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Permaneció de pie junto a la silla esperando una respuesta.

– Me resulta difícil negarte algo -dije, y de inmediato me percaté de la ambigüedad de la frase-. Me refiero a…

Se sentó, llamó al camarero con una seña y pidió una copa de vino. Luego me miró con perspicacia y depositó una caja frente a mi plato.

– Sólo es una pequeñez -aclaró, y una vez más sus mejillas se tiñeron de rojo.

– ¿Un regalo?

Se encogió de hombros.

– Es sólo algo simbólico… No sabía que fuera tu cumpleaños hasta hace veinte minutos.

Abrí la caja y para mi sorpresa descubrí algo que parecían unos prismáticos en miniatura.

– Es un prisma anatómico -explicó ella-. Lo inventó mi bisabuelo. Incluso creo que obtuvo el Premio Nobel…, no por el prisma, desde luego. Era la época en la que el premio sólo se adjudicaba a suecos y noruegos -agregó excusándose.

– Un prisma anatómico -repetí sorprendido.

– Es un objeto encantador, bastante antiguo. Como obsequio es una tontería, lo sé…

– No digas eso, es…

La miré a los ojos y vi lo hermosa que era.

– Ha sido muy amable de tu parte, Maja. Muchas gracias.

Volví a dejar con cuidado el prisma anatómico en la caja y me lo metí en el bolsillo.

– Mi copa ya está vacía -dijo sorprendida-. ¿Pedimos una botella?

Ya era tarde cuando decidimos continuar en Riche, que quedaba muy cerca del Teatro de Arte Dramático. Estuvimos a punto de caernos al suelo cuando nos disponíamos a dejar el abrigo en el guardarropa. Maja se apoyó en mí y yo calculé mal la distancia hasta la pared. Cuando recuperamos el equilibrio y nos encontramos con el rostro sombrío y severo del encargado del guardarropa, Maja soltó una carcajada y me vi obligado a conducirla hasta un rincón del local.

El lugar era estrecho y hacía calor. Los dos pedimos un gin-tonic. Estábamos muy cerca el uno del otro intentando hablar y de repente comenzamos a besarnos con vehemencia. Sentí que su cabeza golpeaba contra la pared cuando me apreté contra ella. La música era ensordecedora. Maja me habló al oído y repitió que debíamos ir a su casa.

Nos apresuramos a salir del local y subimos a un taxi.

– Vamos a la calle Roslagsgatan -balbuceó-. Roslagsgatan, 17.

El chófer asintió y tomó el carril para taxis de la calle Birger Jarlsgatan. Debían de ser sobre las dos de la madrugada y el cielo se había aclarado. Las casas que centelleaban a los costados eran de un gris pálido como las sombras. Maja reclinó su cabeza en mi hombro y pensé que quería dormir, pero de pronto sentí su mano en la entrepierna. De inmediato tuve una erección, ella murmuró «Huy» y luego rió suavemente contra mi cuello.

No estoy muy seguro de cómo llegamos a su apartamento. Recuerdo que estaba de pie en el ascensor lamiendo su cara. Noté un sabor salado, a lápiz de labios y maquillaje, y vislumbré mi rostro ebrio en el veteado espejo del ascensor.

Maja se quedó de pie en el vestíbulo, arrojó su chaqueta al suelo y se quitó los zapatos de una sacudida. Me arrastró hasta la cama, me ayudó a desvestirme y luego se quitó el vestido y las bragas blancas.

– Ven -suspiró-. Quiero sentirte dentro de mí.

Me tumbé pesadamente entre sus muslos, sentí que estaba muy húmeda y me sumergí en la calidez de su abrazo fuerte y amplio. Ella gimió en mi oído, me agarró la espalda y arqueó suavemente las caderas hacia arriba.

Hicimos el amor ebrios y abandonados. Conforme avanzaba el tiempo iba sintiéndome más y más extraño conmigo mismo, más solo y mudo. El orgasmo estaba próximo, pensé que debía retirarme, pero en vez de hacerlo me dejé ir en un desenlace rápido y espasmódico. Maja respiraba con vehemencia. Yo permanecí tumbado jadeando unos segundos y luego me deslicé fuera de ella. Mi corazón aún latía acelerado. Vi que los labios de ella se separaban formando una extraña sonrisa que me puso de mal humor.

