Выбрать главу

Pronto Bilbo empezó a distinguirlos, a medida que aumentaba la oscuridad. Le gustaban los elfos, aunque rara vez tropezaba con ellos, pero al mismo tiempo lo asustaban un poco.

Los enanos no se llevaban bien con aquellas criaturas. Aún enanos bastante simpáticos, como Thorin y sus amigos, pensaban que los elfos eran tontos (un pensamiento muy tonto, por cierto), o se enfadaban con ellos. Pues algunos elfos les tomaban el pelo y se reían de los enanos, y sobre todo de sus barbas.

—¡Bueno, bueno! —dijo una voz—. ¡Miren qué cosa! ¡Bilbo el hobbit en un poney, cielos! ¿No es delicioso?

—¡Maravilla de maravillas!

Enseguida se pusieron a corear otra canción, tan ridícula como la que he copiado entera. Al fin uno, un joven alto, salió de los árboles y se inclinó ante Gandalf y Thorin.

—¡Bienvenidos al valle! —dijo.

—¡Gracias! —dijo Thorin con alguna brusquedad, pero Gandalf había bajado ya del caballo y charlaba alegre entre los elfos.

—Te has desviado un poco del camino —dijo el elfo—. Es decir, si quieres ir por el único sendero que cruza el río hacia la casa de más allá. Nosotros te guiaremos, pero sería mejor que fueseis a pie hasta pasar el puente. ¿Te quedarás un rato y cantarás con nosotros, o te marcharás enseguida? Allá se está preparando la cena —dijo—. Puedo oler el fuego de leña de la cocina.

Cansado como estaba, a Bilbo le hubiese gustado quedarse un rato. El canto de los elfos no es para perdérselo, en junio bajo las estrellas, si te interesan esas cosas. También le hubiese gustado tener unas pocas palabras aparte con estas gentes, que parecían saber cómo se llamaba y todo acerca de él, aunque nunca los hubiese visto. Pensaba que la opinión de los elfos sobre la aventura podría ser interesante. Los elfos saben mucho y es asombroso cómo están enterados de lo que ocurre entre las gentes de la tierra, pues las noticias corren entre ellos tan rápidas como el agua de un río, o tal vez más.

Pero los enanos estaban todos de acuerdo en cenar cuanto antes y no quedarse mucho tiempo. Siguieron adelante, guiando a los poneys, hasta que llegaron a una buena senda, y así por fin al borde del mismo río.

Corría rápido y ruidoso, como un arroyo de la montaña en un atardecer de verano, cuando el Sol ha estado iluminando todo el día la nieve de las cumbres. Sólo había un puente estrecho de piedra, sin parapeto, tan estrecho que apenas si cabía un poney, y tuvieron que cruzarlo despacio y con cuidado, en fila, llevando cada uno un poney por las riendas. Los elfos habían traído faroles brillantes a la orilla y cantaron una animada canción mientras el grupo iba pasando.

—¡No mojes tu barba con la espuma, padre! —le gritaron a Thorin, que de tan encorvado iba casi a gatas—. Ya es bastante larga sin necesidad de que la mojes.

—¡Cuidado con Bilbo, que no se vaya a comer todos los bizcochos! —dijeron—. ¡Todavía está demasiado gordo para colarse por el agujero de la cerradura!

—¡Silencio, silencio, Buena Gente! ¡Y buenas noches! —dijo Gandalf, que había llegado último—. Los valles tienen oídos, y algunos elfos tienen lenguas demasiado sueltas. ¡Buenas noches!

Y así llegaron por fin a la última Morada, y encontraron las puertas abiertas de par en par.

Ahora bien, parece extraño, pero las cosas que es bueno tener y los días que se pasan de un modo agradable se cuentan muy pronto, y no se les presta demasiada atención; en cambio, las cosas que son incómodas, estremecedoras, y aún horribles, pueden hacer un buen relato, y además lleva tiempo contarlas. Se quedaron muchos días en aquella casa agradable, catorce al menos, y les costó irse. Bilbo se hubiese quedado allí con gusto para siempre, incluso suponiendo que un deseo hubiera podido transportarlo sin problemas directamente de vuelta al agujero-hobbit. No obstante, algo hay que contar sobre esta estancia.

