– Maja, ¿estás coqueteando conmigo?
Se rió y sus hoyuelos se hicieron más profundos.
– Mi padre siempre decía que había nacido así. Una coqueta sin remedio.
Advertí que no sabía nada de ella, y que ella evidentemente había profundizado en todo lo que yo había hecho.
– ¿Tu padre también era médico? -pregunté.
Asintió.
– El profesor Jan E. Swartling.
– ¿El neurocirujano? -pregunté, admirado.
– O como sea que se llame cuando alguien revuelve el cerebro de otra persona -dijo amargamente.
Ésa fue la primera vez que la sonrisa se desvaneció de su rostro.
Mientras comíamos, empecé a sentirme cada vez más tenso por la situación. Bebí muy de prisa y pedí más vino. Era como si la mirada del personal, la obvia suposición de que éramos una pareja, me hubiera puesto nervioso e intranquilo. Me emborraché, ni siquiera miré el recibo de la cuenta antes de firmarlo. Sólo lo estrujé y fallé al arrojarlo a la papelera del guardarropa. Ya en la calle, en la tibia noche primaveral, estaba decidido a volver a casa, pero Maja señaló una puerta y preguntó si quería subir, sólo para ver su apartamento y tomar una taza de té.
– Maja -dije-, eres incorregible. Tu padre tiene toda la razón.
Ella rió disimuladamente y entrelazó su brazo con el mío.
Subimos en el ascensor muy cerca el uno del otro. Yo no podía dejar de mirar sus labios carnosos y sonrientes, los clientes blancos como perlas, la alta frente y el pelo negro y reluciente.
Maja se percató de ello y me acarició la mejilla con cautela. Me incliné hacia adelante y estuve a punto de besarla, pero me contuve cuando el ascensor se detuvo con una sacudida.
– Ven -susurró abriendo la puerta.
Su apartamento era diminuto, pero muy agradable. Las paredes estaban pintadas de un suave color celeste y de la única ventana colgaban unas cortinas blancas de lino. El rincón de la cocina era fresco, con el suelo de cerámica blanca y una pequeña y moderna estufa de gas. Maja entró en ella y oí que descorchaba una botella de vino.
– Pensé que íbamos a tomar té -dije cuando salió con la botella y un par de vasos.
– Esto es mejor para el corazón -dijo.
– En ese caso, vale -contesté, y derramé vino sobre mi mano al coger un vaso.
Ella me secó con la ayuda de un paño de cocina, se sentó en la estrecha cama y se reclinó.
– Bonito apartamento -dije.
– Es extraño que estés aquí. -Sonrió-. Te he admirado durante tanto tiempo y…
De repente se puso en pie.
– Debo hacerte una fotografía -exclamó con una risa ahogada-. ¡El gran médico, aquí, en mi casa!
Fue a buscar su cámara y se concentró.
– Ponte serio -dijo mirando por el visor.
Me fotografió entre risas, me desafió a hacer poses, bromeó diciendo que estaba muy sexy y luego me pidió que pusiera morros.
– Increíblemente sensual -rió con soltura.
– ¿Saldré en la portada de Vogue?
– Eso si no me escogen a mí -dijo dándome la cámara.
Me puse de pie y sentí que me tambaleaba. Miré por el visor y vi que Maja se había echado sobre la cama.
– Tú ganas -dije sacándole una fotografía.
– Mi hermano siempre me llamaba «cerdita» -dijo-. ¿Piensas que estoy gorda?
– Eres increíblemente hermosa -murmuré mientras la observaba sentarse y quitarse el jersey por encima de la cabeza.
Un sujetador de seda verde claro ocultaba su prominente pecho.
– Hazme una foto así -susurró desabrochándose el sostén.
Se sonrojó ostensiblemente y sonrió. Ajusté el visor y vi sus ojos oscuros y brillantes, los labios sonrientes, sus pechos jóvenes y generosos de pezones rosados.
La fotografié mientras posaba y me hacía señas para que me aproximara a ella.
– Tomaré un primer plano -murmuré sentándome de rodillas y sintiendo cómo el deseo latía en mi interior y tiraba de mí.
