—¿Dónde has ido, si puedo preguntártelo? —dijo Thorin a Gandalf mientras cabalgaban.
—A mirar adelante —respondió Gandalf.
—¿Y qué te hizo volver en el momento preciso?
—Mirar hacia atrás.
—De acuerdo, pero ¿no podrías ser más explícito?
—Me adelanté a explorar el camino. Pronto se hará peligroso y difícil. Deseaba también acrecentar nuestras pequeñas reservas de alimentos. Sin embargo no había ido muy lejos cuando me encontré con un par de amigos de Rivendel.
—¿Dónde queda eso? —preguntó Bilbo.
—No interrumpas —dijo Gandalf—. Llegarás allí en pocos días, si tenemos suerte, y lo sabrás todo. Como estaba diciendo, encontré dos de los hombres de Elrond. Huían asustados de los trolls. Por ellos supe que tres trolls habían bajado de las montañas y se habían asentado en el bosque, no lejos del camino. Habían espantado a toda la gente del distrito y tendían celadas a los extraños. Enseguida tuve el presentimiento de que yo hacía falta. Mirando atrás, vi fuego a lo lejos y me vine. Así que ya lo sabes ahora. Por favor, ten más cuidado la próxima vez; ¡o no llegaremos a ninguna parte!
—¡Gracias! —dijo Thorin.
3
Un breve descanso
No cantaron ni contaron historias aquel día, aunque el tiempo mejoró; ni al día siguiente, ni al otro. Habían empezado a sentir que el peligro estaba bastante cerca y a ambos lados. Acamparon bajo las estrellas, y los caballos comieron mejor que ellos mismos, pues la hierba abundaba, pero no quedaba mucho en los zurrones, aún contando con lo que habían sacado a los trolls.
Una mañana vadearon un río por un lugar ancho y poco profundo, resonante de piedras y espuma. La orilla opuesta era escarpada y resbaladiza. Cuando llegaron a la cresta, guiando los poneys, vieron que las grandes montañas descendían ya muy cerca hacia ellos. Parecían alzarse a sólo un día de cómodo viaje desde la falda más cercana. Tenían un aspecto tenebroso y lóbrego, aunque había manchas de Sol en las laderas oscuras, y más allá centelleaban las cumbres nevadas.
—¿Es aquélla la Montaña? —preguntó Bilbo con voz solemne, mirándola con asombro; nunca había visto antes algo que pareciese tan enorme.
—¡Desde luego que no! —dijo Balin—. Esto es sólo el principio de las Montañas Brumosas, tenemos que cruzarlas de algún modo, por encima o por debajo, antes de que podamos internarnos en las Tierras Ásperas de más allá. Y aún queda un largo camino desde el otro lado hasta la Montaña Solitaria de Oriente, en la que Smaug yace tendido sobre el tesoro.
—¡Oh! —dijo Bilbo, y en aquel mismo instante se sintió cansado como nunca hasta entonces; añoraba una vez más la silla confortable delante del fuego y la salita preferida en el agujero-hobbit, y el canto de la marmita. ¡No por última vez!
Gandalf encabezaba ahora la marcha.
—No nos salgamos del camino, o ya nada podrá salvarnos —dijo—. Necesitamos comida, en primer lugar, y descanso con una seguridad razonable; además es muy importante internarse en las Montañas Brumosas por el sendero apropiado, o de lo contrario os perderéis y tendréis que volver y empezar de nuevo por el principio (si llegáis a volver).
Le preguntaron hacia dónde estaba conduciéndolos, y él respondió:
—Habéis llegado a los límites mismos de las tierras salvajes, como algunos sabéis sin duda. Oculto en algún lugar delante de nosotros está el hermoso valle de Rivendel, donde vive Elrond en la última Morada. Le envié un mensaje por mis amigos y nos está esperando.
Aquello sonaba agradable y reconfortante pero no habían llegado aún, y no era tan fácil como parecía encontrar la última Morada al oeste de las Montañas. No había árboles, valles o colinas que quebrasen el terreno delante de ellos: la vasta pendiente ascendía poco a poco hasta el pie de la montaña más próxima, una ancha tierra descolorida de brezo y piedra rota, con manchas de latigazos de verde de hierbas y verde de musgos que señalaban dónde podía haber agua.
Pasó la mañana, llegó la tarde; pero no había señales de que alguien habitara en ese yermo silencioso. La inquietud de todos iba en aumento, pues veían ahora que la casa podía estar oculta casi en cualquier lugar entre ellos y las montañas.
Se encontraban de pronto con valles inesperados, estrechos, de paredes escarpadas, que se abrían de súbito, y ellos miraban hacia abajo y se sorprendían, pues había árboles y una corriente de agua en el fondo. Algunos desfiladeros casi hubieran podido cruzarlos de un salto, pero eran en cambio muy profundos, y el agua corría por ellos en cascadas. Había gargantas oscuras que no podían cruzarse sin trepar. Había ciénagas; algunas eran lugares verdes de aspecto agradable, donde crecían flores altas y luminosas; pero un poney que caminase por allí llevando una carga nunca volvería a salir.
Por cierto, era una tierra que se extendía desde el vado a las montañas, de una vastedad que nunca hubieseis llegado a imaginar. Bilbo estaba asombrado. Unas piedras blancas, algunas pequeñas y otras medio cubiertas de musgo o brezo, señalaban el único sendero. En verdad era una tarea muy lenta la de seguir el rastro, aún guiados por Gandalf, que parecía conocer bastante bien el camino.
La cabeza y la barba de Gandalf se movían de aquí para allá cuando buscaba las piedras, y ellos lo seguían; pero cuando el día empezó a declinar no parecían haberse acercado mucho al término de la busca.
La hora del té había pasado hacía tiempo y parecía que la de la cena pronto iría por el mismo camino. Había mariposas nocturnas que revoloteaban alrededor y la luz era ahora muy débil, pues aún no había salido la Luna.
El poney de Bilbo comenzó a tropezar en raíces y piedras. Llegaron tan de repente al borde mismo de un declive abrupto, que el caballo de Gandalf casi resbaló pendiente abajo.
—¡Aquí está, por fin! —anunció el mago, y los otros se agruparon en torno y miraron por encima del borde; vieron un valle allá abajo.
Podían oír el murmullo del agua que se apresuraba en el fondo, sobre un lecho de piedras; en el aire había un aroma de árboles, y en la vertiente del otro lado brillaba una luz.
Bilbo nunca olvidó cómo rodaron y resbalaron en el crepúsculo, bajando por el sendero empinado y zigzagueante hasta entrar en el valle secreto de Rivendel. El aire era más cálido a medida que descendían, y el olor de los pinos amodorraba a Bilbo, quien de vez en cuando cabeceaba y casi se caía, o daba con la nariz en el pescuezo del poney.
Todos parecían cada vez más animados mientras bajaban.
Las hayas y los robles substituyeron a los pinos, y el crepúsculo era como una atmósfera de serenidad y bienestar. El último verde casi había desaparecido de la hierba, cuando llegaron al fin a un claro despejado, no muy por encima de las riberas del arroyo.
«¡Hummm! ¡Huele como a elfos!», pensó Bilbo, y levantó los ojos hacia las estrellas. Ardían brillantes y azules. justo entonces una canción brotó de pronto, como una risa entre los árboles:
De esta manera reían y cantaban entre los árboles, y vaya desatino, pensaréis vosotros, supongo. Pero no les importaría nada si se lo dijeseis; se reirían todavía más. Eran elfos, desde luego.