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– ¿Qué ves? -pregunté con cuidado.

– Kasper finge dormir cuando entro en su cuarto -respondió lentamente-. Ha roto la fotografía de la abuela. Prometió ser cuidadoso si se la prestaba, es lo único que tengo. Ahora la ha destrozado y simplemente finge dormir ahí tumbado. Pienso que hablaré seriamente con él el domingo. Ese día de la semana repasamos cómo nos hemos comportado el uno con el otro. Me pregunto qué consejo me habría dado el doctor Phil. Me percato de que aún tengo la cuchara en la mano. Al mirarla no me veo a mí misma reflejada en el metal, sino a un osito de peluche. Debe de colgar del techo…

Lydia frunció los labios súbitamente afligida. Trató de reír, pero de su boca sólo salieron sonidos extraños. Volvió a intentarlo, aunque no sonó como una risa.

– ¿Qué haces? -pregunté.

– Miro -dijo alzando la vista.

De repente Lydia resbaló de la silla y se golpeó la cabeza contra el asiento. Corrí hacia ella. Quedó sentada en el suelo, todavía en trance, aunque ya no profundo. Me miró perpleja y con ojos asustados mientras le hablaba en un tono tranquilizador.

No sé por qué sentí que debía telefonear a Charlotte. Algo me preocupaba. Quizá se debiera a que durante la hipnosis la había convencido de que permaneciera en su caserón más tiempo del que en realidad podía soportar. Había desafiado su orgullo y la había persuadido de alzar la vista y observar por primera vez al gran perro que se movía entre las piernas de su padre. Me preocupaba su comportamiento al abandonar la sesión sin dar explicaciones o agradecérmelo como acostumbraba a hacer.

Me arrepentí en cuanto marqué el número de su teléfono móvil, pero aun así esperé a oír el buzón de voz antes de colgar.

Tras un almuerzo tardío en el restaurante Stallmästaregården, regresé en bicicleta al Karolinska. Soplaba un viento helado, pero la luz primaveral bañaba las calles y las fachadas de los edificios.

Me sacudí la inquietud por Charlotte, intentando convencerme de que había pasado por una experiencia tan estremecedora que necesitaba estar en paz con sus sentimientos durante un rato. Las hojas de los árboles del cementerio se agitaban en el viento y la luz.

Kennet debía recoger a Benjamín ese día. Le había prometido llevarlo en el coche de la policía desde el parvulario. El chico dormiría en su casa, puesto que yo debía trabajar hasta tarde y Simone iba a la ópera con unas amigas.

Le había prometido a Maja Swartling, la joven estudiante de medicina, que podría entrevistarme por segunda vez. En ese momento noté que ansiaba hablar con ella. Me sentía satisfecho porque, en principio, mis teorías habían sido confirmadas por Charlotte.

Enfilé el pasillo en dirección a mi despacho. La entrada del hospital estaba vacía, excepto por unas ancianas que esperaban el autobús para discapacitados. El día era hermoso: el sol brillaba y motas de polvo flotaban suspendidas en la luz. Pensé que debía salir a correr un poco esa noche en cuanto terminara el trabajo.

Cuando llegué a mi despacho, Maja Swartling ya estaba esperando junto a la puerta. Sus carnosos labios pintados de rojo se abrieron en una sonrisa y el broche de su pelo negro azabache resplandeció cuando se inclinó y preguntó con su acostumbrada picardía:

– Espero que no se arrepintiera tras la entrevista número dos, doctor.

– Por supuesto que no -dije sintiendo un hormigueo en mi interior cuando me detuve junto a ella para abrirle la puerta.

Nuestras miradas se cruzaron y vi una inesperada seriedad en sus ojos cuando pasó frente a mí y entró en la habitación. Súbitamente fui consciente de mi propio cuerpo, de mis pies, de mi boca. Ella se ruborizó al sacar su carpeta llena de papeles, el bolígrafo y el bloc de notas.

– ¿Qué ha ocurrido desde la última vez que nos vimos? -preguntó.

Le ofrecí una taza de café de la pequeña cocina y luego comencé a relatarle la exitosa sesión de ese día.

