– Aún no he investigado cómo se ve el culpable a sí mismo, y no quiero caer en la especulación.
Ella ladeó la cabeza.
– Pero ¿sospecha algo?
– Tengo un paciente que…
Quedé en silencio y comencé a pensar en Jussi Persson, el hombre de Norrland que cargaba a cuestas con su soledad como si de un enorme peso se tratara.
– ¿Qué iba a decir?
– Durante el trance, ese paciente regresa a una torre de caza. Es como si el fusil lo dominara, dispara a los corzos y los deja allí tendidos. Cuando está consciente, niega que hubiera corzos y dice que suele sentarse en la torre a esperar a que aparezca una osa.
– ¿Eso dice cuando está consciente? -Sonrió.
– Tiene una casa en Västerbotten.
– ¿Ah, sí? Creí que vivía aquí -rió.
– Los osos seguramente son reales -dije-. Hay muchos osos allí. Jussi contó que una hembra enorme mató a su perro hace algunos años.
Permanecimos sentados mirándonos en silencio.
– Es tarde -dije.
– Aún tengo muchas preguntas…
Abrí las manos.
– Podemos vernos más veces.
Ella me miró. De repente sentí un extraño calor en el cuerpo cuando advertí que una fina nube de rubor se extendía por su piel clara. Había complicidad entre nosotros, una mezcla de seriedad y avidez de reír.
– ¿Puedo invitarlo a una copa como agradecimiento? Hay un libanés bastante agradable…
Se interrumpió abruptamente cuando sonó el teléfono. Le pedí disculpas y contesté.
– ¿Erik?
Era Simone; parecía tensa.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
– Yo… estoy en la parte de atrás, en el carril para bicicletas. Parece ser que alguien ha entrado por la fuerza en casa.
Me recorrió un temblor helado. Pensé en la palmeta que hallamos frente a la puerta, el viejo instrumento de castigo.
– ¿Qué ha ocurrido?
Oí a Simone tragar con fuerza. A lo lejos se oía jugar a unos niños. Quizá estuvieran en el campo de fútbol. Sonó un silbato y se oyeron gritos.
– ¿Qué ha sido eso? -pregunté.
– Nada, unos niños jugando -repuso tratando de parecer serena-. Erik -continuó presurosa-, han forzado la puerta del balcón de Benjamín, la ventana está rota.
Por el rabillo del ojo vi a Maja Swartling ponerse de pie y preguntarme con un gesto si debía marcharse.
Asentí con un breve movimiento de la cabeza y alcé los hombros pidiendo disculpas.
Sin querer, golpeó una silla, que arañó el suelo.
– ¿Estás solo? -preguntó Simone.
– Sí -dije sin saber por qué mentía.
Maja se despidió con la mano y cerró la puerta en silencio tras de sí. Aún podía sentir su perfume como un matiz sencillo y fresco.
– Mejor que no hayas entrado -continué-. ¿Has llamado a la policía?
– Erik, te noto raro. ¿Ha ocurrido algo?
– ¿Además de que quizá haya un intruso en nuestra casa en este mismo instante? ¿Has llamado a la policía?
– Sí, llamé a papá.
– Bien.
– Dijo que vendría en seguida.
– Debes irte de ahí, Simone.
– Estoy en el carril para bicicletas.
– ¿Ves la casa?
– Sí.
– Si tú puedes verla, alguien que esté dentro también podría verte a ti.
– Ya basta -dijo.
– Ve hacia el campo de fútbol, por favor. Iré para allá de inmediato.
Aparqué detrás del Opel sucio de Kennet y puse el freno de mano, giré la llave en el contacto y bajé del coche. Kennet vino corriendo hacia mí. Tenía una expresión resuelta.
– ¿Dónde diablos está Sixan? -exclamó.
– Le dije que esperara en el campo de fútbol.
– Bien, temía que…
– La conozco y sé que habría entrado en la casa. Se parece a ti.
Se rió y me dio un fuerte abrazo.
– Me alegro de verte, muchacho.
Empezamos a rodear la hilera de casas para ir a la parte trasera y divisé a Simone algo alejada de la nuestra. Posiblemente había estado vigilando todo el tiempo la puerta rota del balcón que conducía directamente a nuestro jardín. Levantó la vista, dejó su bicicleta, caminó hacia nosotros y me abrazó con fuerza. Luego miró por encima de mi hombro y dijo:
– Hola, papá.
– Voy a entrar -dijo él con seriedad.
– Te acompañaré -dije.
– Las mujeres y los niños esperan fuera, ¿no? -suspiró Simone.
