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– ¿Qué haces ahora?

Jussi respiraba pesadamente, haciendo largas pausas entre cada inhalación.

– No puedo regresar a casa ahora -respondió finalmente-, así que voy hacia el coche, dejo el fusil en el asiento trasero y cojo la pala.

– ¿Qué vas a hacer con la pala?

Hizo una larga pausa, como si reflexionara sobre mi pregunta. Luego contestó en voz baja:

– Enterrar al animal.

– ¿Qué haces luego? -pregunté.

– Cuando termino, ya ha oscurecido. Voy hacia el coche y bebo café con el vaso del termo.

– ¿Qué haces al llegar a casa?

– Me quito el abrigo en la recocina.

– ¿Y luego?

– Me siento en el banco frente al televisor. El fusil está en el suelo. Está cargado, pero a varios pasos de mí, frente a la mecedora.

– ¿Qué haces, Jussi? ¿No hay nadie en casa?

– Gunilla se mudó el año pasado. Papá murió hace quince años. Estoy solo con la mecedora y el fusil.

– Estás sentado en el banco frente al televisor -dije.

– Sí.

– ¿Ocurre algo ahora?

– Se ha vuelto hacia mí.

– ¿Quién? -pregunté.

– El fusil.

– ¿El mismo que estaba en el suelo?

Él asintió y esperó al tiempo que sus labios se tensaban.

– La mecedora cruje -dijo-. Cruje pero me deja en paz por esta vez.

De repente, el rostro pesado de Jussi volvió a suavizarse, pero su mirada aún era brillante, distante y volcada hacia adentro.

Era hora de hacer una pausa. Los hice salir del trance e intercambié unas palabras con cada uno de ellos. Jussi murmuró algo sobre una araña y luego se unió a los demás. Fui al baño. Sibel desapareció para ir a fumar y Jussi caminó hasta la ventana, como era habitual en el. Cuando regresé, Lydia había sacado un bote de galletas de azafrán y estaba ofreciéndoles a los demás.

– Son ecológicas -dijo haciéndole un gesto a Marek para que cogiera unas cuantas.

Charlotte sonrió y comió una miga que había en un borde.

– ¿Las has hecho tú misma? -preguntó Jussi con una inesperada sonrisa que imprimió un hermoso brillo a su pesado rostro.

– Yo no tengo tiempo. -Sonrió Lydia al tiempo que negaba con la cabeza-. Ayer mismo terminé en medio de una pelea en el parque infantil.

Sibel rió tontamente y comió su galleta de un par de bocados.

– Fue por Kasper. Fuimos al parque como de costumbre, y una vez allí, se me acercó una mujer y me dijo que Kasper había golpeado a su hija en toda la espalda con una pala.

– Joder -murmuró Marek.

– Me quedé patidifusa cuando lo oí -dijo Lydia.

– ¿Qué se hace en una situación como ésa? -preguntó Charlotte, condescendiente.

Marek cogió otra galleta y escuchó a Lydia con una expresión que hizo que me preguntara si estaría enamorado de ella.

– No lo sé. Le dije a la mujer que me parecía terrible lo que me estaba contando. Yo estaba verdaderamente consternada, pero ella repuso que no había sido para tanto, que creía que había sido tan sólo un accidente.

– Por supuesto -convino Charlotte-. ¡Los niños pueden llegar a ser tan salvajes a veces!

– No obstante, le prometí que hablaría con Kasper, que me haría cargo del asunto -continuó Lydia.

– Bien -asintió Jussi.

– La mujer me dijo que Kasper era un chico muy guapo. -Sonrió Lydia.

Me senté a hojear mi cuaderno de notas. Estaba deseoso de volver a empezar con el hipnotismo cuanto antes. De nuevo era el turno de Lydia.