Me sentía mal. No entendía lo que había ocurrido, qué era lo que estaba haciendo allí. Me senté en la cama junto a ella.

– ¿Qué sucede? -preguntó acariciándome la espalda.

Le aparté la mano.

– Basta -dije con sequedad.

Mi corazón latía angustiado.

– ¿Erik? Creía…

Parecía afligida. Sentí que no podía mirarla a los ojos, estaba enojado con ella. Obviamente, lo que había ocurrido había sido culpa mía, pero nunca habría sucedido si ella no hubiera sido tan insistente.

– Sólo estamos cansados y borrachos -murmuró.

– Debo marcharme -dije con voz sofocada.

Recogí mi ropa y fui tambaleándome hasta el baño. Era muy pequeño y estaba repleto de cremas, cepillos y toallas. De un gancho colgaba un salto de cama lleno de pelusas y una maquinilla de afeitar de color rosa. No me atreví a mirar mi rostro en el espejo cuando me lavé en la pila con un jabón azul con forma de flor. Luego me vestí temblando mientras mis codos golpeaban una y otra vez contra la pared.

Cuando salí, ella estaba de pie, esperándome. Se había envuelto con la sábana y parecía muy joven e intranquila.

– ¿Estás enfadado conmigo? -preguntó, y vi que sus labios temblaban como si estuviera a punto de llorar.

– Estoy enfadado conmigo mismo, Maja. Nunca debería haberlo hecho, nunca…

– Pero yo quería que sucediera, Erik. Estoy enamorada de ti, ¿no te das cuenta?

Intentó sonreír pero sus ojos se llenaron de lágrimas.

– Ahora no puedes tratarme como si fuera basura -murmuró alargando el brazo para atraerme hacia sí.

Me aparté y dije que había sido un error, en un tono que sonó a rechazo más de lo que pretendía.

Ella asintió y bajó la mirada. Su frente estaba arrugada y triste. No me despedí. Sólo salí del apartamento y cerré la puerta detrás de mí.

Recorrí a pie el camino hasta el Karolinska. Quizá lograría que Simone creyera que necesitaba estar solo y me había quedado a dormir en mi despacho.

A la mañana siguiente tomé un taxi a casa, en Järfälla, desde el hospital. Sentía que me dolía todo el cuerpo, una apagada repugnancia por el alcohol que había ingerido, repulsión por toda la conversación banal que había salido de mí. No podía ser cierto que hubiera traicionado a Simone, no podía ser verdad. Maja era hermosa y divertida, pero no me interesaba en absoluto. ¿Cómo era posible que me hubiera dejado seducir hasta acabar en la cama con ella?

No sabía cómo explicarle todo eso a Simone, pero lo cierto era que debía hacerlo. Había cometido un error, era algo que le ocurría a mucha gente, pero era posible ser perdonado si uno se explicaba.

Pensé que yo nunca dejaría ir a Simone. Me sentiría herido si ella me traicionara, pero la perdonaría. Nunca la abandonaría por algo así.

Simone estaba de pie en la cocina sirviéndose una taza de café cuando entré. Llevaba puesto su salto de cama de seda rosa pálido. Lo habíamos comprado en China cuando Benjamín sólo tenía un año y ambos me habían acompañado a una conferencia.

– ¿Quieres? -preguntó.

– Sí, gracias.

– Erik, siento muchísimo haber olvidado tu cumpleaños.

– He dormido en el hospital -repuse, y sentí que la mentira debía de resultar evidente en mi voz.

Su pelo cobrizo cayó sobre su rostro y sus pecas de color claro resplandecieron suavemente. Sin decir una palabra se dirigió al dormitorio y regresó con un paquete. Yo rasgué el papel con entusiasmo burlón.

Era una caja de discos compactos del saxofonista de be-bop Charlie Parker que contenía todas las grabaciones de su segunda visita a Suecia: dos de ellas en la Sala de Conciertos de Estocolmo; dos en la de Gotemburgo; un concierto en el Amiralen de Malmo y una posterior jam session en la Asociación Académica; las grabaciones en el parque público de Helsingborg, en el centro deportivo de Jönköping y en el parque público de Gavie y, por último, en el club de jazz Nalen de Estocolmo.