Выбрать главу

Ella gruñó cansada, en voz baja.

– Lydia, ¿me escuchas?

Asintió.

– Voy a contar en orden descendente y, cuando llegue al número uno, abrirás los ojos y estarás totalmente despierta y consciente. Diez, nueve, ocho, siete… Asciendes suavemente hacia la superficie, totalmente relajada, con una agradable sensación recorriendo tu cuerpo. Seis, cinco, cuatro… Pronto abrirás los ojos, pero seguirás sentada en la silla. Tres, dos, uno… Ahora abre los ojos, estás completamente despierta.

Nuestras miradas se encontraron. El rostro de Lydia se había cubierto de un halo marchito. Eso era algo con lo que no había contado. Todavía estaba petrificado por lo que acababa de oír. Al sopesar la ley de confidencialidad contra el deber de informar acerca de hechos ofensivos, resultaba evidente que se trataba de un caso en el que ya no regía el secreto profesional, pues había una tercera persona que corría un evidente peligro.

– Lydia -dije-, ¿entiendes que debo informar a los servicios sociales?

– ¿Por qué?

– Estoy obligado a hacerlo después de lo que acabas de contar.

– ¿Por qué?

– ¿No lo entiendes?

Los labios de Lydia se retrajeron.

– Yo no he dicho nada.

– Has descrito cómo…

– Cierra la boca -me interrumpió-. Tú no me conoces, no tienes nada que ver conmigo. No tienes derecho a inmiscuirte en lo que hago en la intimidad de mi propio hogar.

– Sospecho que tu hijo…

– ¡Te he dicho que cierres la boca! -gritó, y abandonó la habitación.

Aparqué junto al alto seto de abetos situado a cien metros de la gran casa de madera de Lydia en Tennisvägen, en Rotebro. La asistente social había accedido ante mi solicitud de acompañarla a la primera visita domiciliaria. En un principio habían recogido mi denuncia con cierta renuencia, pero naturalmente estaban obligados a abrir una investigación.

Un Toyota rojo pasó frente a mí y se detuvo junto a la casa. Salí del coche, caminé hacia la mujer fornida y de baja estatura y la saludé.

Del buzón sobresalían los folletos publicitarios de un par de tiendas: Cías Ohlson y Elgiganten; estaban húmedos. La verja de baja altura estaba abierta. Recorrimos el sendero en dirección a la casa. Noté que no había juguetes en el descuidado jardín. Ningún cajón de arena, ningún columpio colgando del viejo manzano, ninguna bicicleta con ruedas auxiliares en la vía de acceso. Las persianas de todas las ventanas estaban bajadas. Plantas ornamentales secas colgaban de las jardineras. Una tosca escalera de piedra conducía hacia la puerta de entrada. Me pareció intuir un movimiento tras el cristal opaco de color amarillo. La asistente social llamó al timbre. Esperamos pero no ocurrió nada. Ella bostezó y miró su reloj, volvió a llamar y luego tanteó la manija. El cerrojo no estaba echado, abrió la puerta y atisbamos un pequeño vestíbulo.

– ¡Hola! -llamó la asistente social-. ¿Lydia?

Entramos, nos quitamos los zapatos y cruzamos una puerta que daba a un pasillo con papel pintado de color rosa en las paredes y cuadros de personas meditando con fuertes halos de luz en torno a la cabeza. Había un teléfono rosa en el suelo junto a una mesita.

– ¿Lydia?

Abrí una puerta y vi una escalera estrecha que descendía hacia el sótano.

– Es ahí abajo -dije.

La asistente social me siguió escaleras abajo hacia la sala del sótano, donde había un viejo sofá de cuero y una mesa cuyo tablero estaba recubierto de azulejos de color castaño. En una bandeja se veían algunas velas aromáticas entre piedras pulidas y trozos de cristal. Una lámpara de papel de arroz de un rojo subido con caracteres chinos colgaba del techo.

