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Me puse la bata de medico, me lavé las manos y pensé en mis pacientes. No estaba satisfecho con el rol de Pierre en el grupo. A menudo corría en busca de Sibel o de Lydia, era locuaz y bromista, pero su actitud era muy pasiva durante los trances hipnóticos. Era peluquero, abiertamente homosexual y quería ser actor. En apariencia, llevaba una vida normal, excepto por un detalle recurrente: todos los años, por Pascua, se iba de viaje con su madre, se encerraban en la habitación del hotel, bebían hasta embriagarse y mantenían relaciones sexuales. Lo que la madre no sabía era que Pierre terminaba siempre las vacaciones con una profunda depresión, y había tenido repetidos intentos de suicidio.

No quería forzar a mis pacientes; quería que contar algo fuera su propia elección.

Llamaron a la puerta. Antes de que me diera tiempo a contestar, ésta se abrió y Eva Blau entró en mi despacho. Me dirigió un gesto extraño, como si intentara sonreír sin mover los músculos faciales.

– No, gracias -dijo de repente-. No tienes que invitarme a cenar, ya he comido. Charlotte es una buena persona: me prepara comida, raciones para toda la semana que guardo en el congelador.

– Es amable de su parte -señalé.

– Compra mi silencio -replicó Eva enigmáticamente, y acto seguido se situó detrás de la silla en la que Maja se había sentado el día anterior.

– Eva, ¿quieres contarme por qué has venido?

– Para chuparte la polla, desde luego que no, que lo sepas.

– No tienes que seguir en el grupo de hipnotismo -repuse con calma.

Ella bajó la mirada.

– Sabía que me odiabas -murmuró.

– No, Eva. Sólo digo que no estás obligada a formar parte de este grupo. Algunas personas no quieren ser hipnotizadas. Otras no son especialmente receptivas, a pesar de que en verdad lo desean, y otras…

– Me odias -interrumpió.

– Sólo digo que no puedo tenerte en ese grupo si de ningún modo quieres ser hipnotizada.

– No fue mi intención -dijo-. Pero no puedes meter tu polla en mi boca.

– Ya basta -dije.

– Perdón -suspiró y sacó algo del bolso-. Mira, te lo regalo.

Lo cogí. Era una fotografía: en ella se veía a Benjamin el día que fue bautizado.

– Es bonita, ¿verdad? -dijo con orgullo.

Sentí que mi corazón comenzaba a latir rápidamente y con fuerza.

– ¿De dónde has sacado esto? -inquirí.

– Es mi pequeño secreto.

– Contéstame, Eva. ¿De dónde has…?

Me interrumpió con un tono provocador:

– Mira por ti y cágate en los demás, así vivirás siempre feliz.

Volví a mirar la imagen. Era del álbum fotográfico de Benjamin. La conocía muy bien. Incluso tenía en el dorso la marca del pegamento con el que la habíamos fijado. Me obligué a hablar con calma a pesar de que el pulso me retumbaba en las sienes.

– Quiero que me cuentes de dónde has sacado esta fotografía.

Se sentó en el sofá, se desabotonó la blusa y me mostró los senos.

– Méteme la polla -repuso ella-. Así quedarás satisfecho.

– Has estado en mi casa -dije.

– Y tú en la mía -respondió con un tono de rebeldía-. Me obligaste a abrir la puerta…

– Eva, traté de hipnotizarte. Eso no es lo mismo que entrar por la fuerza en una casa ajena.

– No entré por la fuerza -se apresuró a replicar.

– Rompiste una ventana…

– La piedra rompió la ventana.

Estaba exhausto. Sentí que estaba a punto de perder los papeles y de reaccionar con furia hacia una persona enferma y confundida.

– ¿Por qué cogiste esa fotografía?

– ¡Eres tú el que coge cosas! ¡Coges y coges sin parar! ¿Qué diablos dirías si yo te las quitara a ti? ¿Cómo crees que le sentirías?

Escondió el rostro entre las manos y dijo que me odiaba. Lo repitió una y otra vez, quizá cientos de veces antes de tranquilizarse.

– Debes entender que me haces enfadar -añadió luego, más serena- cuando dices que cogí tus cosas. Te he regalado una fotografía muy bonita.

– Sí.

Dibujó una amplia sonrisa y se humedeció los labios.

– Yo te he dado algo -continuó-. Ahora quiero que tú me des algo.

– ¿Qué quieres que te dé? -pregunté con calma.

– No lo intentes -repuso.

– Sólo dime qué…

– Quiero que me hipnotices -contestó.

– ¿Por qué dejaste una palmeta junto a mi puerta? -pregunté.

Eva me dirigió entonces una mirada vacía.

– ¿Qué es una palmeta?

– Antes se castigaba a los niños con eso -dije dominándome.

– Yo no he dejado nada junto a tu puerta.

– Dejaste una vieja…

– ¡No mientas! -gritó.

Se puso de pie y caminó hacia la puerta.

– Eva, hablaré con la policía si no entiendes cuáles son los límites, si no entiendes que debes dejarnos a mi familia y a mí en paz.

– ¿Y mi familia? -replicó.

– ¡Escúchame!

– ¡Cerdo fascista! -gritó, y abandonó la habitación.

Mis pacientes estaban sentados en semicírculo frente a mí. Había resultado fácil hipnotizarlos esa vez. Nos habíamos sumergido lentamente bajo el agua. Continué trabajando con Charlotte. Su rostro se veía tristemente relajado, tenía profundos círculos alrededor de los ojos y el mentón algo arrugado.

– Perdón -suspiró.

– ¿Con quién hablas? -pregunté.

Su rostro se contrajo por un breve instante.

– Perdón -repitió.

Esperé. Era evidente que Charlotte estaba profundamente hipnotizada. Respiró pesada aunque silenciosamente.

– Sabes que estás a salvo con nosotros, Charlotte -dije-. No hay nada que pueda hacerte daño. Te sientes bien, agradablemente relajada.

Ella asintió acongojada y supe que me oía, que seguía mis palabras sin poder distinguir ya el entorno inmediato de la realidad de la hipnosis. En su profundo trance hipnótico, era como si estuviera viendo una película en la que ella misma participaba. Era tanto espectadora como actriz, pero no estaba dividida en dos, sino que formaba una unidad.

– No te enfades -suspiró-. Perdón, perdón. Te compensaré, lo prometo. Te compensaré.

Oí al grupo respirar pesadamente a mi alrededor y entendí que estábamos en el caserón. Habíamos llegado al cuarto peligroso de Charlotte y quería que permaneciéramos allí, deseaba que ella tuviera la fuerza suficiente para elevar la vista del suelo y ver algo, echar un primer vistazo a aquello que tanto temía. Quería ayudarla, pero no forzar el proceso esta vez, no repetir el error de la semana anterior.

– Hace frío en el gimnasio del abuelo -dijo de repente Charlotte.

– ¿Ves algo?

– Largos tablones de madera, un cubo y un cable -dijo con un hilo de voz.

– Da un paso atrás -indiqué.

Ella negó con la cabeza.

– Charlotte, da un paso atrás y apoya la mano en la manija de la puerta.

Vi que sus párpados temblaban y nuevas lágrimas brotaban a través de sus pestañas. Apoyaba las manos sobre su regazo, como una anciana.

– Tocas la manija y sabes que puedes abandonar la habitación cuando quieras -dije.

– ¿Puedo hacerlo?

– Empujas la manija hacia abajo y sales.