Los tres pasamos por encima del solo de poca altura y atravesamos el jardín, donde había una mesa y cuatro sillas de plástico blanco.
– Quizá sólo fueron unos adolescentes que necesitaban un lugar donde follar -sugirió Simone.
– No, en ese caso habría más desorden.
– ¿No te parece extraño que los vecinos no notaran nada? A Adolfsson no se le escapa una.
– Quizá fue él quien lo hizo -propuse.
– ¿Follar en nuestra cama?
Me reí, la abracé y percibí su aroma; olía a un delicado perfume en absoluto pegajoso ni dulzón. Se apretó contra mí y sentí su cuerpo delgado como el de un chico junto al mío. Deslicé las manos por debajo de su blusa suelta y exploré la delicada piel. Sus pechos estaban tibios y turgentes. Gimió cuando besé su cuello y un fragor de aliento cálido recorrió mi oreja.
Nos desvestimos a la luz del televisor. Nos ayudamos uno al otro con manos rápidas y ansiosas, tanteamos las prendas de ropa, nos reímos juntos y volvimos a besarnos. Luego ella me arrastró en dirección al dormitorio y me empujó sobre la cama de manera juguetona.
– ¿Es hora de usar la palmeta? -pregunté.
Ella asintió y se acercó a mí, inclinó la cabeza y dejó que su pelo se arrastrara por mis piernas. Sonrió con una mirada afligida mientras se movía hacia arriba. Los rizos cayeron sobre sus delgados hombros pecosos. Los músculos de los brazos se veían tensos cuando se sentó a horcajadas sobre mi cadera. Sus mejillas se arrebolaron cuando la penetré.
Durante algunos segundos, el recuerdo de ciertas fotografías deambuló por mi mente. Las había tomado una vez en la playa, en las islas griegas. Fue un par de años antes de que naciera Benjamín. Habíamos recorrido la costa en autobús y nos bajamos en el sitio que consideramos más hermoso. Cuando comprobamos que la playa estaba desierta, nos despojamos de nuestra ropa de baño. Comimos sandía tibia a la luz del sol y luego nos metimos desnudos en el agua clara y poco profunda, acariciándonos y besándonos. Ese día hicimos el amor cuatro veces en la playa, cada vez más indolentes y apasionados. Simone tenía el pelo enmarañado por el agua de mar. Su mirada se veía pesada por el sol, y sonreía de manera introspectiva. Los pequeños senos tensos, las pecas, los pezones rosados. Su estómago plano, el ombligo, el vello cobrizo de su sexo.
Simone se inclinó hacia adelante sobre mí y se dispuso a buscar el orgasmo. Se echó un poco hacia atrás y me besó en el pecho y en el cuello. Respiraba cada vez más de prisa. Cerró los ojos, se agarró a mis hombros con fuerza y susurró que continuara:
– Sigue, Erik. No te detengas…
Luego comenzó a moverse con más rapidez; tenía la espalda y las nalgas mojadas de sudor. Gimió en voz alta y siguió moviéndose con fuerza arriba y abajo. Se detuvo un instante con los muslos temblorosos, continuó un poco más y paró, gimiendo. Tomó aire, se humedeció los labios y afirmó la mano en mi pecho. Dejó escapar un jadeo y me miró a los ojos cuando comencé a empujar nuevamente en su interior. Luego ya no me resistí, sino que dejé brotar mi semen en pesados y deliciosos espasmos.
Tras aparcar la bicicleta en el sector de neurología, me quedé de pie un breve instante escuchando el clamor de los pájaros en los árboles y observando sus formas de claros colores a través de la masa de hojas de la arboleda. Pensé en que hacía tan sólo un rato había despertado junto a Simone y mirado sus ojos verdes.
Mi despacho se veía tal como lo había dejado el día anterior. La silla donde se había sentado Maja Swartling para entrevistarme aún estaba desplazada de su sitio y la lámpara de mi escritorio seguía encendida. Sólo eran las ocho y media. Tenía tiempo de repasar mis anotaciones acerca de la fallida sesión hipnótica con Charlotte. Era fácil entender por qué había resultado de ese modo: yo había forzado el proceso persiguiendo tan sólo el objetivo. Era un error típico y debería haberme dado cuenta, tenía demasiada experiencia para cometer errores de ese tipo. No servía de nada obligar a un paciente a ver algo que se negaba a ver. Charlotte había entrado en la habitación, pero no había querido levantar la mirada. Debería haber bastado por esa vez, había sido muy valiente.