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Charlotte Cederskiöld solía sentarse alejada de los demás. Se había quitado la gabardina y, como siempre, se la veía extremadamente elegante, con un sobrio vestido gris y un ancho y luminoso collar de perlas en torno a su grácil cuello. La falda azul era plisada y llevaba unas medias opacas también azules. Sus zapatos eran brillantes y de tacón bajo. Nuestras miradas se cruzaron y me sonrió con timidez. Antes de que Charlotte se incorporase al grupo, había intentado quitarse la vida en quince ocasiones. La última vez se había disparado en la cabeza con la escopeta de caza de su pareja en la sala de estar de su chalet de Djursholm. El rifle se le había resbalado y ella había perdido una oreja y parte de la mejilla. Pero nada de eso se veía ahora: se había sometido a un par de operaciones de cirugía plástica y cambiado su peinado a un tupido corte estilo paje que ocultaba la prótesis auricular y el audífono. A menudo sentía una profunda angustia cuando veía a Charlotte inclinar la cabeza y escuchar amable y respetuosamente los relatos de los demás. Era una hermosa mujer de mediana edad, atractiva, a pesar de que había algo terriblemente desgarrador en ella. Yo era consciente de que no podía mantenerme imperturbable ante el abismo que presentía en su interior.

– ¿Estás cómoda, Charlotte? -pregunté.

Ella asintió y respondió con su voz suave y clara:

– Estoy bien, muy bien.

– Hoy exploraremos la habitación interior de Charlotte -expliqué.

– Mi caserón. -Sonrió.

– Exacto.

Marek me dirigió una sonrisa impaciente y exenta de alegría cuando nuestras miradas se cruzaron. Había estado entrenando en el gimnasio toda la mañana y sus músculos se veían hinchados. Miré el reloj. Era hora de empezar, no podíamos seguir esperando a Eva Blau.

– Bien, comencemos -resolví.

Sibel se puso precipitadamente en pie, se sacó un chicle de la boca y lo envolvió en una servilleta de papel que luego arrojó a la papelera. Me dirigió una mirada tímida y declaró:

– Estoy lista, doctor.

Tras la relajación venía la escala pesada y cálida de la inducción, la disolución de los límites de la voluntad. Lentamente inducía al grupo a un trance más profundo evocando la imagen de una escalera de madera húmeda por la que debían descender lentamente.

La energía comenzó a circular al poco entre nosotros, una calidez muy especial que envolvía a todos los presentes. Mi voz era primero aguda y bien articulada, y poco a poco iba bajando el tono. Ese día, Jussi parecía especialmente nervioso, tarareaba y por momentos contraía los labios con agresividad. Mi voz dirigía a los pacientes mientras mis ojos observaban cómo sus cuerpos se hundían en las sillas, cómo sus semblantes se relajaban y adquirían esa peculiar expresión que tiene la gente cuando se la somete a un trance hipnótico.

Comencé a caminar por detrás de ellos tocando suavemente sus hombros. Todo el tiempo los dirigía de manera individual, contando hacia atrás, paso a paso.

Jussi silbaba algo para sí.

Marek Semiovic tenía la boca abierta y un hilo de baba le caía por una comisura.

Pierre se veía más delgado y flácido que nunca.

Las manos de Lydia colgaban laxas por encima de los apoyabrazos de su silla.

– Seguid bajando por la escalera -dije en voz baja.

Ante la junta del hospital no había explicado que durante las sesiones el hipnotista también se sumía en una especie de trance pero, en mi opinión, eso era inevitable y al mismo tiempo bueno.

Nunca había entendido por qué mi propio trance, que tenía lugar en paralelo al de los pacientes, se desarrollaba bajo el agua. Pero lo cierto era que me gustaba la imagen acuática, era nítida y placentera, y me habla habituado a leer los matices del proceso a través de ella.

Naturalmente, mientras yo me sumergía en el mar, mis pacientes veían otras cosas: caían en los recuerdos del pasado, entraban en habitaciones de su infancia o iban a parar a los lugares de su adolescencia, a la casa de veraneo de sus padres o al garaje de la niña vecina. No sabían que para mí ellos también se encontraban en las profundidades submarinas, cayendo lentamente entre enormes formaciones de coral o entre las ásperas paredes de una falla continental. En mi pensamiento, en ese momento nos sumergíamos todos juntos en el agua burbujeante.

