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– Estabas relajada, también da resultado -repuse.

– No, no ha salido bien, porque no estaba pensando lo que decía. Dije distintas cosas. No significaban nada, sólo eran fantasías.

– ¿No existe de verdad el club de canotaje?

– No -contestó ásperamente.

– ¿El suave sendero?

– Lo inventé -dijo encogiéndose de hombros.

Era evidente que estaba molesta por haber sido hipnotizada, por haber descrito aquello que le había sucedido de verdad. Eva Blau era una persona que de ningún otro modo contaría algo de sí misma que tuviera que ver con la realidad.

Marek escupió en silencio en su palma cuando notó que Pierre lo miraba. Éste se ruborizó y rápidamente desvió la mirada.

– Nunca le he hecho nada malo a un niño -continuó Eva en voz más alta-. Soy buena, soy una buena persona y les gusto a todos los niños. De hecho, me encantaría trabajar de canguro. Ayer estuve en tu casa, Lydia, pero no me atreví a llamar a la puerta.

– No lo hagas -replicó ella en voz baja.

– ¿Qué?

– No vayas a mi casa.

– Puedes confiar en mí -continuó Eva-. Charlotte y yo ya somos muy buenas amigas. Ella me hace la comida y recojo flores para que las ponga en un jarrón sobre la mesa.

Sus labios se tensaron nuevamente cuando se volvió hacia Lydia:

– Le he comprado un regalo a tu hijo Kasper. Es sólo algo pequeño, un gracioso ventilador que parece un helicóptero. Uno puede echarse aire con la hélice.

– Eva -dijo Lydia en tono sombrío.

– No es nada peligroso, no puede lastimarse con él, te lo prometo.

– No vayas a mi casa, ¿me oyes?

– Hoy no, no puedo: iré a casa de Marek, creo que necesita compañía.

– Eva, ya has oído lo que he dicho -espetó Lydia.

– De todos modos, no tengo tiempo esta noche. -Sonrió.

Lydia la observó con el rostro pálido y tenso. Se puso en pie precipitadamente y abandonó la sala. Eva se quedó sentada donde estaba, mirándola.

Simone aún no había llegado cuando me indicaron cuál era nuestra mesa. Apoyada en un vaso había una tarjeta con nuestros nombres. Me senté y pensé pedir un trago antes de que ella llegara. Eran las siete y diez. Yo mismo había reservado mesa en el restaurante KB de Smälandsgatan. Ese día era mi cumpleaños y estaba contento, puesto que rara vez teníamos ocasión de salir en esa época. Simone estaba ocupada con su proyecto en la galería y yo lo estaba con mi investigación. Cuando podíamos pasar una noche juntos, a menudo elegíamos quedarnos con Benjamín en casa, viendo una película o jugando a un videojuego sentados en el sofá.

Dejé vagar la mirada por las imágenes disonantes en la pared: hombres delgados con una sonrisa misteriosa y mujeres exuberantes. La pintura mural se había realizado una noche después de la reunión del club de artistas en la planta superior, y en ella habían colaborado Grünewald, Chatam, Högfeldt, Werkmäster y el resto de los grandes modernistas. Probablemente Simone supiera al detalle cómo había surgido todo, y reí para mis adentros al pensar en el discurso que me soltaría acerca del modo en que esos hombres célebres habían presionado para dejar fuera del proyecto a sus colegas femeninas.

Pasaban veinte minutos de las siete cuando me trajeron un martini con vodka, un chorrito de Noilly Prat y un largo tirabuzón de cáscara de lima. Decidí esperar antes de llamar a Simone y traté de no sentirme irritado.

Saboreé el trago y al cabo de un rato noté que me estaba poniendo nervioso. Cogí el teléfono, marqué a regañadientes el número de Simone y aguardé.

– Simone Bark.

Sonó distraída y un eco hizo reverberar su voz.

– Sixan, soy yo. ¿Dónde estás?

– ¿Erik? Estoy en el local. Estamos pintando y…

Se hizo un silencio en el auricular. Luego oí cómo Simone dejaba escapar un fuerte quejido.

