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Alzó una rama gruesa que ardía en un extremo y Berto la tuvo en un ojo antes de que pudiera esquivarla. Eso lo puso fuera de combate durante un rato. Bilbo hizo todo lo que pudo. Se aferró de algún modo a una pierna de Tom —era gruesa como el tronco de un árbol joven—, pero lo enviaron dando vueltas hasta la copa de unos arbustos, mientras Tom pateaba las chispas hacia la cara de Thorin. La rama golpeó los dientes de Tom, que perdió un incisivo. Esto lo hizo aullar, os lo aseguro. Pero justo en ese momento, Guille apareció detrás y le echó a Thorin un saco a la cabeza y se lo bajó hasta los pies. Y así acabó la lucha. Un bonito escabeche eran todos ellos ahora, primorosamente atados en sacos, con tres trolls enfadados (dos con quemaduras y golpes que recordar) sentados cerca, discutiendo si los asarían a fuego lento, si los picarían fino y luego los cocerían, o bien si se sentarían sobre ellos, haciéndolos papilla; y Bilbo en lo alto de un arbusto, con la piel y las vestiduras rasgadas, no atreviéndose a intentar un movimiento, por miedo de que lo oyeran.

Fue entonces cuando volvió Gandalf, pero nadie lo vio. Los trolls acababan de decidir que meterían a los enanos en el asador y se los comerían más tarde; había sido idea de Berto, y tras una larga discusión todos estuvieron de acuerdo.

—No es buena idea asarlos ahora, nos llevaría toda la noche —dijo una voz; Berto creyó que era la voz de Guille—. No empecemos de nuevo la discusión, Guille —dijo el otro—, o sí que nos llevaría toda la noche.

—¿Quién está discutiendo? —dijo Guille, creyendo que había sido Berto el que había hablado.

—¡Tú! —dijo Berto.

—Eres un mentiroso —dijo Guille, y así empezó otra vez la discusión.

Por fin decidieron picarlos y cocerlos, así que trajeron una gran cacerola negra y sacaron los cuchillos.

—¡No está bien cocerlos! No tenemos agua y hay todo un buen trecho hasta el pozo —dijo una voz; Berto y Guille creyeron que era la de Tom.

—¡Calla o nunca acabaremos! Y tú mismo traerás el agua si dices una palabra más.

—¡Cállate tú! —dijo Tom, quien creyó que era la voz de Guille—. ¿Quién discute, sino tú?

—Eres bobito —dijo Guille.

—¡Bobito tú! —respondió Tom.

Y así comenzó otra vez la discusión, y continuó más enconada que nunca, hasta que por fin decidieron sentarse sobre los sacos uno a uno, aplastarlos y cocerlos más tarde.

—¿Sobre cuál nos sentaremos primero? —dijo la voz.

—Mejor sentarnos primero sobre el último tipo —dijo Berto, cuyo ojo había sido lastimado por Thorin, creyendo que era Tom el que hablaba.

—No hables solo —dijo Tom—, pero si quieres sentarte sobre el último, hazlo. ¿Cuál es?

—El de las medias amarillas —dijo Berto.

—Tonterías, el de las medias grises —dijo una voz que parecía la de Guille.

—Me aseguré de que eran amarillas —dijo Berto.

—Amarillas eran —corroboró Guille.

—Entonces ¿por qué dijiste que eran medias grises? —preguntó Berto.

—Nunca dije eso. Fue Tom.

—Yo no lo dije. Fuiste tú —dijo Tom.

—Apuesto dos contra uno, ¡así que cierra la boca! —dijo Berto.

—¿A quién le estás hablando? —preguntó Guille.

—¡Basta ya! —dijeron Tom y Berto al mismo tiempo—. La noche avanza y amanece temprano. ¡Sigamos!

—¡Que el amanecer caiga sobre todos y que sea piedra para vosotros! —dijo una voz que sonó como la de Guille; pero no lo era.

En ese preciso instante, la aurora apareció sobre la colina y hubo un bullicioso gorjeo en la enramada. Guille ya no dijo nada más, pues se convirtió en piedra mientras se encorvaba, y Berto y Tom se quedaron inmóviles como rocas cuando lo miraron.

