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Hacía viento y estaba oscuro. De vez en cuando, algunos copos de nieve secos les azotaban la cara. Lillemor era una mujer hermosa, aunque su aspecto era algo descuidado. Su rostro estaba en la actualidad lleno de arrugas de cansancio y se maquillaba en exceso, pero a Joona siempre le había parecido atractiva, con su nariz recta, sus pómulos altos y sus ojos rasgados.

– ¿Habéis empezado ya las diligencias? -preguntó él.

Ella negó con la cabeza y exhaló el humo de su cigarrillo.

– Yo lo haré -dijo él.

– Entonces me voy a casa a dormir.

– Eso suena bien. -Él sonrió.

– Acompáñame -bromeó ella.

– Comprobaré si se puede hablar con el chico.

– Precisamente he llamado al laboratorio de la científica en Linköping para que se pongan en contacto con el hospital de Huddinge.

– Joder…, genial.

Lillemor tiró el cigarrillo en la cuesta y pisó la colilla.

– En realidad, ¿qué tiene que ver la judicial con este caso? -preguntó ella, y desvió la mirada hacia su coche.

– Eso ya lo veremos -masculló Joona.

Volvió a pensar que el móvil de los asesinatos no había sido un intento de cobrar deudas de juego: sencillamente no cuadraba. Alguien quería eliminar a la familia entera, pero las motivaciones que había tras ese deseo estaban aún ocultas.

Cuando Joona montó de nuevo en su coche, llamó al hospital de Huddinge, donde le informaron de que el paciente había sido trasladado a la sección de neurocirugía del hospital Karolinska de Solna. Dijeron que su estado había empeorado una hora después de que los técnicos de la científica de Linköping hubieron encargado que un médico le tomara muestras biológicas.

Era plena noche cuando Joona empezó a conducir de vuelta a Estocolmo. En la carretera de Sodertälje llamó a los servicios sociales para iniciar la colaboración relacionada con los interrogatorios previstos dentro del marco de las diligencias. Le pasaron con una persona de apoyo a los testigos que estaba de guardia llamada Susanne Granat; le refirió las circunstancias especiales y le pidió poder llamarla de nuevo cuando conociera con exactitud cuál era el estado del paciente.

A las 2.05 de la madrugada, Joona estaba en la sección de cuidados intensivos de neurocirugía del hospital Karolinska. Quince minutos después tuvo ocasión de hablar con la médico responsable, Daniella Richards, quien le explicó que, aunque el chico sobreviviera a las lesiones, seguramente no podría ser interrogado hasta dentro de varias semanas.

– Se encuentra en estado de shock -le dijo la doctora.

– ¿Qué implica eso?

– Ha perdido mucha sangre; el corazón intenta compensar eso y su ritmo se acelera.

– ¿Han conseguido detener las hemorragias?

– Creo que sí; así lo espero, vamos. Le estamos suministrando sangre todo el tiempo, pero la falta de oxígeno en el organismo hace que no puedan eliminarse las sustancias de desecho, la sangre se vuelve más acida y puede dañar el corazón, los pulmones, el hígado, los riñones…

– ¿Está consciente?

– No.

– ¿Se podría hacer algo si tuviera que hablar con él? -quiso saber Joona.

– El único que posiblemente podría acelerar la recuperación del chico es Erik Maria Bark.

– ¿El hipnotista? -preguntó Joona.

Ella sonrió abiertamente y sus mejillas se ruborizaron.

– No lo llame así si quiere que lo ayude -dijo a continuación-. Es nuestro mejor experto en el tratamiento de estados de shock y traumas.

– ¿Hay algún problema si le pido que venga?

– Al contrario, yo también lo había pensado.

Joona buscó su teléfono en los bolsillos, se dio cuenta de que se lo había dejado en el coche y le pidió a Daniella Richards que le prestara el suyo. Tras relatar las circunstancias a Erik Maria Bark, volvió a llamar a Susanne Granat, de servicios sociales, y le explicó que esperaba poder hablar pronto con Josef Ek. Susanne Granat le contó entonces que la familia se encontraba en sus archivos, que el padre era adicto al juego y que habían tenido contacto con la hija hacía tres años.

– ¿La hija? -preguntó Joona, escéptico.

– La hija mayor, Evelyn -explicó Susanne.