– Oh, no. No. Tienes que perdonarme, Erik. Lo había olvidado por completo. He tenido tantas cosas que hacer a lo largo del día… El fontanero, el electricista, y…

– Entonces, ¿sigues en el local?

No pude ocultar la decepción en mi voz.

– Sí, llevo retraso con el yeso y el color de la pintura…

– íbamos a cenar juntos -repuse débilmente.

– Lo sé, Erik. Perdóname, lo había olvidado…

– De todos modos, nos han dado una buena mesa -agregué en un tono sarcástico.

– No tiene sentido que me esperes -suspiró.

A pesar de que percibía la tristeza en su voz, no podía evitar sentirme enojado por la situación.

– Erik -susurró en el auricular-, lo siento.

– Está bien -dije, y colgué.

No valía la pena ir a ninguna parte. Tenía apetito y estaba en un restaurante. Rápidamente hice señas al camarero y pedí un plato de arenque con cerveza como entrante, pechuga de pato frito con cochinillo en dados y zumo de naranja regado con un burdeos como plato principal y, para terminar, gruyer Alpage con miel.

– Puede llevarse el otro cubierto -le dije al camarero, que me dirigió una mirada compasiva cuando escanció la cerveza checa en mi vaso y sirvió el arenque y unas galletas de pan.

Deseé haber llevado al menos mi bloc de notas para aprovechar el tiempo mientras comía.

De repente sonó el teléfono en el bolsillo interior de mi chaqueta, y la fantasía de que Simone me había gastado una broma y que en realidad estaba entrando por la puerta en ese momento apareció y se desvaneció como si fuera humo.

– Erik Maria Bark -dije, y oí lo monótona que había sonado mi voz.

– Hola, soy Maja Swartling.

– Hola, Maja -respondí secamente.

– Iba a preguntarte… Oh, cuánto bullicio se oye a tu alrededor. ¿Llamo en un mal momento?

– Estoy en KB -dije-. Es mi cumpleaños -agregué sin saber por qué.

– Felicidades, parece que sois muchos a la mesa.

– Estoy solo -repuse secamente.

– Erik… Lamento haber intentado seducirte. Estoy muy avergonzada -explicó en voz baja.

La oí aclararse la garganta al otro lado del auricular. Luego continuó en un tono de voz neutro:

– Iba a preguntarte si querías leer el informe de mi primera conversación contigo. Está listo y debo entregárselo en breve a mi tutor, pero si quieres echarle un vistazo antes que él…

– Por favor, déjalo en mi casilla -me apresuré a responder.

Nos despedimos y me serví lo que quedaba de cerveza en el vaso, la bebí y el camarero recogió la mesa para regresar casi de inmediato con la pechuga de pato y el vino tinto.

Comí sintiendo un doloroso vacío, demasiado consciente de la mecánica de la masticación y la salivación, del sonido de los cubiertos al tocar el plato. Bebí el tercer vaso de vino y dejé que las personas en la pintura de la pared se transformaran en mi grupo de pacientes. La dama exuberante que se recogía agradablemente el pelo oscuro en la nuca para que sus pechos henchidos se elevaran era Sibel. El hombre apuesto y ansioso vestido con traje era Pierre. Jussi permanecía oculto detrás de una extraña forma gris y Charlotte estaba elegantemente vestida, sentada a una mesa redonda con la espalda erguida junto a Marek, que llevaba mi traje pueril.

No sé cuánto tiempo había permanecido sentado mirando fijamente las imágenes en la pared cuando de repente oí una voz jadeante detrás de mí:

– ¡Gracias a Dios que sigues aquí!

Era Maja Swartling.

Sonrió con ganas y me dio un abrazo que yo le devolví con rigidez.

– Feliz cumpleaños, Erik.

Sentí el aroma a limpio de su espeso cabello negro y una suave fragancia a jazmines que se escondía en alguna parte de su nuca.

Ella señaló la silla frente a mí.

– ¿Puedo?

Pensé que debía rechazarla y explicarle a Maja que me había prometido a mí mismo no volver a encontrarme con ella, que debería haberlo pensado mejor antes de ir al restaurante a verme. Sin embargo dudé, porque a pesar de todo tuve que reconocer que me había alegrado tener compañía.