros que solía llevar en las reuniones y suspiró a causa del esfuerzo realizado.
A continuación entró Charlotte Cederskiold. Llevaba una gabardina azul oscuro con un cinturón ancho fuertemente ajustado en torno a su delgada cintura. Cuando se quitó la capucha, la espesa cabellera de color castaño se derramó sobre su rostro. Se la veía increíblemente triste y hermosa, como de costumbre.
Me acerqué a la ventana, la abrí y sentí cómo la fresca y suave brisa de primavera me recorría el rostro.
Cuando volví a mirar hacia el interior de la sala también había entrado ya Jussi Persson.
– Doctor -dijo con su pausado acento de Norrland.
Nos dimos la mano y luego fue a saludar a Sibel. Jussi se palmeó la prominente barriga y dijo algo que hizo que ella se ruborizara y riera. Estuvieron charlando en voz baja mientras esperábamos al resto del grupo. Lydia, Pierre y Marek llegaron algo tarde, como era habitual.
Yo aguardé a que todos estuvieran en su sitio. Todos ellos eran individuos con un denominador común: habían sufrido abusos traumáticos. Esos abusos habían causado tal devastación en su psique que, para sobrevivir, habían tenido que ocultarlos incluso de sí mismos. En realidad, ninguno de ellos sabía con exactitud lo que le había sucedido; sólo eran conscientes de que su terrible pasado había arruinado sus vidas presentes.
«Porque el pasado no está muerto. El pasado ni siquiera ha pasado», solía decir yo citando al escritor William Faulkner. Me refería a que cada pequeña cosa que le sucedía a una persona la acompañaba hasta el presente. Todas sus vivencias influían en cada elección, y cuando se trataba de experiencias traumáticas, el pasado ocupaba casi todo el espacio del presente.
A menudo hipnotizaba a todos los integrantes del grupo al mismo tiempo, y cada vez elegía a uno o dos de ellos, con los que profundizaba más que con los demás. De ese modo, siempre teníamos acceso a dos niveles en los que podíamos discutir lo sucedido: el de la sugestión hipnótica y el nivel de la conciencia.
Con el tiempo había descubierto algo acerca de la hipnosis, algo que había empezado siendo tan sólo una sospecha y que había ido convirtiéndose en un patrón cada vez más nítido. Pero, naturalmente, aún se debía demostrar. Yo era consciente de que quizá esperaba demasiado de mi tesis: el culpable del trauma nunca aparecía bajo su propia identidad durante el trance hipnótico. Era posible dar con la situación y observar el suceso aterrador, pero el individuo mantenía oculto al autor de los hechos.
Cuando todos hubieron ocupado sus lugares, caí en la cuenta de que Eva Blau, mi nueva paciente, aún no había llegado. Una ansiedad conocida flotaba en la sala.