Como si el tiempo se hubiera anudado en torno a sí mismo y atrapado su curso, Erik se despierta cuando enfilan una larga cuesta descendente a lo largo de un campo de golf.
– En seguida llegaremos -informa Joona.
– Me he quedado dormido -dice Erik casi para sí.
– Eva Blau llamó a Charlotte el mismo día en que usted apareció en los periódicos de todo el país -reflexiona Joona.
– Y dos días después secuestraron a Benjamín -dice Erik.
– Porque alguien lo vio.
– O porque falté a mi promesa de no volver a practicar el hipnotismo nunca más.
– En ese caso, fue culpa mía -advierte Joona.
– No, fue…
Erik se interrumpe, no sabe muy bien qué decir.
– Lo siento -dice Joona con la mirada fija en el camino.
Pasan frente a una tienda con los cristales rotos. Joona mira por el espejo retrovisor y ve que una mujer con un pañuelo en la cabeza se dispone a barrer los trozos de vidrio del suelo.
– No sé qué ocurrió con Eva cuando era paciente mía -explica Erik-. Se automutiló y se volvió paranoica. Me echó la culpa de todo a mí y al hipnotismo. Nunca debería haberla aceptado en el grupo, no debería haber hipnotizado a nadie.
– Pero ayudó usted a Charlotte -objeta Joona.
– Eso parece -dice Erik en voz baja.
Después de dejar atrás la rotonda pasan sobre las vías de un tranvía, giran a la izquierda en el polideportivo, cruzan un arroyo y finalmente se detienen junto a un gran bloque de apartamentos de color gris.
Joona señala la guantera.
– ¿Puede darme la pistola otra vez?
Erik abre el compartimento y le alcanza la pesada arma. Joona comprueba la recámara y cuida que la pistola tenga el seguro puesto antes de guardarla en su bolsillo.
Cruzan el aparcamiento a toda prisa y pasan junto a un parque con columpios, un cajón de arena y una jaula para trepar.
Erik señala el portal, alza la mirada y ve centelleantes guirnaldas de luces y antenas parabólicas en casi todos los balcones del edificio.
Al otro lado de la puerta cerrada ven a una anciana con un andador. Joona llama en el cristal con los nudillos y le hace señas alegremente. La mujer los mira y niega con la cabeza. El comisario decide mostrarle sus credenciales, pero ella vuelve a sacudir la cabeza. Erik rebusca en sus bolsillos y encuentra un sobre con unas facturas que debía dejar en la oficina de sueldos. Se acerca al cristal, golpea y le muestra el sobre a la mujer. Ella camina entonces de inmediato hacia la puerta y pulsa un botón para abrirla.
– ¿Es el correo? -pregunta con voz chillona.
– Carta urgente -contesta Erik.
– Ocurren tantas desgracias en el mundo… -suspira la mujer en dirección a la pared.
– ¿Qué le ha dicho? -pregunta Joona.
Erik mira el tablero con los nombres de los inquilinos y encuentra a Verónica Andersson en el primer piso. En las paredes de la estrecha escalera se ven grandes autógrafos pintados con aerosol rojo. El conducto de la basura despide mal olor. Se detienen frente a la puerta en cuya placa se lee el apellido Andersson y llaman. El suelo del rellano está manchado con huellas embarradas de pies de pequeño tamaño.
– Vuelva a llamar -dice Erik.
Joona abre la portezuela del buzón y grita a través de ella que trae un nuevo número de la Atalaya. De pronto Erik ve que la cabeza del comisario retrocede súbitamente como si le hubieran propinado un golpe.
– ¿Qué ocurre?
– No lo sé, pero quiero que espere usted fuera -dice Joona, tenso.
– No -contesta Erik.
– Entraré solo.
Un vaso cae al suelo tras la puerta de algún apartamento del primer piso. Joona se saca un estuche del bolsillo con dos objetos metálicos. Uno de ellos está arqueado en la punta y el otro se asemeja a una llave muy pequeña.
Como si Joona hubiera leído los pensamientos de Erik, murmura que no es ilegal entrar en un apartamento sin una orden judicial.
– Según la nueva ley, es suficiente si hay un buen motivo -explica.
