Dos horas después, Erik abre los ojos lentamente y observa la pálida luz que presiona la cortina. De inmediato, las imágenes de la noche empiezan a desfilar frente a éclass="underline" las acusaciones de Simone, el chico herido, su cuerpo iluminado y cubierto de cientos de cuchilladas negras, las profundas heridas en el cuello, la garganta y el torso.
Erik piensa en el comisario de la policía judicial, que parecía convencido de que el agresor había querido asesinar a la familia entera. Primero al padre, luego a la madre, el hijo y la hija.
El teléfono suena en la mesilla junto a él.
Erik se levanta, pero en lugar de contestar abre las cortinas y mira con los ojos entornados la fachada de enfrente. Aguarda un momento e intenta ordenar sus pensamientos. A la luz del sol de la mañana se ve claramente el polvo sobre los cristales de la ventana.
Simone ya se ha marchado a la galería de arte. Él no entiende su reacción, por qué ha hablado de Daniella. Se pregunta si no se tratará de otra cosa. Quizá de las pastillas. Es consciente de que se encuentra muy próximo a un estado de dependencia seria, pero tiene que dormir. Las noches de guardia pasadas en el hospital le han alterado el sueño. Sin las pastillas estaría acabado, piensa, y se estira para coger el despertador, le da un golpe sin querer y lo tira al suelo.
El teléfono deja de sonar, pero sólo permanece en silencio un momento antes de volver a empezar.
Sopesa ir a la habitación de Benjamín y echarse al lado de su hijo, despertarlo con cuidado, preguntarle si ha soñado algo.
Erik coge el teléfono de la mesilla de noche y contesta.
– Erik Maria Bark.
– Hola, soy Daniella Richards.
– ¿Aún estás en el hospital? Pero ¿qué hora es?
– Las ocho y cuarto. Empiezo a estar un poco cansada.
– Vete a casa.
– Al contrario -dice Daniella sosegadamente-. Tienes que volver. El comisario está de camino hacia aquí. Parece estar aún más convencido de que el asesino está buscando a la hija mayor. Insiste en que tiene que hablar con el chico.
Erik siente un peso repentino y oscuro en los ojos.
– No es una buena idea -dice-, teniendo en cuenta que…
– Pero ¿y la chica? -lo interrumpe ella-. Creo que voy a permitirle al comisario que interrogue a Josef.
– Si consideras que el paciente lo soportará… -dice Erik.
– ¿Soportarlo? No lo hará, es demasiado pronto, su estado es… Se enterará de lo que le ha pasado a su familia de repente, sin ninguna preparación previa… Podría sufrir un brote psicótico…
– La evaluación es cosa tuya -la interrumpe Erik.
– Por un lado, no quiero dar acceso a la policía, pero tampoco puedo quedarme sentada esperando si su hermana está en peligro.
– Pero es…
– Un asesino va detrás de esa chica -replica Daniella elevando la voz.
– Probablemente.
– Perdona, no sé por qué me altero tanto por esto -dice ella-. Tal vez sea porque aún no es demasiado tarde, porque aún hay algo que puede hacerse. Esto no sucede con frecuencia, pero esta vez podríamos salvar a la chica antes de que la…
– ¿Qué es lo que quieres? -la interrumpe Erik.
– Que vengas aquí y hagas lo que se te da bien.
– Puedo hablar con el chico de lo sucedido cuando se encuentre mejor.
– Ven a hipnotizarlo -dice ella con seriedad.
– No, eso no -contesta él.
– Es la única salida.
– No puedo.
– Pero no hay nadie tan bueno como tú.
– Ni siquiera tengo autorización para practicar el hipnotismo en el Karolinska.
– Eso lo arreglo yo antes de que llegues.
– Prometí no volver a hacerlo nunca más.
– ¿No puedes venir sin más?
Se hace el silencio durante un corto instante y luego Erik pregunta:
– ¿Está consciente?
– Pronto lo estará.
Él oye su propia respiración resonar en el teléfono.
– Si no hipnotizas al chico, dejaré pasar a la policía.
Y cuelga.
Erik se queda de pie con el auricular en su mano temblorosa. El peso en los ojos se desplaza hacia el cerebro. Abre un cajón de la mesilla de noche. La caja de madera con el papagayo no está ahí. Debe de haberla olvidado en el coche.
El sol inunda ya todo el apartamento cuando cruza las habitaciones para despertar a Benjamín.
El chico duerme con la boca abierta; tiene el rostro pálido y cansado, pese a toda una noche de sueño.
– ¿Benni?
Benjamin abre los ojos soñolientos y lo mira como si fuera un completo desconocido antes de dibujar una sonrisa que tiene el mismo aspecto desde que nació.
– Es martes. Hora de levantarse.
El chico se incorpora bostezando, se rasca la cabeza y luego mira el teléfono que lleva colgado del cuello. Es lo primero que hace todas las mañanas: comprueba si ha pasado por alto algún mensaje durante la noche. Erik saca la bolsa amarilla con un puma dibujado que contiene el preparado del factor de coagulación, desmopresina, desinfectante, jeringuillas esterilizadas, gasas, esparadrapo y calmantes.
– ¿Ahora o después del desayuno?
Benjamin se encoge de hombros.
– Da igual.
Erik humedece rápidamente el delgado brazo de su hijo, lo vuelve hacia la luz que entra por la ventana, nota la flacidez de los músculos, da unos golpecitos a la jeringuilla y clava cuidadosamente la aguja en la piel. Mientras la inyección se vacía lentamente de su contenido, Benjamin está sentado y teclea en su móvil con la mano libre.
– Mierda, casi no me queda batería -dice, y luego se tumba mientras Erik le presiona el brazo con una gasa para detener el sangrado.
Benjamin permanece así durante un rato hasta que su padre se la fija con esparadrapo en el brazo. Con precaución, flexiona las piernas del chico varias veces, luego mueve las delgadas articulaciones de la rodilla y finaliza masajeando los pies y los dedos.
– ¿Qué tal? -pregunta, mirando todo el tiempo la cara de su hijo.
Benjamin hace una mueca.
– Como siempre -dice.
– ¿Quieres un analgésico?
Él niega con la cabeza y Erik piensa de repente en el testigo inconsciente, el muchacho con las cuchilladas. Quizá el asesino esté buscando a su hermana mayor en ese mismo momento.
– Papá, ¿qué pasa? -pregunta Benjamin con cautela. Erik le devuelve la mirada y dice: -Te llevo al colegio si quieres. -¿Y eso por qué?
El tráfico de la hora punta ruge lentamente. Benjamin está sentado junto a su padre y se deja adormecer por el vaivén del coche. Bosteza ampliamente y nota que su cuerpo aún alberga un calor suave tras el sueño de la noche. Piensa que su padre tiene prisa, pero sin embargo se toma el tiempo para llevarlo al colegio. Benjamin sonríe para sus adentros. Siempre ha sido así, piensa. Cuando papá se las tiene que ver con cosas horribles en el hospital, se preocupa aún más de que me pueda pasar algo.
– Hemos olvidado los patines -dice Erik de repente.
– Es verdad.
– Daremos media vuelta -añade él.
– No, no hace falta, no importa -dice Benjamin.
Erik intenta cambiar de carril, pero un coche le impide incorporarse. Cuando se ve obligado a volver al suyo, casi choca con un camión de la basura.
– Nos da tiempo a volver y…
– Pasa de los patines, no me importa -dice Benjamin elevando la voz.
Erik lo mira de reojo, sorprendido.
– Creía que te gustaba patinar.
Su hijo no sabe qué contestar, detesta que lo interroguen, no quiere tener que mentir.