Y allí están hasta nuestros días, solos, a menos que los pájaros se posen sobre ellos; pues los trolls, como seguramente sabéis, tienen que estar bajo tierra antes del alba, o vuelven a la materia montañosa de la que están hechos, y nunca más se mueven. Esto fue lo que les ocurrió a Berto, Tom y Guille.

—¡Excelente! —dijo Gandalf, mientras aparecía desde atrás de un árbol y ayudaba a Bilbo a descender de un arbusto espinoso.

Entonces Bilbo entendió. Había sido la voz del brujo la que había tenido a los ogros discutiendo y peleando por naderías hasta que la luz asomó y acabó con ellos.

Lo siguiente fue desatar los sacos y liberar a los enanos. Estaban casi asfixiados y muy fastidiados; no les había divertido nada estar allí tendidos, oyendo a los ogros que hacían planes para asarlos, picarlos y cocerlos. Tuvieron que escuchar más de dos veces el relato de lo que le había ocurrido a Bilbo antes de quedar satisfechos.

—¡Tiempo tonto para andar practicando el arte de birlar y desvalijar bolsillos! —dijo Bombur—. Todo lo que queríamos era comida y lumbre.

—Y eso es justamente lo que no hubierais conseguido de esa gente sin lucha, en cualquier caso —replicó Gandalf—. De todos modos, ahora estáis perdiendo el tiempo. ¿No os dais cuenta de que los trolls han de tener alguna cueva o agujero excavado aquí cerca para esconderse del Sol? Tenemos que investigarlo.

Buscaron alrededor y pronto encontraron las marcas de las botas de piedra entre los árboles. Siguieron las huellas colina arriba hasta que descubrieron una puerta de piedra, escondida detrás de unos arbustos y que llevaba a una caverna. Pero no pudieron abrirla, ni aún cuando todos empujaron mientras Gandalf probaba varios encantamientos.

—¿Será esto de alguna utilidad? —preguntó Bilbo cuando ya se estaban cansando y enfadando—. Lo encontré en el suelo donde los trolls tuvieron la discusión —y extrajo una llave bastante grande, aunque Guille la hubiese considerado pequeña y secreta; por fortuna se le había caído del bolsillo antes de quedar convertido en piedra.

—Pero, ¿por qué no lo dijiste antes? —le gritaron.

Gandalf arrebató la llave y la introdujo en la cerradura. Entonces la puerta se abrió hacia atrás con un solo empellón, y todos entraron. Había huesos esparcidos por el suelo, y un olor nauseabundo en el aire, pero había también una buena cantidad de comida mezclada al descuido en estantes y sobre el suelo, entre un cúmulo de cosas tiradas en desorden, producto de muchos botines, desde botones de estaño a ollas colmadas de monedas de oro apiladas en un rincón. Había también montones de vestidos que colgaban de las paredes —demasiado pequeños para los trolls; me temo que pertenecían a las víctimas—, y entre ellos muchas espadas de diversa factura, forma y tamaño. Dos les llamaron particularmente la atención, por las hermosas vainas y las empuñaduras enjoyadas. Gandalf y Thorin tomaron una cada uno, y Bilbo un cuchillo con vaina de cuero. Para un troll no hubiera sido más que un pequeño cortaplumas, pero al hobbit le servía como espada corta.

—Las hojas parecen buenas —dijo el mago desenvainando una a medias y observándola con curiosidad—. No han sido forjadas por ningún troll ni herrero humano de estos lugares y días, pero cuando podamos leer las runas que hay en ellas, sabremos más.

—Salgamos de este hedor horrible —dijo Fili.

Y así sacaron las ollas de monedas y todos los alimentos que parecían limpios y adecuados para comer, así como un barril de cerveza del país todavía lleno. Sintieron ganas de desayunar, y hambrientos como estaban no hicieron ascos a lo que habían sacado de las despensas de los trolls. De las provisiones que habían traído quedaba ya poco, pero ahora tenían pan, queso, gran cantidad de cerveza y panceta para asar a las brasas.

Luego se durmieron, pues la noche no había sido tranquila, y no hicieron nada hasta la tarde. Entonces trajeron los poneys y se llevaron las ollas del oro y las enterraron con mucho secreto no lejos del sendero que bordea el río, echándoles numerosos encantamientos, por si alguna vez tenían oportunidad de regresar y recobrarlas. Enseguida, volvieron a montar, y trotaron otra vez por el camino hacia el Este.