Se oye un ruido áspero, pesado y rítmico. Kennet empieza a arrastrarse hacia el ojo de buey.
– Ten cuidado, papá.
Algo cruje y luego la compuerta de la esclusa empieza a chirriar. De repente se oye un silbido ensordecedor y Simone entiende lo que está a punto de ocurrir.
– ¡Dejará entrar el agua! -exclama.
– ¡Hay una escalera aquí dentro! -oye que grita Kennet.
Con una presión enorme, pequeños chorros de agua helada comienzan a caer en el interior del dique seco a través del mínimo resquicio entre las compuertas de la esclusa. Se sigue oyendo un ruido metálico y las compuertas se separan aún más. El agua se precipita hacia abajo. Simone se abalanza hacia la escalera mientras el nivel sube. Lucha para avanzar en el agua helada que ya le llega a las rodillas. La luz de la grúa titila en las rugosas paredes. El agua forma una corriente, crea fuertes remolinos y tira de ella hacia atrás. Simone se golpea contra una gran protección metálica y nota que el pie se le duerme a causa del dolor. La pesada masa de agua negra retumba allí abajo. Está a punto de echarse a llorar cuando finalmente alcanza la empinada escalera y empieza a subir por ella. Después de algunos escalones se vuelve, pero no puede ver a su padre en la oscuridad. El agua ya llega hasta el ojo de buey de la pared. Resuena un chirrido que parece un grito, Simone se sobresalta pero continúa subiendo. El aire le quema en los pulmones. De pronto oye que el estrépito del agua ha empezado a amainar. Las compuertas se cierran y el flujo de agua se detiene.
Ha perdido la sensibilidad en la mano que tiene asida a la barandilla metálica. Nota su ropa pesada y tirante en torno a los muslos. Sube y entonces ve a Kennet al otro lado del dique seco. Él le hace señas mientras arrastra al muchacho en dirección a la vieja escuela de buceo.
Simone está empapada, tiene las manos y los pies helados. Su padre y el chico esperan junto al coche. La mirada de Kennet es extraña, distante. El muchacho está de pie frente a él con la cabeza gacha.
– ¿Dónde está Benjamín? -grita Simone antes de llegar.
Él no dice nada. Ella lo agarra por los hombros y lo obliga a mirarla. Se sorprende tanto al ver su rostro que deja escapar un gemido.
Al chico le han cortado la punta de la nariz.
Da la impresión de que alguien ha intentado coser la herida, pero de una manera burda y apresurada. Su mirada es totalmente apática. El viento silba. Los tres suben entonces al coche. Simone arranca el motor para que se ponga en marcha la calefacción y rápidamente se empañan las ven lanillas. Busca una chocolatina y se la tiende al chico. En el interior del vehículo reina el más absoluto silencio.
– ¿Dónde está Benjamín? -pregunta Kennet.
El muchacho se mira las rodillas. Mastica la chocolatina y traga con dificultad.
– Vas a contármelo todo, ¿me oyes? Han golpeado a otros niños para quitarles su dinero.
– Yo ya no estoy con ellos, lo he dejado -murmura él.
– ¿Por qué abusabais de otros niños? -pregunta Kennet.
– No sé, fue algo que surgió cuando…
– ¿Surgió? ¿Dónde están los demás?
– No lo sé, ¿cómo voy a saberlo? Quizá ahora formen parte de otra pandilla -dice el chico-. Entiendo que así es con Jerker.
– ¿Tú eres Wailord?
La boca del chico tiembla.
– Lo he dejado -responde débilmente-. Juro que lo he dejado.
– ¿Dónde está Benjamin? -grita de pronto Simone.
– No lo sé -se apresura a decir él-. No volveré a hacerle daño, lo prometo.
– Escúchame -continúa ella-, soy su madre, debo saberlo…
Pero se interrumpe cuando el chico comienza a mecerse atrás y adelante. Llora desconsoladamente y repite una y otra vez:
– Lo prometo, lo prometo…, lo prometo…, lo prometo…
Kennet apoya la mano en el brazo de Simone.
– Debemos regresar con él -dice con voz hueca-. El muchacho necesita ayuda.
