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Rainer Milch me miró con seriedad.

– La sola sospecha acabaría con toda su investigación, Erik. Así que debe entender la gravedad del asunto.

Sacudí la cabeza, irritado.

– Lo que esa mujer contó sobre su hijo me pareció tan grave que me vi obligado a informar a los servicios sociales. El hecho de que ella reaccionara de ese modo fue…

Ronny Johansson me interrumpió con brusquedad.

– Pero si aquí dice que ni siquiera tiene hijos -replicó golpeteando la carpeta con su largo dedo.

Resoplé con fuerza y Annika Lorentzon me dirigió una extraña mirada.

– Erik, no te beneficia en absoluto mostrarte arrogante en esta situación -recomendó en voz baja.

– En una situación en la que alguien miente acerca de todo, ¿no? -Sonreí enojado.

Ella se inclinó hacia adelante sobre la mesa.

– Erik -dijo lentamente-, Lydia nunca ha tenido hijos.

– ¿No tiene hijos?

– No.

Se hizo un silencio en la habitación.

Observé las burbujas del agua mineral ascender hacia la superficie.

– No lo entiendo, sigue viviendo en la casa de su niñez -intenté explicar lo más tranquilamente posible-. Todos los detalles coincidían, no puedo creer…

– No puede creerlo. Pero se equivocó usted -me interrumpió Milch.

– No pueden mentir de ese modo bajo hipnosis.

– Quizá no estuviera hipnotizada.

– Sí lo estaba. Lo noto, la expresión del rostro es distinta.

– Ahora eso ya no tiene importancia, el daño está hecho.

– Si no tiene hijos, no sé qué es lo que ha ocurrido -continué-. Quizá hablara sobre sí misma. Nunca me había encontrado con algo similar, pero quizá rememorara de ese modo un recuerdo de la infancia.

– Por supuesto que puede ser como tú dices -repuso Annika-, pero el hecho sigue siendo que tu paciente ha tenido un grave intento de suicidio que apunta directamente a ti. Te proponemos que te tomes unas vacaciones mientras investigamos este asunto.

Luego me sonrió débilmente.

– Se solucionará, Erik, estoy segura -añadió con suavidad-, pero en este momento debes hacerte a un lado hasta que lo hayamos aclarado todo. Simplemente no podemos permitirnos que los periódicos se regodeen en esto.

Pensé en mis otros pacientes. En Charlotte, Marek, Jussi, Sibel, Pierre y Eva. No podía dejarlos colgados, se sentirían traicionados, engañados.

– No puedo -dije en voz baja-. Yo no he hecho nada malo.

Annika me palmeó la mano:

– Se solucionará. Lydia Evers es evidentemente inestable y está confundida. Lo importante ahora es que actuemos siguiendo las reglas. Solicitarás la baja temporal de la actividad de terapia de hipnotismo mientras hacemos una evaluación interna de los hechos. Sé que eres un buen médico, Erik. Como te he dicho, estoy segura de que estarás de vuelta con tu grupo… -Se encogió de hombros-. Quizá dentro de medio año.

– ¿Medio año? -Me puse en pie indignado-. Tengo otros pacientes que confían en mí. No puedo abandonarlos de esta manera.

La suave sonrisa de Annika desapareció del mismo modo que se apaga una vela. Su rostro se contrajo y su voz sonó irritada cuando dijo:

– Tu paciente ha exigido que se suspendiera de inmediato tu actividad. Además, te ha denunciado a las autoridades. No es un asunto de poca monta para nosotros. Hemos invertido dinero en tu trabajo, y si se demuestra que tu investigación ha rebasado los límites, deberemos lomar medidas.

No supe qué contestar, sólo tenía ganas de reírme a carcajadas de todo.

– Esto es absurdo -fue lo único que logré decir.

Luego di media vuelta para marcharme de allí.

– Erik -me llamó Annika-. ¿No entiendes que ésta es una buena oportunidad?

Me detuve.

– No es posible que crean esa estupidez acerca de los recuerdos implantados.

Ella se encogió de hombros.

