Simone vuelve a mirar a su padre. Duerme profundamente.
– ¿Papá?
De inmediato se arrepiente de haberle hablado. Él no se despierta, pero un gesto de tormento recorre como una nube su rostro dormido. Ella toca con cuidado la herida en su labio inferior mientras su mirada encuentra la corona de adviento. Se mira los zapatos cubiertos con las fundas protectoras de plástico azul. Piensa en una tarde hace muchos años en la que ella y Kennet vieron a su madre despedirse de ellos con la mano para desaparecer a continuación en su pequeño Fiat de color verde.
Simone se estremece, el dolor de cabeza le golpea pesadamente las sienes. Se ajusta la chaqueta de punto y de repente oye a Kennet quejarse débilmente.
– Papá -dice como una niña pequeña.
Él abre los párpados. Tiene la mirada turbia, no parece totalmente despierto. En un ojo se ve un coágulo de sangre.
– Papá, soy yo -dice ella-. ¿Cómo te encuentras?
Él deja vagar la mirada sobre su hija. De repente Simone teme que no pueda ver.
– ¿Sixan?
– Estoy aquí, papá.
Se sienta cuidadosamente junto a él y toma su mano. Sus ojos vuelven a cerrarse, sus cejas se juntan como si sintiera dolor.
– Papá -repite en voz baja-. ¿Cómo te sientes?
Él intenta palmearle la mano pero no tiene la fuerza suficiente.
– Pronto estaré de pie -resuella-. No te preocupes.
Quedan en silencio. Simone intenta detener sus pensamientos, intenta alejar el dolor de cabeza, detener la intranquilidad que avanza. No sabe si debe atosigarlo en su estado, pero el pánico la obliga a hacer el intento.
– ¿Papá? -pregunta en voz baja-. ¿Recuerdas de qué hablábamos justo antes de que te atropellaran?
Él la mira cansado y niega con la cabeza.
– Dijiste que sabías dónde estaba Wailord. Hablaste del mar, ¿lo recuerdas? Dijiste que ibas a ir al mar.
Los ojos de Kennet brillan. Hace un intento de incorporarse en la cama pero de inmediato vuelve a hundirse con un quejido.
– Papá, háblame. Debo saber dónde está. ¿Quién es Wailord? ¿Quién es?
Él abre la boca y su mentón se sacude cuando suspira:
– Un… chico… Es… un chico…
– ¿Qué dices?
Pero Kennet ha cerrado nuevamente los ojos y parece que ya no la escucha. Simone camina hasta la ventana y observa el complejo del hospital. Nota una corriente de aire frío y ve una línea de suciedad en la ventana. Echa el aliento contra el vidrio y por un breve instante ve un rostro impreso en el vaho. Alguien antes que ella ha estado de pie en ese mismo lugar con la cabeza apoyada contra el cristal.
La iglesia al otro lado de la calle está a oscuras, las farolas se reflejan en los vitrales negros. Simone piensa que Benjamín le escribió un correo a Aida en el que le decía que no debía dejar que Nicke fuera al mar.
– Aida -dice en voz baja-. Iré a hablar con ella y esta vez tendrá que contármelo todo.
Es Nicke quien abre cuando Simone llama a la puerta de Aida. Él la mira intrigado. -Hola -dice ella.
– He conseguido nuevas cartas -le cuenta él, ansioso.
– Qué bien -dice ella.
– Son cartas de chicas, pero muchas de ellas son muy fuertes.
– ¿Está tu hermana en casa? -pregunta Simone palmeando el brazo de Nicke.
– ¡Aida! ¡Aida!
Nicke corre hacia el interior del oscuro vestíbulo y se pierde en el apartamento.
Simone aguarda en el rellano. Entonces oye un extraño bombeo y algo que tintinea débilmente. Tras un momento, ve a una mujer delgada con una joroba que se aproxima a ella. Arrastra un carrito con una bombona que suministra oxígeno a la mujer a través de unos finos tubos de goma que lleva insertados en los orificios nasales.
La mujer se golpea el pecho con su pequeño puño.
– En…fisema -dice con voz sibilante.