Esa vez quería probar a llevarlos a un estado de hipnosis bastante profunda. Mientras contaba en orden descendente y hablaba sobre el placer de la relajación, el agua tronaba en mis oídos.

– Quiero que descendáis todavía un poco más -indiqué-. Seguid bajando, pero ahora hacedlo más lentamente. Pronto nos detendremos, totalmente tranquilos y relajados… Un poco más abajo, un poco más. Ahora nos detendremos.

Vi a todo el grupo dispuesto en semicírculo frente a mí en el arenoso fondo del mar, plano y extenso. El agua era clara y levemente verdosa. La arena formaba pequeñas ondas regulares bajo nuestros pies. Había medusas de color rosado flotando luminosas sobre nuestras cabezas. Cada tanto, algunos peces planos levantaban remolinos de arena y luego se alejaban.

– Ahora todos estamos en el fondo -dije.

Abrieron los ojos y me miraron.

– Charlotte, hoy te toca empezar a ti -continué-. ¿Qué es lo que ves? ¿Dónde te encuentras?

Sus labios se movieron pero no pronunció palabra.

– Aquí no hay nada peligroso -señalé-. Estamos contigo todo el tiempo, detrás de ti.

– Lo sé -dijo con voz monótona.

Sus ojos no estaban abiertos ni cerrados, sino que se entornaban como los de un sonámbulo, vacíos y lejanos.

– Estás tras la puerta -dije-. ¿Quieres entrar?

Asintió y el pelo se movió en su cabeza con la corriente del agua.

– Hazlo -indiqué.

– Sí.

– ¿Qué ves? -continué.

– No lo sé.

– ¿Has entrado? -pregunté con la sensación de que tal vez la apremiaba demasiado.

– Sí.

– Pero ¿no ves nada?

– Sí.

– ¿Es algo extraño?

– No lo sé, no lo creo…

– Descríbelo -dije rápidamente.

Ella negó con la cabeza y unas pequeñas burbujas de aire se liberaron de su pelo y subieron centelleando a la superficie. Me percaté de mi falta de tacto, de que no la estaba guiando, sino que intentaba empujarla hacia adelante. Aun así, no pude evitar decir:

– Estás de vuelta en la casa de tu abuelo.

– Sí -contestó con voz apagada.

– Ya estás dentro y sigues adelante.

– No quiero.

– Da sólo un paso.

– Ahora no -suspiró.

– Alza la vista y mira.

– No quiero.

Su labio inferior tembló.

– ¿Ves algo que parezca extraño? -pregunté-. ¿Algo que no debería estar ahí?

Una gran arruga se formó en su frente y de repente advertí que su resistencia cedería demasiado pronto y que Charlotte se desgastaría aún más con el trance. Podía resultar peligroso, quizá cayera en una profunda depresión si el proceso era demasiado rápido. Grandes burbujas salieron de su boca como una brillante cadena. Su rostro centelleó y un manto azul verdoso recorrió su frente.

– No tienes que hacerlo, Charlotte. No tienes que mirar -la tranquilicé-. Puedes abrir la puerta de cristal y salir al jardín si es lo que quieres.

Su cuerpo se sacudió y supe que ya era demasiado tarde.

– Tranquilízate -suspiré alargando el brazo para tocar su hombro.

Sus labios estaban blancos y tenía los ojos muy abiertos.

– Charlotte, ahora, con cuidado, regresaremos juntos a la superficie -dije.

Sus pies levantaron una espesa nube de arena cuando flotó hacia arriba.

– Espera -dije débilmente.

Marek me miró y dio la impresión de que fuera a decir algo a gritos.

– Ya estamos subiendo, voy a contar hasta diez -continué mientras ascendíamos súbitamente hacia la superficie-. Cuando haya acabado, abriréis los ojos y os sentiréis bien…

Charlotte resolló, se levantó de la silla dando tumbos, se acomodó la ropa y me miró de manera inquisitiva.