El dueño de casa era amigo de los elfos, una de esas gentes cuyos padres aparecen en cuentos extraños, anteriores al principio de la historia misma, las guerras de los trasgos malvados y los elfos, y los primeros hombres del Norte. En los días de nuestro relato, había aún algunas gentes que descendían de los elfos y los héroes del Norte; y Elrond, el dueño de la casa, era el jefe de todos ellos.

Era tan noble y de facciones tan hermosas como un señor de los elfos, fuerte como un guerrero, sabio como un mago, venerable como un rey de los enanos, y benévolo como el estío. Aparece en muchos relatos, pero la parte que desempeña en la historia de la aventura de Bilbo es pequeña, aunque importante, como veréis, si alguna vez llegamos a acabarla. La casa era perfecta tanto para comer o dormir como para trabajar, o contar historias, o cantar, o simplemente sentarse y pensar mejor, o una agradable mezcla de todo esto. La perversidad no tenía cabida en aquel valle.

Desearía tener tiempo para contaros sólo unas pocas de `las historias o una o dos de las canciones que se oyeron entonces en aquella casa. Todos los viajeros, incluyendo los poneys, se sintieron refrescados y fortalecidos luego de pasar allí unos pocos días. Les compusieron los vestidos, tanto como las magulladuras, el humor y las esperanzas. Les llenaron las alforjas con comida y provisiones, de poco peso, pero fortificantes, buenas para cruzar los desfiladeros. Les aconsejaron bien y corrigieron los planes de la expedición. Así llegó el solsticio de verano y se dispusieron a partir otra vez con los primeros rayos del Sol estival.

Elrond lo sabía todo sobre runas de cualquier tipo. Aquel día observó las espadas que habían tomado en la guarida de los trolls y comentó:

—Esto no es obra de los trolls. Son espadas antiguas, muy antiguas, de los Altos Elfos del Oeste, mis parientes. Están hechas en Gondolin para las guerras de los trasgos. Tienen que haber sido parte del tesoro escondido de un dragón, o de un botín de los trasgos, pues los dragones y los trasgos destruyeron esa ciudad hace muchos siglos. En ésta, Thorin, las runas dicen Orcrist, la Hiende trasgos, en la ancestral lengua de Gondolin; fue una hoja famosa. Ésta, Gandalf, fue Glamdring, Martillo de enemigos, que una vez llevó el rey de Gondolin. ¡Guardadlas bien!

—¿De dónde las habrán sacado los trolls, me pregunto? —murmuró Thorin mirando su espada con renovado interés.

—No sabría decirlo —dijo Elrond—, pero puede suponerse que vuestros trolls habrán saqueado otros botines, o habrán descubierto los restos de viejos robos en alguna cueva de las montañas. He oído que hay quizá todavía tesoros ignotos en las cavernas desiertas de las Minas de Moria, desde la guerra de los enanos y los trasgos.

Thorin meditó estas palabras.

—Llevaré esta espada con honor —dijo—. ¡Ojalá pronto hienda trasgos otra vez!

—¡Un deseo que quizá se cumpla muy pronto en los montes! —dijo Elrond—. ¡Pero mostradme ahora vuestro mapa!

Lo tomó y lo miró largo rato, y meneó la cabeza; pues si no aprobaba del todo a los enanos y el amor que le tenían al oro, odiaba a los dragones y la cruel perversidad de estas bestias, y se afligió al recordar la ruina de la ciudad de Valle y aquellas campanas alegres, y las riberas incendiadas del centelleante Río Rápido. La Luna resplandecía en un amplio cuarto creciente de plata. Elrond alzó el mapa y la luz blanca lo atravesó.

—¿Qué es esto? —dijo—. Hay letras lunares aquí, junto a las runas que dicen «cinco pies de altura y tres pasan con holgura».

—¿Qué son las letras lunares? —preguntó el hobbit muy excitado; le encantaban los mapas, como ya os he dicho antes; y también le gustaban las runas y las letras, y las escrituras ingeniosas, aunque él escribía con letras delgadas y como patas de araña.

—Las letras lunares son letras rúnicas, pero que no se pueden ver —dijo Elrond—, no al menos directamente. Sólo se las ve cuando la Luna brilla por detrás, y en los ejemplos más ingeniosos la fase de la Luna y la estación tienen que ser las mismas que en el día en que fueron escritas. Los enanos las inventaron y las escribían con plumas de plata, como tus amigos te pueden contar. Éstas tienen que haber sido escritas en una noche del solsticio de verano con Luna creciente, hace ya largo tiempo.