Mi mirada se cruzó con la suya y ella me sonrió con precaución. Todos estaban en silencio, expectantes, cuando comencé el trabajo. La sala vibraba con nuestra respiración. Un oscuro silencio, cada vez más denso, acompañaba los latidos de nuestros corazones. Nos sumergíamos con cada exhalación. Después de la inducción, mis palabras los condujeron hacia las profundidades y, tras un momento, me dirigí a Lydia:

– Desciendes cada vez más, sumergiéndote con cuidado. Estás relajada, sientes los brazos pesados, las piernas y los párpados también. Respiras lentamente y escuchas mis palabras sin cuestionarlas. Mis palabras te rodean, te sientes segura y acompañada. Lydia, en este momento te encuentras junto a aquello en lo que no quieres pensar. Aquello de lo que nunca hablas, aquello que evitas. Aquello que siempre permanece oculto a un lado de la cálida luz.

– Sí -contestó ella con un suspiro.

– Ahora estás allí -dije.

– Estoy muy cerca.

– ¿Dónde estás en este momento? ¿Dónde te encuentras?

– En casa.

– ¿Qué edad tienes?

– Treinta y siete.

La observé. Los reflejos de luz recorrían la frente alta y lisa, la pequeña boca delicada y la tez de una blancura casi enfermiza. Sabía que había cumplido treinta y siete años dos semanas antes. No había retrocedido mucho en el tiempo como los demás, sino solamente algunos días.

– ¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que no marcha bien? -pregunté.

– El teléfono…

– ¿Qué ocurre con el teléfono?

– Suena el teléfono, suena otra vez. Levanto el auricular y en seguida vuelvo a dejarlo.

– Puedes tranquilizarte, Lydia.

Se la veía cansada, quizá preocupada.

– La comida se enfriará -dijo-. He preparado hortalizas con leche agria y sopa de judías y he horneado pan. Me disponía a comer mientras veía la televisión, pero por lo visto no va a poder ser…

Su mentón tembló un instante y luego pareció calmarse.

– Aguardo un momento y miro hacia la calle a través de las persianas. Fuera no hay nadie, no se oye nada. Me siento a la mesa de la cocina y como un poco de pan caliente con manteca, pero lo cierto es que no tengo apetito. Vuelvo a mirar en dirección a la sala del sótano. Como de costumbre, hace frío allí abajo. Me siento en el viejo sofá de cuero y cierro los ojos. Tengo que reponerme, debo reunir fuerzas.

Lydia guardó silencio. Jirones de algas cayeron y se agitaron entre nosotros.

– ¿Por qué debes reunir fuerzas? -pregunté.

– Para soportar… para soportar ponerme de pie, pasar frente a la lámpara roja de papel de arroz con caracteres chinos y la bandeja con velas aromáticas y piedras pulidas. Los tablones del suelo ceden y crujen bajo la alfombra de plástico…

– ¿Hay alguien ahí? -le pregunté en voz baja, pero me arrepentí de inmediato.

– Cojo la vara, presiono la protuberancia que forma la alfombra para poder abrir la puerta, inspiro profundamente, entro y enciendo la lámpara. Kasper parpadea por la luz pero permanece acostado. Ha orinado en el cubo y el olor es fuerte. Lleva puesto el pijama celeste. Respira aguadamente. Lo toco con la vara a través de la reja. Él se queja, se mueve un poco y se sienta en la jaula. Le pregunto si ya se ha corregido y él asiente vigorosamente con la cabeza. Empujo hacia adentro su plato de comida. Los pedazos de bacalao han encogido y se ven ennegrecidos. Él se acerca arrastrándose y come. Yo me alegro y estoy a punto de decir que me gusta mucho que nos entendamos cuando vomita sobre el colchón.

El rostro de Lydia se tensó con una mueca de tormento.

– Yo creía que…

Sus labios estaban tensos, las comisuras descendieron.

– Pensé que estábamos listos, pero…

Sacudió la cabeza.

– No lo entiendo…

Se humedeció los labios.

– ¿Entiendes cómo me hace sentir eso? ¿Lo entiendes? Él dice que lo lamenta. Yo repito que mañana es domingo, me golpeo en el rostro y le grito que me mire.

Charlotte contempló a Lydia a través del agua con ojos temerosos.

– Lydia -dije-, ahora abandonarás el sótano sin estar asustada ni enojada. Puedes sentirte tranquila por completo. Lentamente te conduciré fuera del trance profundo, hacia la superficie y la claridad, y hablaremos de lo que acabas de contar, sólo tú y yo, antes de que despierte a los demás.