Capítulo 42
Jueves 17 de diciembre, por la noche
En el cruce de las calles Odengatan y Sveavägen, Kennet deja a Simone y luego conduce el corto trayecto hasta el hospital infantil Astrid Lindgren.
Un médico examina de inmediato el estado de salud del muchacho y decide dejarlo en observación. Está deshidratado y desnutrido, tiene heridas infectadas por todo el cuerpo y una leve congelación en los dedos de los pies y de las manos. El nombre del chico que se hacía llamar Wailord es en realidad Birk Jansson y vive en Husby con una familia de acogida. Dan aviso a los servicios sociales y contactan con el titular de la custodia. Cuando Kennet se dispone ya a marcharse del hospital, Birk rompe a llorar y explica que no quiere quedarse solo.
– Por favor, quédese -suspira llevándose la mano a la punta de la nariz.
Kennet siente que su pulso golpea como un martillo, con excesivo esfuerzo. Aún le sangra la nariz después de los saltos que tuvo que dar cuando se detiene junto a la puerta.
– Esperaré aquí contigo con una condición, Birk -dice.
Se sienta en una silla verde junto al chico.
– Debes contármelo todo sobre la desaparición de Benjamín.
Kennet se queda sentado allí, cada vez más mareado, tratando de hacer que el chico hable durante las dos horas que transcurren hasta que llega la asistente social. Sin embargo, lo único que saca en claro es que alguien asustó tanto a Birk que éste dejó de acosar a Benjamin. Ni siquiera parece saber de su desaparición.
Cuando Kennet sale por la puerta, oye a la asistente social y a la psicóloga discutir acerca de internar al muchacho en un hogar para jóvenes de Lövsta, en Sörmland.
En el coche, Kennet llama a Simone y le pregunta si ha llegado bien a casa. Ella contesta que ha dormido un rato y que iba a tomarse una copa.
– Iré a hablar con Aida -dice Kennet.
– Pregúntale acerca de la fotografía de la hierba y la valla. Hay algo que no concuerda.
Kennet aparca el coche en Sundbyberg, en el mismo lugar donde lo dejó la vez anterior, cerca del quiosco de bebidas. Hace frío y algunos copos de nieve se deslizan y caen en el asiento delantero cuando abre la puerta del vehículo frente a la casa de Aida y Nicke. Los ve en seguida. La chica está sentada en el banco del parque junto al sendero asfaltado, detrás de la casa, que conduce hacia el extremo posterior de la bahía de Ulvsundasjön. Aida observa a su hermano. Nicke le muestra algo, parece como si lo dejara caer al suelo y luego volviera a cogerlo. Kennet permanece de pie, observándolos, durante un breve instante. Hay algo en el modo que tienen de recurrir uno al otro que los hace parecer muy solos y desamparados. Son casi las seis de la tarde. Las luces de la ciudad se reflejan en la oscuridad del lago, bastante alejado de las viviendas.
Kennet siente un vahído que le nubla la vista un breve instante. Cruza con cuidado el camino resbaladizo y desciende hacia el lago a través del césped quemado por la escarcha.
– Hola -saluda.
Nicke alza la vista.
– ¡Eres tú! -exclama.
Se acerca corriendo y abraza a Kennet.
– Aida -dice, excitado-. Aida, es él. ¡Ese hombre tan viejo!
La chica le dirige a Nicke una sonrisa pálida e inquieta. Tiene la punta de la nariz roja a causa del frío.
– ¿Y Benjamín? -pregunta-. ¿Lo han encontrado?
– No, aún no -dice Kennet mientras Nicke ríe y continúa abrazándolo y saltando a su alrededor.
– ¡Aida! -exclama Nicke-. Es tan viejo que incluso le han quitado su pistola…
Kennet se sienta en el banco junto a la chica. Los árboles desnudos forman manchas oscuras a su alrededor.
– He venido a decirte que Wailord ha pasado a disposición de los servicios sociales.
Aida vuelve el rostro hacia él; su expresión es de escepticismo.
– Han identificado a los demás -prosigue Kennet-. Eran cinco en el grupo de Pokémon, ¿no es así? Birk Jansson lo ha reconocido todo, pero no tiene nada que ver con la desaparición de Benjamín.