– ¿Qué ocurrió? -pregunta Simone impaciente.
Aida se muerde el labio y se quita una hebra de tabaco de la lengua.
– ¿Qué ocurrió?
– De repente un día Wailord se esfumó -murmura-. He seguido viendo a los demás chicos…, molestaron a Nicke el otro día sin ir más lejos. Ahora su líder es uno que se hace llamar Ariados, pero están confundidos y desesperados desde que Wailord desapareció.
– ¿Cuándo fue eso? ¿Cuándo se esfumó Wailord?
– Creo… -Aida piensa un instante-, creo que fue el miércoles de la semana pasada, o sea, dos días antes de que desapareciera Benjamín.
Le tiembla la boca.
– Estoy segura de que Wailord se lo llevó -murmura-. Le ha hecho algo terrible y ahora no se atreve a dejarse ver…
De pronto rompe a llorar con fuerza, espasmódicamente. Simone ve a la madre levantarse con dificultad, tomar el cigarrillo de su mano y apagarlo lentamente en el cenicero verde.
– Maldito… monstruo -jadea la madre sin que Simone sepa a quién se refiere.
– ¿Quién es Wailord? -insiste Simone-. Debes contarme quién es.
– ¡No lo sé! -grita Aida-. ¡No lo sé!
Simone saca entonces la fotografía de la hierba y el seto contra la valla de color marrón que encontró en el ordenador de Benjamín.
– Mira esto -dice con dureza.
Aida observa la imagen con el rostro contraído.
– ¿Qué es este lugar? -pregunta Simone.
La chica se encoge de hombros y dirige una breve mirada a su madre.
– No tengo ni idea -dice con voz monótona.
– Pero fuiste tú quien le envió esta fotografía a Benjamín -replica Simone, irritada-. La recibió de ti, Aida.
La mirada de la chica se desliza y busca de nuevo a su madre, que está sentada con la sibilante bombona de oxígeno a sus pies.
Simone sacude el papel frente a su rostro.
– Mira esto, Aida. Vuelve a mirarlo y dime: ¿por qué le enviaste esto a mi hijo?
– Sólo era una broma -murmura ella.
– ¿Una broma?
Aida asiente.
– Como preguntándole si le gustaría vivir ahí -dice débilmente.
– No te creo -afirma Simone refrenándose-. ¡Dime la verdad!
La madre vuelve a ponerse en pie y agita la mano en su dirección.
– Fuera… de mi casa… ahora…
– ¿Por qué mientes? -pregunta Simone, y finalmente consigue que la chica la mire.
Aida parece infinitamente triste.
– Perdón -murmura con un hilo de voz-. Perdón.
Cuando Simone se dispone a salir del apartamento se encuentra con Nicke. Está de pie en la oscuridad del pasillo, restregándose los ojos.
– Yo no tengo fuerza, soy un Pokémon sin poder.
– Por supuesto que tienes fuerza -dice ella.
Capítulo 41
Jueves 17 de diciembre, al mediodía.
Cuando Simone entra en la habitación de Kennet en el hospital lo encuentra incorporado en la cama. Su rostro ha recuperado un poco de color y, a juzgar por su expresión, parece que supiera que ella cruzaría el umbral en ese mismo momento.
Simone se acerca, se inclina y apoya con cuidado la mejilla sobre su mano.
– ¿Sabes lo que he soñado hoy, Sixan? -pregunta él.
– No. -Sonríe ella.
– He soñado con mi padre.
– ¿El abuelo?
Él ríe suavemente.
– ¿Puedes creerlo? Estaba en el taller, sudado y alegre. «Mi chico», fue todo cuanto dijo. Aún puedo percibir el olor a diesel…
Simone traga saliva y nota un doloroso nudo en la garganta. Kennet sacude lentamente la cabeza.
– Papá… -suspira ella-. ¿Recuerdas lo que hablamos justo antes de que te atropellaran?
Él la mira seriamente y de pronto es como si se encendiera una luz en su mirada áspera y penetrante. Trata de incorporarse pero vuelve a caer sobre la cama.
– Ayúdame, Simone -dice, impaciente-. Tenemos prisa, no puedo quedarme aquí.
– ¿Recuerdas lo que pasó, papá?
