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– ¿Te empujaron? ¿Quién…?

– Fue uno de ellos, una criatura. Una niña.

Los bajos triángulos luminosos brillan en las negras ventanas del instituto de cine. Hay lodo en el punto de la calzada donde Simone gira para tomar Lindarängsvägen. Sobre el barrio de Gärdet penden pesadas nubes, parece que pronto va a caer una verdadera lluvia torrencial sobre los dueños de los perros y sus felices mascotas.

Loudden es un cabo situado inmediatamente después de la zona franca de Estocolmo. A finales de la década de 1920, el cabo se transformó en un puerto petrolero, con casi cien cisternas. La zona abarca construcciones industriales de baja altura, torres de agua y terminales para portacontenedores, refugios abiertos en la roca y muelles.

Kennet saca la tarjeta de visita que encontró en la billetera del chico.

– Calle Louddsvägen, 18 -dice haciéndole un gesto a Simone para que detenga el coche.

Ella gira hacia una zona asfaltada demarcada por unas altas vallas metálicas.

– Andaremos el último trecho hasta allí -dice Kennet al tiempo que se desabrocha el cinturón de seguridad.

Caminan entre enormes cisternas y observan estrechas escaleras enroscarse como serpentinas en torno a las construcciones cilíndricas. El óxido gana terreno en las planchas metálicas soldadas entre sí, en las sujeciones de la escalera y la barandilla de seguridad.

Una lluvia fina y fría comienza a caer. Las gotas golpean a su alrededor con un ruido metálico. Muy pronto oscurecerá y ya no podrán ver nada. Se han formado pequeños senderos amarillos, rojos y azules entre los grandes contenedores allí apiñados. No hay ninguna clase de iluminación exterior, sólo cisternas, contenedores de carga, casetas que se utilizan a modo de oficinas y, más cerca del agua, el sencillo asentamiento del muelle con sus grúas, rampas, gabarras y diques secos. Una camioneta sucia de la marca Ford está aparcada frente a un cobertizo situado en el flanco de un gran local de depósito de planchas de aluminio corrugado. En el oscuro vidrio de la ventana del cobertizo se ven unas letras autoadhesivas casi despegadas: «El Mar.» Las letras inferiores más pequeñas se han desprendido, pero aún es posible leer la marca que las palabras han dejado en el cristaclass="underline" «Escuela de buceo.» Junto a la puerta hay una pesada tranca.

Kennet espera un breve instante, escucha y luego tira de la puerta con cuidado. La pequeña oficina está a oscuras. En su interior sólo se ve un escritorio, algunas sillas plegables con asientos de plástico y un par de bombonas de oxígeno oxidadas. De la pared cuelga una lámina descolorida de peces exóticos en el agua color esmeralda. Es evidente que la escuela de buceo ya no tiene su oficina allí. Quizá hayan interrumpido la actividad, o quebrado, o tal vez se hayan trasladado.

Un ventilador empieza a girar de pronto tras una rejilla y se oye un ruido en el interior de una de las puertas. Kennet se lleva un dedo a los labios. Claramente se oyen pasos. Se apresuran, abren la puerta y miran el interior de un gran depósito. Alguien corre en la oscuridad. Simone intenta ver algo mientras Kennet baja una escalera de acero y comienza una persecución, pero grita de repente.

– ¿Papá? -llama ella.

No puede verlo pero oye su voz. Él maldice y le grita que tenga cuidado.

– Han tendido un alambre de espino.

Hay un ruido metálico en el suelo de hormigón. Kennet ha comenzado a correr nuevamente. Simone lo sigue, pasa por encima del alambre de espino y entra en el amplio local.

El aire es frío y húmedo. Está oscuro y resulta difícil orientarse. Se oyen rápidos pasos a lo lejos.

A través de una ventana sucia se filtra la luz del reflector de una de las grúas para contenedores. Simone ve a alguien de pie junto a una carretilla elevadora. Se trata de un chico con una máscara que le cubre el rostro, una máscara de tela gris o de cartón. Sujeta una vara de hierro en la mano, da algunos pasos nerviosos y se esconde.

Kennet camina enérgicamente en su dirección entre las estanterías.

– ¡Detrás de la carretilla elevadora! -exclama Simone.

