Un hombre uniformado de rostro largo y gris monta guardia frente a la puerta cerrada del cuarto de Simone. Kennet lo reconoce de sus años de servicio, pero le resulta difícil recordar su nombre.
– Kennet -dice el hombre-, ¿todo bien?
– No.
– Lo imaginaba.
Kennet recuerda de repente su nombre: Reine. Su esposa murió de un modo inesperado justo cuando acababan de tener a su primer hijo.
– Reine -dice él-, ¿sabe cómo entró Josef en el piso donde estaba su hermana?
– Parece ser que ella lo dejó pasar.
– ¿Voluntariamente?
– No exactamente.
Entonces Reine le dice que Evelyn le ha explicado que se despertó a medianoche, caminó hacia la puerta de entrada y vio a través de la mirilla a Ola Jacobsson, el policía que dormitaba sentado en la escalera. El día de cobro, ella lo había oído contarle a un colega que tenía niños pequeños en casa, así que no quiso despertarlo, regresó al sofá y una vez más miró el álbum de fotos que Josef había metido en su caja. Las imágenes eran destellos ininteligibles de una vida que había desaparecido hacía ya mucho tiempo. Evelyn volvió a meter el álbum en la caja y reflexionó acerca de si sería posible cambiar de nombre y viajar al extranjero. Más tarde se acercó a la ventana, miró a través de los resquicios de la persiana y le pareció ver a alguien de pie en la acera. De inmediato apartó la cabeza, esperó un momento y luego volvió a echar un vistazo al exterior. Caía una fuerte nevada y no consiguió ver a nadie. La farola de la calle que colgaba entre las casas se sacudía por el fuerte viento. Notó que la piel se le erizaba y, a hurtadillas, caminó nuevamente hasta la entrada. Aplicó la oreja a la puerta y escuchó. Sentía como si hubiera alguien justo al otro lado. Al parecer, Josef despedía un olor particular, un olor a ira, a sustancias químicas candentes, y de repente Evelyn creyó percibir ese olor. Quizá lo hubiera imaginado, pero de todos modos permaneció junto a la puerta sin atreverse a atisbar por la mirilla.
Tras unos instantes se inclinó hacia adelante y murmuró:
– ¿Josef?
En el rellano, todo estaba en silencio. Ya se disponía a regresar al interior del apartamento cuando lo oyó murmurar al otro lado de la puerta:
– Abre.
Evelyn respondió tratando de reprimir un sollozo:
– Sí.
– ¿Creías que te librarías de mí?
– No -suspiró ella.
– Sólo harás lo que yo te diga.
– No puedo…
– Echa un vistazo por la mirilla -la interrumpió él.
– No quiero.
– Hazlo, te digo.
Ella se inclinó temblorosa hacia adelante. Desde un ángulo del cristal vio el rellano de la escalera. El policía que dormía seguía allí, pero ahora un charco oscuro de sangre se extendía en el suelo debajo de él. Tenía los ojos cerrados pero respiraba agitadamente. Evelyn vio entonces que su hermano se ocultaba pegándose a la pared, pero de inmediato se abalanzó contra la puerta y golpeó fuertemente la mirilla con la mano. La chica retrocedió y tropezó con los zapatos del vestíbulo.
– Abre -exigió él-. De lo contrario, mataré al policía. Llamaré al timbre de los vecinos y los mataré también a ellos. Comenzaré con esta puerta de aquí.
Entonces Evelyn se vio obligada a resignarse, ya no lo soportaba más. Sus esperanzas se acabaron cuando la razón le dijo que nunca podría deshacerse de Josef. Con manos temblorosas, abrió la puerta y dejó pasar a su hermano. Su único pensamiento era que prefería morir antes que permitir que él volviera a asesinar a alguien.
Reine explica lo mejor que puede el curso de los acontecimientos a partir de la declaración de la chica. Supone que Evelyn quiso ayudar al policía herido y evitar nuevos asesinatos, y que por eso abrió la puerta.