– Lo recuerdo todo perfectamente.
El se pasa la mano por los ojos, carraspea y extiende sus manos.
– Sujétame -ordena.
Esta vez, cuando su hija lo sostiene, logra sentarse en el borde de la cama con las piernas colgando.
– Necesito mi ropa.
Simone se apresura a ir hasta el armario para cogerla. Un poco más tarde, está de rodillas pasándole los pantalones por los pies cuando la puerta se abre y entra un joven médico.
– Debo irme de aquí -le dice Kennet bruscamente al hombre antes de que ni siquiera haya tenido tiempo de entrar en la habitación.
Simone se incorpora.
– Hola -dice estrechando la mano del joven doctor-. Mi nombre es Simone Bark.
– Ola Tuvefjäll -responde él, y parece avergonzado cuando se vuelve hacia Kennet, que está de pie abrochándose los pantalones.
– Hola -lo saluda él mientras se mete la camisa por dentro de los pantalones-. Lamento no poder quedarme más tiempo, pero tenemos una urgencia.
– No puedo obligarlo a permanecer aquí -dice el médico con serenidad-, pero debería ser consciente de que recibió un fuerte impacto en la cabeza. Quizá se sienta bien ahora, pero debe saber que podrían surgir complicaciones dentro de un minuto, de una hora…, quizá mañana.
Kennet se acerca al lavabo y se echa agua fría en la cara.
– Como ya le he dicho, lo lamento mucho -dice enderezando la espalda-, pero debo ir al mar.
El médico los mira intrigado cuando se apresuran a atravesar el corredor. Simone le habla a su padre acerca de la visita que le ha hecho a Aida. Mientras esperan el ascensor, ve que Kennet debe apoyarse en la pared para sostenerse.
– ¿Adonde vamos? -pregunta.
Por primera vez, el no protesta cuando su hija ocupa el asiento del conductor. Simplemente sube al coche junto a ella, se ajusta el cinturón de seguridad y se rasca la frente por debajo de la venda.
– Debes decirme adonde vamos -dice ella al ver que él no contesta-. ¿Cómo se llega allí?
Él le dirige una mirada extraña.
– Déjame pensarlo un momento -responde.
Se reclina en el asiento, cierra los ojos y guarda silencio un instante. Ella empieza a pensar que ha cometido un error; resulta evidente que su padre no está bien, que debe regresar al hospital. Entonces él abre de nuevo los ojos y dice:
– Toma Sankt Eriksgatan, cruza el puente y gira a la derecha en Odengatan. Sigue en línea recta hasta la estación Ostra. Desde allí, toma la calle Valhallavägen en dirección al oeste hasta el instituto de cine, donde debes coger Lindarängsvägen, que llega hasta el puerto.
– ¿Quién necesita GPS? -Simone sonríe mientras toma la atestada vía de Sankt Eriksgatan hacia el centro comercial de Västermalmsgallerian.
– Me pregunto… -empieza a decir Kennet, pensativo, pero luego se interrumpe.
– ¿Qué?
– Me pregunto si los padres sabrán algo.
Simone le dirige una rápida mirada de soslayo mientras el coche pasa junto a la iglesia de Gustav Vasa. Ve una larga hilera de niños vestidos con capuchas; llevan velas en la mano y cruzan lentamente el umbral del templo.
Kennet se aclara la garganta.
– Me pregunto si los padres sabrán lo que están haciendo sus hijos.
– Presión, abusos, violencia y amenazas… -responde Simone, agotada-. Los pequeños tesoros de mamá y papá.
Ella piensa en el día que fue a Tensta, al estudio de tatuajes. Unos muchachos sostenían a una chica por encima de la barandilla. No estaban en absoluto asustados. Por el contrario, se los veía amenazantes, peligrosos. Piensa cu cómo Benjamin intentó detenerla luego para que no se acercara al muchacho en la estación de metro. Ahora entiende que debía de ser uno de ellos. Probablemente hubiera oído que usaban nombres de personajes de Pokémon.
– ¿Qué le está pasando al género humano? -pregunta retóricamente.
– No tuve un accidente de tráfico, Sixan. Me empujaron frente a un coche -declara entonces Kennet con voz afilada-. Y vi quién lo hizo.