El chico de la máscara corre entonces hacia adelante y le arroja a Kennet la vara metálica, que da vueltas en el aire y pasa justo por encima de su cabeza.

– ¡Espera! ¡Sólo queremos hablar contigo! -grita Kennet.

El chico abre una puerta de acero y corre hacia el exterior. Se oye un retumbo y la luz entra. Kennet ya ha llegado a la puerta.

– Se escapará -dice con un silbido.

Simone lo persigue, pero al salir resbala y cae en el húmedo puente de carga. Al tiempo que nota un fuerte olor a desperdicios, vuelve a levantarse y ve a su padre correr a lo largo del muelle. El suelo está resbaladizo a causa de la nevisca, y cuando se apresura a seguirlo casi resbala de nuevo y está a punto de caer desde el borde. Continúa corriendo mientras a lo lejos divisa a las dos figuras que se alejan por el muelle. El agua oscura y semicongelada de la nieve enfangada golpea contra el borde.

Simone sabe que, si tropezara y cayera, no pasaría mucho tiempo antes de que el agua helada la paralizara. Se hundiría como una piedra con la pesada capa de lluvia y las botas de invierno. De pronto recuerda a aquel periodista que murió junto a su amiga cuando su coche cayó al agua en el muelle. El automóvil se hundió en el agua como una nasa, fue tragado por el cieno suelto del fondo y desapareció. Cats Falk, así se llamaba, piensa Simone.

Está sin aliento y tiembla por el nerviosismo y el esfuerzo. Nota la espalda empapada por la lluvia.

Entonces ve que su padre se ha detenido; al parecer, ha perdido al chico. Está de pie esperándola, con las manos apoyadas sobre las rodillas. El vendaje en torno a su cabeza se ha desprendido y jadea trabajosamente para recuperar el aliento. Un chorro de sangre mana de su nariz. Parece como si algo se hubiera roto en sus pulmones. En el suelo hay una careta de cartón. Está prácticamente deshecha por la lluvia. Cuando el viento la atrapa, vuela y cae al agua.

– Menuda mierda -exclama Kennet cuando ella se le acerca.

Luego dan media vuelta mientras el cielo sigue oscureciéndose a su alrededor. La lluvia ha amainado, pero en cambio ha empezado a soplar un fuerte viento que silba entre las grandes construcciones de chapa. Pasan por un dique seco de forma ovalada y Simone oye el canto oscuro y monótono del viento allí abajo. Hay cubiertas de tractor que cuelgan de cadenas oxidadas en el borde y sirven de escala. Ella mira hacia abajo, en dirección al formidable hueco perforado en la tierra. Una enorme pila sin agua, de paredes de roca ásperas reforzadas con hormigón y sujetas con tirantes de acero. Cincuenta metros más abajo se ve el suelo de cemento con grandes zócalos.

Una lona impermeabilizada se golpea con el viento y la luz de una grúa titila en las paredes verticales del dique seco. Simone ve de repente a alguien sentado detrás de un zócalo de hormigón allí abajo.

Kennet nota que su hija se detiene y se vuelve hacia ella, intrigado. Sin decir nada, Simone señala en dirección al dique seco.

La figura acurrucada se aleja de la luz.

Kennet y Simone se abalanzan hacia la estrecha escalera de la pared. La figura se levanta y echa a correr hacia algo que parece ser una puerta. Kennet se agarra a la barandilla y baja corriendo por los empinados escalones. Resbala, pero recupera el equilibrio. En el aire flota un penetrante olor a metal, óxido y lluvia. Siguen bajando pegados a la pared con el eco de sus pasos resonando en la profundidad del dique.

El fondo está empapado. Simone siente el agua helada filtrarse en sus botas. Tiene frío.

– ¿Hacia adonde ha ido? -exclama.

Kennet se apresura entre los zócalos que mantienen la nave en su lugar mientras se bombea para extraer el agua. Señala el lugar por donde el chico ha desaparecido: como suponían, no hay ninguna puerta, sino una especie de ojo de buey. Kennet echa una ojeada pero no ve nada. Está agitado, se seca la frente y el cuello.

– Sal de una vez -resuella-. Ya basta, vamos.