– Creo que he hallado al abusador de Charlotte -dije-. Aquel que le hizo tanto daño como para que intente quitarse la vida una y otra vez.

– ¿Quién es?

– Un perro -dije seriamente.

Maja no se rió. Estaba bien informada y sabía que una de mis tesis, la más osada y llamativa, se basaba en la antiquísima estructura de las fábulas: representar a las personas mediante animales es una de la maneras más antiguas de contar algo que de otro modo estaría prohibido, resultaría demasiado aterrador o tentador. Para mis pacientes era una forma de manejar lo incomprensible de que quien debía cuidarlos y amarlos, en cambio, los hubiera lastimado del peor modo imaginable.

Me resultaba muy fácil, casi deslealmente fácil, hablar con Maja Swartling. Conocía el tema sin ser una experta, formulaba preguntas inteligentes y sabía escuchar.

– ¿Y Marek Semiovic? ¿Cómo va todo con él? -preguntó chupando el bolígrafo.

– Conoces su pasado. Llegó aquí como refugiado durante la guerra de Bosnia y sólo trataron sus heridas físicas.

– Sí.

– Es interesante para mi investigación, aunque aún no entiendo exactamente lo que ocurre, ya que durante el trance profundo siempre va a dar a la misma habitación, al mismo recuerdo. Es obligado a torturar a personas que conoce, a chicos con los que ha jugado. Pero luego ocurre algo.

– ¿Durante la hipnosis?

– Sí, se niega a continuar.

Maja anotó algo, hojeó su bloc y alzó la vista.

Decidí no contarle que Lydia había resbalado de la silla durante la sesión. Le hablé, en cambio, de la idea de que durante el trance el libre albedrío sólo se ve limitado en que uno no puede mentirse a sí mismo.

El tiempo pasó y se hizo de noche. El pasillo estaba desierto y en silencio fuera de mi despacho.

Maja guardó sus cosas en la carpeta, se envolvió el chal en torno al cuello y se puso de pie.

– El tiempo ha pasado volando -se disculpó.

– Gracias por el día de hoy -dije tendiéndole la mano.

Dudó un instante y luego preguntó:

– ¿Puedo invitarlo a tomar algo esta noche?

Lo pensé. Simone iría con sus amigas a la ópera a ver Tosca y regresaría tarde a casa. Benjamín dormiría con su abuelo y yo había pensado trabajar toda la noche.

– Tal vez -respondí con la sensación de estar cometiendo una infracción.

– Conozco un pequeño local en la calle Roslagsgatan -añadió ella-. Se llama Peterson-Berger. Es un sitio sencillo pero muy agradable.

– Bien -dije simplemente.

Cogí mi chaqueta, apagué la luz del despacho y cerré la puerta detrás de nosotros.

Recorrimos en bicicleta el parque Haga pasando junto al lago Brunnsviken y luego nos dirigimos hacia Norrtull. Casi no había tránsito. No eran más de las siete y media de la noche y la primavera se percibía en el nítido canto de los pájaros en los árboles.

Finalmente, aparcamos las bicicletas frente al pequeño parque del viejo restaurante Claes på Hörnet. Cuando cruzamos juntos la puerta del local y nos encontramos con la mirada sonriente de la propietaria, comencé a dudar. ¿Qué estaba haciendo yo allí? ¿Qué contestaría si Simone llamaba preguntando qué había hecho? Una oleada de malestar me recorrió por un momento y luego se fue. Maja era una colega y queríamos continuar con la charla. De todos modos, Simone había salido con sus amigas esa noche; probablemente estuvieran tomando una copa de vino en el restaurante de la ópera en ese momento.

Maja parecía expectante. Yo no acababa de entender qué hacía conmigo. Era excepcionalmente hermosa, joven y extrovertida; yo debía de ser quince años mayor que ella y estaba casado.

– Me encantan los pinchos de pollo con comino -dijo adelantándose hacia una mesa situada al otro lado del local.

Nos sentamos e inmediatamente se acercó una mujer con una jarra de agua para nosotros. Maja apoyó la mejilla en la mano, contempló el vaso y dijo con calma:

– Si nos aburrimos de esto, siempre podemos ir a mi casa.