– Jacobsson se recuperará -dice-. Le salvó la vida al obedecer a su hermano.
Kennet sacude la cabeza.
– ¿Qué es lo que le ocurre a la gente? -se lamenta.
Reine se rasca cansado la frente.
– Le salvó la vida a tu hija -dice.
Kennet llama con cuidado a la puerta de la habitación de Simone y luego la entreabre. Las cortinas están corridas y las lámparas apagadas. Entorna los ojos para ver en la oscuridad. En un sofá divisa un bulto que deduce que podría ser su hija.
– ¿Simone? -susurra.
– Estoy aquí, papá.
La voz proviene del sofá.
– ¿Quieres permanecer a oscuras? ¿Enciendo la luz?
– No lo soporto, papá -suspira ella tras un momento-. No lo soporto más.
Kennet se acerca con pasos silenciosos. Se sienta en el sofá y envuelve a su hija en un abrazo mientras ella rompe a llorar de manera desgarradora.
– Una vez, cuando eras pequeña -suspira él palmeándole la espalda-, pasé frente a tu parvulario con el coche de policía y te vi de pie en el jardín. Tenías el rostro vuelto hacia la valla y llorabas. Los mocos colgaban de tu nariz, estabas mojada y sucia, y ninguno de los profesores hacía nada para consolarte. Sólo estaban allí hablando entre ellos, indiferentes a lo que te ocurría.
– ¿Y qué hiciste? -susurra Simone.
– Aparqué el coche y me acerqué a ti.
Él sonríe para sí en la oscuridad.
– En seguida dejaste de llorar. Tomaste mi mano y viniste conmigo.
Se queda en silencio.
– Imagina si ahora pudiera sólo tomarte la mano e ir a casa contigo.
Ella asiente, inclina la cabeza sobre él y luego pregunta:
– ¿Sabes algo de Sim?
El le acaricia la mejilla y por un breve instante se pregunta si debe contarle o no la verdad. El médico le ha explicado sin cortesía alguna que Shulman había perdido demasiada sangre, tenía severos danos cerebrales y no había nada que se pudiera hacer. Finalmente añadió que no creía posible que despertara alguna vez del coma.
– Todavía no lo saben con certeza -dice cautelosamente-, pero… -Kennet deja escapar un suspiro-. No pinta bien, cariño.
Ella se sacude por los sollozos.
– No lo soporto, no lo soporto -se lamenta.
– Está bien, vamos… He llamado a Erik, está de camino.
Ella asiente.
– Gracias, papá.
Kennet vuelve a palmearle en la espalda.
– No puedo más -murmura Simone.
– No llores, cariño.
Pero ella sigue llorando y lamentándose.
– No lo soporto más…
En ese mismo momento, la puerta se abre y Erik enciende la luz. Se aproxima a ellos y se sienta junto a Simone en el sofá.
– Gracias a Dios que estás bien.
Ella hunde la cabeza en su pecho.
– Erik… -dice casi sofocada en su abrazo.
Él le acaricia la cabeza. Parece muy cansado, pero su mirada es despierta y aguda. Ella piensa que huele a su hogar, a su familia.
– Erik -dice entonces Kennet en tono serio-. Hay algo importante que debes saber. También tú, Simone. He hablado con Aida.
– ¿Ha dicho algo? -pregunta Simone.
– Le conté que habíamos cogido a Wailord y a los demás -dice Kennet-. No quería que siguiera teniendo miedo.
Erik lo mira con curiosidad.
– Es una larga historia, te la contaré cuando tengamos tiempo. Pero…
Kennet respira con fuerza y declara con voz áspera y cansada:
– Alguien contactó con Benjamín algunos días antes de que desapareciera. Alguien que se hizo pasar por su verdadera madre, por su madre biológica.
Simone suelta de inmediato a Erik y mira a su padre. Se limpia la nariz y pregunta con un hilo de voz debido al llanto:
– ¿Su verdadera madre?
Kennet asiente.
– Aida me contó que esa mujer le daba dinero y lo ayudaba con sus deberes.