Con el corazón galopando en el pecho, traté de abrir la puerta que daba a la otra habitación pero se atascó al toparse con un bulto en la alfombra de plástico. Aplasté la protuberancia con el pie y entré, pero en el interior no había ninguna jaula. En su lugar, en el medio de la habitación, vi en el suelo una bicicleta del revés a la que le faltaba la rueda delantera. Junto a una caja azul de plástico rígido había un kit de reparaciones: parches de goma, pegamento y llaves tubulares. Uno de los brillantes ganchos estaba ubicado bajo el borde de la cubierta y tensado en dirección de los radios. De repente se oyó un golpe en el techo y comprendimos que alguien estaba caminando por el cuarto de arriba. Sin intercambiar una palabra, nos apresuramos a subir la escalera. La puerta que daba a la cocina estaba entornada. Vi que había un cuchillo para el pan y migas en el suelo amarillo de linóleo.

– ¿Hola? -llamó la asistente social.

Entré y vi que la puerta del frigorífico estaba abierta. Bajo la pálida luz de la lámpara estaba Lydia, con la mirada afligida. Fue sólo después de algunos segundos que descubrí que sostenía un cuchillo en la mano. Era un largo cuchillo dentado para el pan. Su brazo colgaba laxo a un costado, la hoja del cuchillo oscilando temblorosa junto a su muslo.

– No puedes estar aquí -murmuró mirándome de pronto.

– De acuerdo -dije retrocediendo hacia la puerta.

– ¿Nos sentamos a hablar un momento? -sugirió la asistente social con voz neutra.

Abrí la puerta del pasillo y vi que Lydia se acercaba lentamente.

– Erik -llamó.

Me dispuse a cerrar la puerta y observé que corría hacia mí. Atravesé el pasillo a la carrera en dirección al vestíbulo pero la puerta de entrada estaba cerrada con llave. Oí que Lydia se aproximaba a pasos rápidos al tiempo que profería un quejido animal. Tiré de otra puerta y entré trastabillando en una sala en la que había un televisor. Lydia abrió de un tirón y entró detrás de mí. Tropecé con un sillón y seguí en dirección a la puerta del balcón, pero me fue imposible mover la manija. Ella se abalanzó con el cuchillo hacia mí pero logré refugiarme a tiempo tras la mesa del comedor, después de lo cual comenzó a perseguirme alrededor.

– Todo es culpa tuya -me espetó.

La asistente social entró corriendo en la estancia jadeando con fuerza.

– Lydia -dijo severamente-. Deje de hacer estupideces.

– Todo es culpa suya -repitió ella.

– ¿A qué te refieres? -pregunté-. ¿Qué es culpa mía?

– Esto -contestó Lydia llevándose el cuchillo al cuello.

Me miró a los ojos mientras la sangre salpicaba su delantal y sus pies descalzos. Su boca tembló y soltó el cuchillo. Tanteó con una mano en busca de apoyo y entonces cayó al suelo, donde quedó sentada con las piernas encogidas hacia un lado, como una sirena.

Annika Lorentzon sonrió molesta. Rainer Milch alargó un brazo por encima de la mesa y se sirvió agua mineral Ramlösa con un áspero ruido a ácido carbónico. El botón de su puño centelleó en tonos azules y dorados.

– Entenderá por qué queríamos hablar con usted cuanto antes -dijo Peder Mälarstedt acomodándose la corbata.

Miré la carpeta que me tendieron. Allí figuraba que Lydia había presentado una denuncia en mi contra. Sostenía que yo la había empujado hacia el intento de suicidio al presionarla a reconocer como ciertos sucesos inventados. Me acusaba de haberla utilizado como un animal de laboratorio y de haber implantado recuerdos falsos en su mente a través de los trances hipnóticos, de haberla hostigado desde el principio de un modo cínico y desconsiderado frente a los demás hasta que acabó derrumbándose por completo.

Alcé la vista del documento.

– Esto es una broma, ¿no es así?

Annika Lorentzon apartó la mirada. Holstein tenía la boca abierta y su rostro estaba totalmente inexpresivo cuando dijo:

– Es su paciente. Las acusaciones que sostiene son muy graves.

– Sí, pero es evidente que no son ciertas -repuse, indignado-. No es posible implantar recuerdos durante el hipnotismo. Puedo transportarlos hasta un recuerdo, pero no recordar por ellos. Es como una puerta. Los conduzco hacia ella, pero yo no puedo ser quien la abra.