Acaba de introducir el primer instrumento en la cerradura cuando Erik alarga la mano y comprueba la manija. Al parecer, no está cerrada con llave. Un intenso hedor sale a su encuentro cuando abren la puerta. Joona saca su arma y le dirige un cortante gesto para que espere fuera.
Erik oye su corazón latir en el pecho, la sangre silbar en sus oídos. El silencio le transmite una sensación aciaga: Benjamín no está allí. La luz de la escalera se apaga y la penumbra se aproxima rodando hacia él. No está completamente oscuro, pero sus ojos tienen dificultades para distinguir a su alrededor.
Joona sale de nuevo al rellano.
– Creo que debe entrar conmigo, Erik -dice.
Entran en el apartamento y el comisario enciende la lámpara del techo. La puerta del baño está abierta. El olor a podredumbre es insoportable. En el interior de la bañera vacía yace Eva Blau. Tiene el rostro hinchado, las moscas se amontonan en su boca y silban en el aire. La blusa arremangada deja al descubierto la piel del vientre abultado, de una tonalidad verde azulada. Unos profundos cortes negros recorren ambos brazos. En la tela de la blusa y el pelo rubio hay pegotes de sangre coagulada. La piel de la mujer se ve de un color gris pálido, y una red de capilares marrones se extiende por todo su cuerpo. La sangre detenida se ha podrido en el sistema circulatorio. Hay acumulaciones de pequeñas larvas de mosca en los lagrimales y también alrededor de los orificios nasales y la boca. La sangre ha rebasado el borde de la bañera y ha corrido por la pequeña alfombra del baño. Los flecos y los extremos se ven ahora oscuros. En el interior de la bañera, junto al cuerpo, hay un cuchillo de cocina ensangrentado.
– ¿Es ella? -pregunta Joona.
– Sí, es Eva.
– Lleva muerta al menos una semana. El vientre ha tenido tiempo de hincharse por completo.
– Entiendo -asiente Erik.
– Así que tampoco fue ella quien se llevó a Benjamín -constata Joona.
– Debo reflexionar al respecto -dice Erik-. Pensaba…
Mira por la ventana y ve el edificio bajo de ladrillos al otro lado de las vías del tranvía. Eva podía ver el salón del reino desde su ventana. Erik piensa que probablemente eso la hiciera sentirse más segura.
Capítulo 40
Jueves 17 diciembre, por la mañana
Simone nota de pronto una gota de sangre que mana de su labio inferior; se ha mordido sin darse cuenta. Tiene centradas todas sus energías en detener los pensamientos que se agolpan en su mente. Su padre fue atropellado por un coche, ahora está en esa sombría habitación del hospital Sankl Görans desde hace un par de días y los médicos aún no han podido determinar la gravedad de su estado. Lo único que ella sabe es que el golpe podría haberlo matado. El dolor inunda su cabeza. Ha perdido a Erik, quizá haya perdido también a Benjamín y ahora es posible que pierda además a su padre.
No sabe en qué punto se encuentra la investigación, pero para estar segura coge su teléfono móvil de nuevo, comprueba que funcione y vuelve a dejarlo en el compartimento exterior del bolso, de donde puede sacarlo fácilmente si empieza a sonar.
Después se inclina sobre su padre y le acomoda la manta. Está dormido, pero de su boca no escapa sonido alguno. Simone ha pensado a menudo que probablemente Kennet Sträng sea el único hombre en el mundo que no ronca lo más mínimo mientras duerme.
Tiene la frente vendada y por debajo de la gasa asoma una sombra oscura. El moretón se extiende sobre una mejilla.
Su rostro tiene una expresión distinta a causa de la extravasación de sangre, la nariz hinchada y la comisura de los labios que cuelga hacia abajo.
Pero no ha muerto, piensa ella. Está vivo, eso es. Y Benjamín también vive, Simone está segura, tiene que ser así.
Camina de un lado a otro por la habitación. Piensa que unos días antes, tras salir de casa de Sim Shulman, habló por teléfono con su padre justo antes de que ocurriera el accidente. Él le dijo que había encontrado a Wailord, que iba a ir «al mar», en algún lugar de Loudden.