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– No -me interrumpió con voz estridente-. No todo el mundo lo entiende. Muchos la ven como a una persona indefensa, débil y vulnerable. Una mujer que ha sido sometida a la influencia de un médico extremadamente manipulador y poco serio. El hombre en el que más había confiado, al que se había confiado, la ha traicionado y utilizado. Eso es lo que dice el periódico.

Oí su respiración agitada en el auricular. Su voz sonó ronca y cansada cuando continuó:

– Esto es perjudicial para el hospital, estoy segura de que lo comprendes.

– Declararé para la prensa -dije brevemente.

– No es suficiente, Erik. Me temo que no es suficiente. -Hizo una corta pausa y luego continuó con voz monótona-: Piensa demandarnos.

– Nunca ganará -resoplé.

– Aún no comprendes la seriedad de todo esto, ¿verdad, Erik?

– ¿Qué es lo que dice?

– Mira, es mejor que salgas a comprar el periódico. Luego deberías sentarte a pensar cómo vas a defenderte de sus acusaciones. Convocaré una reunión con la junta directiva esta misma tarde, a las cuatro.

Cuando vi mi rostro en la portada del periódico sentí que mi corazón se detenía. Era una foto mía en primer plano con capucha y suéter. Tenía la cara arrebolada y parecía casi apático. Bajé de la bicicleta con las piernas temblorosas, compré el periódico y regresé a casa. La doble página central mostraba una foto de Lydia con el rostro oculto en la que se la veía acurrucada con un osito de peluche en el regazo. Todo el artículo trataba de cómo yo, Erik Maria Bark, la había hipnotizado y utilizado como un animal de laboratorio para luego acosarla con aseveraciones sobre abusos y delitos. Según el reportero, había llorado y explicado que no le interesaba recibir una indemnización por daños y perjuicios; el dinero nunca podría compensar lo que había tenido que pasar. Lydia se había derrumbado y reconocido cosas que yo había puesto en boca de ella durante las sesiones de hipnotismo y, al parecer, el colmo de mis persecuciones llegó cuando entré súbitamente en su casa y la insté a cometer suicidio. La mujer aseguraba que sólo quería morir, que se sentía como si estuviera en una secta de la que yo era el líder y en la que ella no tenía voluntad propia. Fue durante su ingreso en el hospital cuando por primera vez se atrevió a cuestionar mi tratamiento, y ahora exigía que yo nunca más tuviera licencia para hacerles lo mismo a otras personas.

En la página siguiente había una fotografía de Marek, del grupo de terapia. Estaba de acuerdo con Lydia y decía que mi actividad era extremadamente peligrosa y que yo estaba obsesionado con inventar cosas enfermizas que luego les obligaba a reconocer bajo hipnosis.

Más abajo, en la misma página, un experto llamado Göran Sörensen se pronunciaba también al respecto. Yo nunca había oído hablar antes de ese hombre, pero el caso es que allí estaba, juzgando mi investigación. Comparaba el hipnotismo con una sesión de espiritismo y sugería que probablemente había drogado a mis pacientes para conseguir que accedieran a mis peticiones.

Mi mente quedó vacía y en silencio. Oí el tictac del reloj de pared en la cocina, oí el bramido de algún que otro coche que pasaba por la calle. La puerta se abrió y entró Simone. Cuando leyó el artículo, su rostro se tornó pálido como el de un cadáver.

– ¿Qué es lo que ocurre? -murmuró.

– No lo sé -dije con la boca seca.

Permanecí sentado allí mirando el vacío. ¿Y si yo estaba equivocado acerca de mis teorías? ¿Y si el hipnotismo no funcionaba en las personas profundamente traumatizadas? ¿Y si fuera cierto que mi deseo de encontrar patrones influía en sus recuerdos? Creía que no era posible que Lydia hubiera visto a un niño que no existía durante el trance hipnótico. Estaba convencido de que ella describía un recuerdo real, pero ahora empezaba a sentirme confundido.