Capítulo 4

Martes 8 de diciembre, por la mañana

Erik Maria Bark acaba de llegar a casa tras su visita nocturna al hospital Karolinska, donde ha conocido al comisario de la policía judicial Joona Linna. A Erik le ha caído bien, pese a que ha intentado hacerle romper su promesa de que no volvería a practicar el hipnotismo. Quizá ha sido la sincera y abierta preocupación que el comisario ha mostrado por la hija mayor de la familia asesinada lo que ha hecho que le resultara tan simpático. Probablemente en ese momento alguien estuviera dando caza a la chica.

Erik entra en el dormitorio y observa a su esposa Simone, que está en la cama. Se siente muy cansado, las pastillas han empezado a hacer efecto, nota los ojos sensibles y pesados, el sueño está llegando. La luz se posa sobre Simone como una luna de cristal rayado. Ha pasado casi una noche entera desde que la dejó para examinar al chico herido. Simone ha ocupado toda la cama. Su cuerpo está pesado. El edredón está a los pies, el camisón se le ha subido hasta la cintura. Descansa relajada boca abajo. Tiene la piel erizada en brazos y hombros. Erik le echa cuidadosamente el edredón por encima. Ella dice algo con voz débil y se acurruca. Él se sienta, le acaricia el tobillo y ve que los dedos de los pies reaccionan, se mueven.

– Voy a darme una ducha -dice él, y se echa hacia atrás.

– ¿Cómo se llamaba el policía? -pregunta ella balbuceante.

Pero antes de que le dé tiempo a contestar, Erik se encuentra en el parque Observatorielunden. Está excavando en la arena del área de juegos y encuentra una piedra amarilla, redonda como un huevo, grande como una calabaza. Pasa las manos por encima de ella e intuye un relieve en el lateral, una hilera de dientes punzantes. Cuando da la vuelta a la pesada piedra ve que es el cráneo de un dinosaurio.

– Vete a la mierda -grita Simone.

Él da un respingo y se da cuenta de que se ha quedado dormido y ha empezado a soñar. Las fuertes tabletas han hecho efecto y se ha quedado dormido en mitad de la conversación. Intenta sonreír y busca la mirada fría de Simone.

– Sixan…, ¿qué pasa?

– ¿Ya estamos otra vez? -pregunta ella.

– ¿Qué?

– ¡Qué! -repite Simone, irritada-. ¿Quién es Daniella?

– ¿Daniella?

– Lo juraste, era una promesa, Erik-dice ella, alterada-. Yo confiaba en ti, fui tan tonta como para confiar…

– ¿De qué estás hablando? -la interrumpe él-. Daniella Richards es una compañera del Karolinska. ¿Qué pasa con ella?

– No me mientas.

– Esto es absurdo, la verdad. -Sonríe él.

– ¿Te resulta divertido? -pregunta ella-. A veces he pensado…, he creído incluso que podría olvidar lo que pasó.

Erik se duerme de nuevo unos segundos, aunque oye sus palabras.

– Quizá sea mejor que nos separemos -murmura Simone.

– No ha pasado nada entre Daniella y yo.

– No importa -dice ella, cansada.

– ¿No? ¿No importa? ¿Quieres separarte por algo que sucedió hace diez años?

– ¿«Algo»?…

– Estaba borracho y…

– No quiero oírlo, ya lo sé todo, yo… ¡Joder! No quiero interpretar ese papel. No soy una persona celosa, pero soy leal y exijo lealtad a cambio.

– No he vuelto a engañarte, y jamás voy a…

– ¿Y por qué no me lo demuestras? -lo interrumpe ella-. Es lo que necesito.

– Tienes que confiar en mí -dice.

– Ya -suspira ella, y sale de la habitación con una almohada y un edredón.

Él respira pesadamente, sabe que debería seguirla, no rendirse sin más, debería traerla de vuelta a la cama o tumbarse en el suelo junto al sofá cama del cuarto de invitados, pero el sueño es ahora mismo mucho más fuerte. Ya no tiene fuerzas suficientes para resistirse. Se hunde en la cama, siente la dopamina de las pastillas desplazarse por su cuerpo, el placentero relax que se extiende por su rostro, los dedos de los pies y las puntas de los dedos de las manos. El sueño pesado, químico, envuelve su conciencia como una nube harinosa.