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– Tienes diez años, Eva -dije rodeando las sillas dispuestas en semicírculo para poder observarla desde lejos.

Su tórax apenas se movía; respiraba con movimientos calmos y suaves en el estómago.

– Tienes diez años. Es un buen día y estás contenta. ¿ Por qué estás contenta?

Eva hizo un leve mohín con los labios, sonrió para sí y respondió:

– Porque el hombre baila y chapotea en el charco.

– ¿Quién baila? -pregunté.

– ¿Quién? -repitió, y quedó en silencio un breve instante-. Gene Kelly, dice mamá.

– Ya entiendo, ¿estás viendo Cantando bajo la lluvia?

– Es mamá quien la está viendo.

– ¿Tú no? -pregunté.

– Sí. -Sonrió con los ojos entornados.

– ¿Y estás contenta?

Eva Blau asintió lentamente.

– ¿Qué ocurre?

Vi que apretaba los labios con fuerza y bajaba la cabeza.

– Mi barriga está abultada -dijo con un hilo de voz.

– ¿Tu barriga?

– Veo que está muy hinchada -sollozó.

Jussi hinchó el pecho respirando junto a ella. Por el rabillo del ojo vi que movía los labios.

– El caserón -murmuró desde su leve trance-. El caserón.

– Eva, tienes que escucharme -dije-. Puedes oír a todos los demás en esta habitación, pero sólo escucharás mi voz. No debe importarte lo que los otros digan, sólo presta atención a mi voz.

– Bien -dijo con una expresión satisfecha.

– ¿Sabes por qué tienes la barriga hinchada? -pregunté.

Ella no contestó. La contemplé de frente. Su rostro se veía serio y preocupado, con la mirada perdida en algún pensamiento, algún recuerdo. De repente tuve la impresión de que contenía una sonrisa.

– No lo sé -dijo finalmente.

– Sí, yo creo que sí lo sabes -repuse-. Pero haremos esto a tu propio ritmo, Eva. No tienes que pensar en ello ahora. ¿Quieres mirar la televisión otra vez? Te acompañaré. Todos aquí te acompañarán todo el tiempo, pase lo que pase. Es una promesa. Lo hemos prometido y puedes contar con ello.

– Quiero entrar en el caserón -susurró ella entonces.

Pensé que había algo que no encajaba mientras contaba en orden descendente y les hablaba de una escalera que descendía. Me vi rodeado de agua tibia mientras bajaba lentamente a lo largo de un peñasco, más y más profundamente.

Eva Blau levantó entonces el mentón, se humedeció los labios, se succionó las mejillas y luego murmuró:

– Los veo llevarse a alguien, simplemente se acercan y la cogen.

– ¿Quién se lleva a alguien? -pregunté.

Ella empezó a respirar de manera irregular. Su rostro se ensombreció. El agua turbia pasó revuelta frente a ella.

– Un hombre con una cola de caballo. Cuelga a la pobre persona del techo -se lamentó.

Vi que se sujetaba fuertemente con una mano del cabo con las algas ondeantes. Las piernas se movían en un lento chapoteo.

Salí del trance de una violenta sacudida, consciente de que Eva Blau mentía, no estaba hipnotizada. No entendía por qué lo sabía, pero estaba totalmente seguro de ello. Se había defendido de mis palabras y bloqueado la sugestión. Mi cerebro susurró en tono glaciaclass="underline" «Miente, no está hipnotizada en absoluto.»

La vi sacudirse atrás y adelante en la silla.

– El hombre tira más y más de esa pobre persona. Tira de ella con mucha fuerza…

De repente, la mirada de Eva Blau se cruzó con la mía y se quedó inmóvil. Una risa burlona se extendió por sus labios.

– ¿He estado bien? -preguntó.

Yo no contesté. Sólo permanecí de pie mientras la observaba levantarse, coger su capa de lluvia del perchero y salir luego tranquilamente de la habitación.