Se agarró un seno con la mano y el flash de la cámara centelleó. Luego me susurró que me acercara. Yo tenía una fuerte erección, sentía dolor y tirantez en la entrepierna. Bajé la cámara, me incliné hacia adelante y tomé uno de sus pechos con la boca al tiempo que ella lo presionaba contra mi cara y yo comenzaba a lamer el pezón erecto.
– Dios mío -suspiró-. Es maravilloso.
Su piel estaba ardiente, humeante. Se desabrochó el pantalón vaquero, se lo bajó y se lo quitó de una sacudida. Me puse de pie. Pensé que no debía acostarme con ella, que no podía hacerlo, pero tomé la cámara y volví a fotografiarla. Sólo llevaba unas finas braguitas de un tono verde claro.
– Ven -suspiró.
Volví a mirarla por el visor. Me dirigió una amplia sonrisa y abrió las piernas justo frente a mí. El oscuro vello púbico se adivinaba a los costados de las braguitas.
– Hagámoslo.
– No puedo -contesté.
– Ya lo creo que puedes. -Sonrió.
– Maja, eres peligrosa. Eres muy peligrosa -dije dejando la cámara.
– Sé que soy traviesa.
– Pero estoy casado, ¿entiendes?
– ¿No crees que soy hermosa?
– Eres increíblemente hermosa, Maja.
– ¿Más que tu esposa?
– Ya basta.
– Pero te excito -suspiró, rió y luego se quedó seria.
Asentí echándome hacia atrás y la vi sonreír satisfecha.
– ¿Puedo seguir haciéndote las entrevistas?
– Por supuesto -respondí, y luego me dirigí hacia la puerta.
La vi lanzarme un beso y se lo devolví. Abandoné el apartamento, me apresuré a bajar a la calle y cogí mi bicicleta.
Por la noche soñé que contemplaba un bajorrelieve que representaba a tres ninfas. Me desperté al decir algo en voz alta, tan alta que oí mi propio eco en el cuarto vacío y oscuro. Simone había llegado a casa mientras yo dormía y se movió dormida junto a mí. Estaba sudado y el alcohol aún corría por mi sangre. El camión de la basura pasó tronando y centelleando en la calle frente a nuestra puerta. La casa estaba en silencio. Me tomé una pastilla e intenté dejar de pensar, pero comprendí lo que había ocurrido unas horas antes esa noche. Había fotografiado a Maja Swartling casi desnuda. Había sacado fotografías de su pecho, de sus piernas, de sus bragas verde claro. Pero no nos habíamos acostado juntos, me repetí para mis adentros. No había pensado siquiera en hacerlo, no quería. Había traspasado los límites pero no había traicionado a Simone. Ahora estaba bien despierto. Glacialmente despierto. ¿Qué me ocurría? ¿Cómo era posible que Maja me hubiera convencido para que la fotografiase desnuda? Era hermosa y seductora. Me había sentido halagado por ella. ¿Eso era todo cuanto necesitaba? Sorprendido, entendía que había encontrado un punto débil en mí mismo: era vanidoso. No había nada por lo que pudiera asegurar que estaba enamorado de ella. Tan sólo me sentía bien en su compañía a causa de mi vanidad.
Me di media vuelta en la cama y me cubrí la cabeza con la manta. Un momento después volvía a dormir profundamente.
Charlotte no acudió a la sesión esa semana, lo que me hizo ir mal, ya que ese mismo día quería hacer un seguimiento del resultado. Marek se encontraba en un profundo descanso hipnótico. Estaba hundido en la silla, con el jersey ceñido en torno a los brazos fuertes y trabajados y los hiperdesarrollados músculos de la espalda. Llevaba la cabeza afeitada y la tenía cubierta de cicatrices. Masticaba lentamente. Alzó la cabeza y me dirigió una mirada vacía.
– No puedo dejar de reír -dijo en voz alta- porque las descargas eléctricas hacen saltar al chico de Mostar como en los dibujos animados.
Marek balanceaba la cabeza mientras hablaba, parecía contento.
– El chico yace sobre el suelo de hormigón, oscurecido por la sangre. Respira agitadamente, se arrastra y rompe a llorar. ¡Maldición! Le grito que se ponga de pie, que lo mataré si no lo hace. Que le meteré el maldito cuchillo por el trasero.