– Eso no es lo importante. Lo importante es que seguimos unas determinadas reglas. Solicita la baja de la actividad de terapia de hipnotismo, considéralo como una propuesta de conciliación. Puedes continuar con tu investigación y trabajar en paz. Sólo te estamos pidiendo que no practiques la terapia mientras realizamos la investigación.

– ¿Qué quiere decir? No puedo reconocer algo que no es cierto.

– No te estoy pidiendo eso.

– A mí me parece que sí. Si pido la baja parecerá que esté admitiendo que fue culpa mía.

– Di que solicitarás esa baja -ordenó con rigidez.

– Esto es una completa estupidez -repuse riendo, y abandoné la sala.

La tarde estaba avanzada y el sol centelleaba en los charcos de agua. Después de un breve chubasco, percibí el aroma del bosque, el olor a tierra mojada y de raíces sueltas mientras corría por la pista en torno al lago. Iba pensando en el comportamiento de Lydia. Todavía estaba convencido de que había dicho la verdad durante la hipnosis, pero no sabía de qué modo. ¿Cuál era la verdad que había dicho en realidad? Probablemente había descrito un recuerdo real y concreto, pero lo había ubicado en un tiempo equivocado. Durante la hipnosis resulta aún más obvio que el pasado no es pasado, repetí para mis adentros.

Llené mis pulmones con el frío y saludable aire preestival y apreté el paso en el último tramo hasta casa a través del bosque. Cuando llegué a nuestra calle, vi un gran coche negro aparcado junto al camino de acceso. Dos hombres aguardaban inquietos frente al vehículo. Uno se reflejaba en la brillante pintura del capó mientras fumaba un cigarrillo con rápidos movimientos. El otro tomaba fotografías de nuestra casa. Aún no me habían visto. Aminoré la velocidad y me estaba preguntando si podría dar media vuelta justo cuando me descubrieron. El hombre del cigarrillo lo tiró al suelo y lo apagó rápidamente con el pie. El otro dirigió bruscamente la cámara hacia mí. Yo aún estaba agitado cuando me acerqué a ellos.

– ¿Erik Maria Bark? -preguntó el que había estado fumando.

– ¿Qué quiere?

– Somos del periódico vespertino Expressen.

– ¿Expressen?

– Sí, querríamos hacerle algunas preguntas sobre sus pacientes…

Negué con la cabeza.

– No hablo de eso con extraños.

– Ya.

La mirada del hombre se deslizó por mi rostro arrebolado, mi suéter negro para correr, los pantalones anchos y la capucha. Oí toser al fotógrafo, que estaba detrás de él. Un pájaro surcó el aire sobre nosotros, su cuerpo dibujando un arco perfecto que se reflejó en el capó del coche. En el bosque, el cielo se cubría de nubes oscureciéndose. Quizá volviera a llover por la noche.

– Su paciente ha sido entrevistada en el diario de la mañana. Ha hecho acusaciones muy serias contra usted -declaró el periodista secamente.

Lo miré a los ojos. Tenía un rostro bastante simpático. De mediana edad, algo excedido de peso.

– Ahora tiene la oportunidad de defenderse -agregó en voz baja.

Las ventanas de nuestra casa estaban a oscuras. Seguramente Simone seguía en el centro, en la galería. Benjamín aún estaba en el parvulario.

Le sonreí al hombre y él dijo con sinceridad:

– De otro modo, su versión será impresa sin ser contradicha.

– Jamás me pronunciaré sobre un paciente -expliqué con lentitud.

Pasé junto a los dos hombres en dirección al camino de acceso, crucé la puerta de entrada y luego permanecí de pie en el vestíbulo mientras oía cómo se alejaban en el coche.

El teléfono sonó a las seis y media de la mañana siguiente. Era Annika Lorentzon, la directora del hospital Karolinska.

– Erik, Erik -dijo con voz tensa-. ¿Has leído el periódico?

Simone se incorporó en la cama junto a mí y me dirigió una mirada inquieta. Me levanté y salí al pasillo.

– Si se refiere a las acusaciones de Lydia Evers, todo el mundo entenderá que no son ciertas…