Resultó extraño recorrer el corto trecho cruzando el vestíbulo en dirección al ascensor para subir al despacho de Annika Lorentzon, todo el mundo en el hospital evitaba mi mirada. Al pasar junto a las personas que conocía y que solía frecuentar, sólo parecían tensos y afligidos, desviaban la mirada y apuraban el paso.

Incluso el olor del ascensor me era ajeno. Olía a flores marchitas, y pensé en entierros, en lluvia, en despedidas.

Cuando salí al pasillo, Maja Swartling se escabulló rápidamente al cruzarse conmigo, fingiendo no verme. En el vano de la puerta del despacho de Annika estaba esperando Rainer Milch. Se hizo a un lado, entré y saludé.

– Erik, Erik. Siéntese -dijo Rainer.

– Gracias, pero prefiero permanecer de pie -dije secamente, aunque de inmediato me arrepentí.

Seguía preguntándome qué podría haber estado haciendo Maja Swartling con la junta directiva. Quizá había ido allí para defenderme. En realidad, era una de las pocas personas que tenía conocimientos concretos y detallados de mi investigación.

La directora estaba de pie junto a la ventana, al otro lado de la habitación. Pensé que era descortés y extraño en ella no darme la bienvenida. En cambio, se quedó allí con los brazos envolviendo su cuerpo mientras miraba contenida hacia la calle.

– Le dimos una gran oportunidad, Erik -declaró Peder Mälarstedt.

Rainer Milch asintió.

– Pero se negó a dar su brazo a torcer -prosiguió-. Se negó usted a hacerse a un lado voluntariamente mientras nosotros investigábamos lo sucedido.

– Puedo volver a pensarlo -repuse en voz baja-. Puedo…

– Ahora ya es demasiado tarde -me interrumpió-. Anteayer hubiéramos necesitado protegernos con ello, pero hoy sólo resultaría patético.

Annika Lorentzon abrió la boca.

– Yo… -dijo débilmente sin volverse hacia mí-. Esta noche estaré en el programa «Rapport» para explicar por qué te permitimos llevar a cabo tu investigación.

– Pero yo no cometí ningún error -repliqué-. El hecho de que una paciente formule acusaciones disparatadas no puede hacer a un lado años de investigaciones, incontables tratamientos que en realidad siempre han sido intachables…

– No se trata sólo de un paciente -repuso Rainer Milch-, sino de varios. Además, acabamos de escuchar a un experto pronunciarse sobre su investigación…

Sacudió la cabeza y guardó silencio.

– ¿Se refiere al tal Göran Sörensen? -pregunté, irritado-. Jamás he oído hablar de él, y es obvio que no tiene ni idea de lo que está hablando.

– Tenemos un contacto que ha estudiado su trabajo durante varios años -explicó Rainer Milch rascándose el cuello-. Ella dice que tiene usted grandes expectativas pero que basa la mayor parte de sus tesis en castillos de arena. No tiene ninguna prueba fehaciente y constantemente hace caso omiso de lo que es mejor para sus pacientes con tal de tener razón.

Me quedé desconcertado, sin rumbo.

– ¿Cómo se llama su experta? -pregunté finalmente.

No contestaron.

– ¿Tal vez Maja Swartling? -sugerí.

El rostro de Annika Lorentzon enrojeció.

– Erik -dijo finalmente volviéndose hacia mí-. Quedas suspendido de empleo y sueldo desde este mismo instante. Ya no te quiero en mi hospital.

– ¿Y mis pacientes? Debo ocuparme de…

– Serán transferidos a otro médico -me interrumpió.

– Se sentirán mal por…

– En ese caso será culpa tuya -dijo alzando la voz.

La habitación quedó en silencio. Frank Paulsson permaneció inmóvil y tan sólo desvió la mirada. Ronny Johansson, Peder Mälarstedt, Rainer Milch y Svein Holstein me observaban con rostro inexpresivo.

– Está bien -dije en un tono vacío.

Hacía tan sólo algunas semanas que había estado en esa misma sala, unas pocas semanas desde que esas mismas personas me habían asignado más medios para mi investigación. Y ahora todo se había acabado de un plumazo.

Cuando salí a la calle, un grupo de gente se acercó a mí. Una mujer alta y rubia sostenía un micrófono frente a mi rostro.