Escribí la palabra «Caserón» en un papel, envolví con él la cinta de vídeo número 14 y lo sujeté con una goma elástica. En vez de archivar el cásete como de costumbre, la llevé a mi despacho. Quería analizar la mentira de Eva Blau y mi propia reacción, pero una vez en el pasillo ya advertí lo que no había encajado desde el primer momento: el rostro de Eva parecía consciente. Había intentado mostrarse dulce, no tenía el gesto relajado y sincero que siempre tienen los individuos en trance. Quien está sumido en la hipnosis puede sonreír, pero no es su sonrisa habitual, sino otra blanda y adormecida.

Cuando llegué al despacho, la joven estudiante de medicina me esperaba junto a la puerta. Me sorprendí al recordar su nombre: Maja Swartling.

Nos saludamos y, antes de que tuviera tiempo de abrir la puerta, ella se apresuró a decir:

– Perdone que sea tan insistente, pero estoy basando gran parte de mi tesis en su investigación. A mí, y también a mi tutor, nos gustaría que participara en ella.

Me miró con seriedad.

– Entiendo -asentí.

– ¿Le parece bien que le haga algunas preguntas? -dijo finalmente-. ¿Tengo su permiso para hacerlo?

De pronto su mirada me pareció la de una niña pequeña: despierta pero insegura. Sus ojos eran muy oscuros y relucían negros contra la piel inusualmente clara. El cabello se veía bien cepillado en las trenzas enrolladas. El peinado era anticuado, pero le sentaba bien.

– ¿De verdad que puedo? -preguntó suavemente-. No tiene ni idea de lo insistente que puedo llegar a ser.

Noté que la miraba sonriendo. Había algo tan sano y luminoso en ella que, sin pensarlo primero, abrí los brazos y respondí que estaba listo. Maja rió dirigiéndome una mirada larga y satisfecha. Abrí la puerta y me siguió sin rodeos al interior del despacho. Se sentó en la silla para las visitas, sacó un bloc de notas y un lápiz y a continuación me miró sonriente.

– ¿Qué es lo que quieres preguntarme?

Ella se ruborizó intensamente y empezó a hablar, todavía con una sonrisa tan amplia que parecía que no pudiera contenerla.

– Podríamos comenzar con la práctica… ¿Qué opina de la posibilidad de que el paciente le engañe? Que sólo diga lo que cree que usted quiere oír.

– En realidad eso ha ocurrido hoy mismo. -Sonreí-. Una de mis pacientes no quería ser hipnotizada. Se resistió y, por supuesto, no se sumió en el trance, aunque fingió que era así.

Maja se había tranquilizado y ahora parecía menos insegura. Se inclinó hacia adelante, contrajo los labios y preguntó:

– ¿Fingió?

– Lo descubrí, naturalmente.

Ella alzó las cejas de manera inquisitiva.

– ¿Cómo?

– Para empezar, existen signos externos muy claros del reposo hipnótico. El más importante es que el rostro pierde toda afectación.

– ¿Podría desarrollar ese punto?

– Estando consciente, incluso la persona más relajada controla la expresión de su rostro. La boca se cierra, hay actividad en los músculos faciales y en los ojos… Pero en un individuo hipnotizado nada de eso está presente. La boca se abre, el mentón se hunde, la mirada es vaga… Es difícil de describir, pero uno lo sabe.

Parecía que Maja quería preguntar algo, así que hice una pausa. No obstante, negó con la cabeza y me pidió que continuara.

– Acabo de leer sus informes -dijo-. El grupo de hipnotismo no se compone sólo de víctimas, es decir, de quienes fueron sometidos a abusos, sino también de abusadores, personas que sometieron a otros a cosas espantosas.

– Funciona del mismo modo en el subconsciente y…

– ¿Se refiere usted a…?

– Perdona, Maja… Y en el contexto de terapia grupal es en realidad un recurso.

– Interesante -dijo tomando nota-. Quiero regresar a ello más tarde, pero ahora me gustaría saber cómo se ve a sí mismo el abusador durante la hipnosis. Usted sugiere la idea de que la víctima a menudo reemplaza al culpable con alguna otra cosa, como un animal.