Luego su rostro arrugado se contrae en un ronco y doloroso acceso de tos. Cuando finalmente queda en silencio, le hace un gesto a Simone para que pase. Recorren juntas el largo y oscuro pasillo hasta llegar a una sala repleta de voluminosos muebles. En el suelo, entre un armario para el equipo de música con las puertas de cristal y la mesita baja del televisor, Nicke juega con sus cartas de Pokémon. En el sofá marrón, apretujado entre dos grandes palmeras, está Aida.
Simone apenas la reconoce. No lleva nada de maquillaje y su rostro se ve joven y hermoso, toda ella se ve delicada. Lleva el pelo cepillado y brillante recogido en una prolija cola de caballo.
Extiende la mano hacia un montón de cigarrillos y enciende uno con mano temblorosa justo cuando Simone entra en la sala.
– Hola -dice ella-. ¿Cómo estás?
Aida se encoge de hombros. Parece que ha estado llorando. Da una calada y lleva un cenicero verde hacia el cigarrillo, como si tuviera miedo de dejar caer ceniza sobre los muebles.
– Sien…tese… -le dice la madre a Simone, que ocupa uno de los anchos sillones apretujados junto al sofá, la mesa y las palmeras.
Aida echa la ceniza en el recipiente de cristal verde.
– Vengo del hospital -dice Simone-. El otro día atropellaron a mi padre. Iba camino del mar, a ver a Wailord.
Nicke se pone repentinamente en pie. Tiene las mejillas coloradas.
– Wailord está enfadado. Muy, muy enfadado.
Simone se vuelve entonces hacia Aida, que traga con fuerza y luego cierra los ojos.
– ¿Quién es Wailord? -inquiere-. ¿De qué va todo esto?
La chica apaga el cigarrillo y luego dice con voz vacilante:
– Han desaparecido.
– ¿Quiénes?
– Una pandilla de chicos que nos molestaban a Nicke y a mí. Eran horribles, me señalaban, iban a hacer una…
Guarda silencio y mira a su madre, que deja escapar un bufido.
– Hicieron un muñeco… de mamá -dice Aida con lentitud.
– Idiotas… -silba la madre desde el otro sillón.
– Utilizan nombres de los distintos personajes de Pokémon. Se hacen llamar Azelf, Magmortar o Lucario y a veces, no sé por qué, se intercambian los nombres.
– ¿Cuántos son?
– No lo sé, quizá sólo sean cinco -contesta-. Son chicos, el mayor tiene mi edad. El menor seguramente no tiene más de seis años. Un día decidieron que todos los que vivían aquí debían darles algo -dice Aida alzando por primera vez la vista hacia Simone.
Sus ojos son del color del ámbar, hermosos y claros, pero parecen aterrados.
– Los demás chicos tenían que darles golosinas, bolígrafos… -continúa con su débil voz-. Vaciaban sus huchas para evitar que les pegaran. Otros les daban sus cosas: el teléfono móvil, un juego de la Nintendo. Yo les di mi chaqueta y también cigarrillos. A Nicke simplemente le pegaban sin más y le quitaban todo lo que llevaba encima. Eran lo peor…
Su voz se apaga y las lágrimas brotan de sus ojos.
– ¿Se han llevado a Benjamín? -pregunta Simone sin rodeos.
La madre agita la mano en el aire.
– Ese… chico… no… está… bien…
– Contéstame, Aida-exige Simone-. ¡Contéstame!
– No le grite… a mi… hija -dice la madre con voz sibilante.
Simone sacude la cabeza y dice una vez más en un tono aún más afilado:
– ¡Ahora vas a contarme todo lo que sabes! ¿Me oyes?
Aida traga con fuerza.
– No sé mucho -dice finalmente-. Benjamín intervino, les dijo a esos chicos que en adelante nosotros no les daríamos nada más. Wailord se puso como loco. Dijo que nos declaraba la guerra y exigió que le diéramos una gran cantidad de dinero.
Enciende un nuevo cigarrillo. Temblorosa, da una calada, hace caer la ceniza con cuidado en el cenicero verde y luego continúa:
– Cuando Wailord se enteró de la enfermedad de Benjamin, repartió agujas entre los demás chicos para que le pincharan…
Guarda silencio y se encoge de hombros.