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—¡Sí, sí! —dijeron Fili y Kili, aunque todos sabían que no podían haber estado allí mucho tiempo; habían regresado casi enseguida—. No es demasiado grande y tampoco muy profunda.

Naturalmente, esto es lo peligroso de las cuevas: a veces uno no sabe lo profundas que son, o a dónde puede llevar un pasadizo, o lo que te espera dentro. Pero en aquel momento las noticias de Fili y Kili parecieron bastante buenas. Así que todos se levantaron y se prepararon para trasladarse.

El viento aullaba y el trueno retumbaba aún, y era difícil moverse con los poneys. De todos modos, la cueva no estaba muy lejos. Al poco tiempo llegaron a una gran roca que sobresalía en la senda. Detrás, en la ladera de la montaña, se abría un arco bajo.

Había espacio suficiente para que pasaran los poneys apretujados, una vez que les quitaran las sillas. Debajo del arco era agradable oír el viento y la lluvia fuera y no cayendo sobre ellos, y sentirse a salvo de los gigantes y sus rocas.

Pero el mago no quería correr riesgos. Encendió su vara —como aquel día en el comedor de Bilbo que ahora parecía tan lejano, si lo recordáis— y con la luz exploraron la cueva de extremo a extremo.

Parecía de buen tamaño, pero no era demasiado grande ni misteriosa. Tenía el suelo seco y algunos rincones cómodos. En uno de ellos había lugar para los poneys, y allí permanecieron las bestias, muy contentas del cambio, humeando y mascando en los morrales. Oin y Gloin querían encender una hoguera en la entrada para secarse la ropa, pero Gandalf no quiso ni oírlo. Así que tendieron las cosas húmedas en el suelo y sacaron otras secas; luego ahuecaron las mantas, sacaron las pipas e hicieron anillos de humo que Gandalf volvía de diferentes colores y hacía bailar en el techo para entretenerlos. Charlaron y charlaron, y olvidaron la tormenta, y discutieron lo que cada uno haría con su parte del tesoro (cuando lo tuviesen, lo que de momento no parecía tan imposible); y así fueron quedándose dormidos uno tras otro. Y ésa fue la última vez que usaron los poneys, los paquetes, equipajes, herramientas y todo lo que habían traído con ellos.

No obstante, fue una suerte esa noche que hubiesen traído al pequeño Bilbo. Porque, por alguna razón, Bilbo no pudo dormirse hasta muy tarde; y luego tuvo unos sueños horribles. Soñó que una grieta en la pared del fondo de la cueva se agrandaba y se agrandaba, abriéndose más y más; y él estaba muy asustado pero no podía gritar, ni hacer otra cosa que seguir acostado, mirando. Después soñó que el suelo de la cueva cedía, y que se deslizaba, y que él empezaba a caer, a caer, quién sabe a dónde. En ese momento despertó con un horrible sobresalto y se encontró con que parte del sueño era verdad. Una grieta se había abierto al fondo de la cueva y era ya un pasadizo ancho. Apenas si tuvo tiempo de ver la última de las colas de los poneys, que desaparecía en la sombra. Por supuesto, lanzó un chillido estridente, tanto como puede llegar a serlo un chillido de hobbit, bastante asombroso si tenemos en cuenta el tamaño de estas criaturas.

Afuera saltaron los trasgos, trasgos grandes, trasgos enormes de cara fea, montones de trasgos, antes que nadie pudiera decir «peñas y breñas». Había por lo menos seis para cada enano, y dos más para Bilbo; y los apresaron a todos y los llevaron por la hendidura, antes que nadie pudiera decir «madera y hoguera». Pero no a Gandalf. Eso fue lo bueno del grito de Bilbo. Lo había despertado por completo en una décima de segundo, y cuando los trasgos iban a ponerle las manos encima, hubo un destello terrorífico, como un relámpago en la cueva, un olor como de pólvora, y varios cayeron muertos.

La grieta se cerró de golpe ¡y Bilbo y los enanos estaban en el lado equivocado! ¿Dónde se encontraba Gandalf? De eso ni ellos ni los trasgos tenían la menor idea, y los trasgos no esperaron a averiguarlo.

Tomaron a Bilbo y a los enanos, y los hicieron andar a toda prisa. El sitio era profundo, profundo y oscuro, tanto que sólo los trasgos que habían tenido la ocurrencia de vivir en el corazón de las montañas podían distinguir algo.

Los pasadizos se cruzaban y confundían en todas direcciones, pero los trasgos conocían el camino tan bien como vosotros el de la oficina de correo más próxima; y el camino descendía y descendía y la atmósfera era cada vez más enrarecida y horrorosa. Los trasgos eran muy brutos, pellizcaban sin compasión, y reían entre dientes o a carcajadas, con voces horribles y pétreas; y Bilbo se sentía más desgraciado aún que cuando el troll lo había levantado tirándole de los dedos de los pies. Una y otra vez se encontraba añorando el agradable y reluciente agujero-hobbit. No sería ésta la última ocasión.

De pronto apareció ante ellos el resplandor de una luz roja. Los trasgos empezaron a cantar, a croar, golpeteando los pies planos sobre la piedra, y sacudiendo también a los prisioneros.

¡Azota! ¡Volea! ¡La negra abertura! ¡Atrapa, arrebata! ¡Pellizca, apañusca! ¡Bajando, bajando, al pueblo de trasgos, vas tú, muchacho!
¡Embiste, golpea! ¡Estruja, revienta! ¡Martillo y tenaza! ¡Batintín y maza. ¡Machaca, machaca, a los subterráneos! ¡Jo, jo, muchacho!
¡Lacera apachurra! ¡Chasquea los látigos! ¡Aúlla y solloza! ¡Sacude, aporrea! ¡Trabaja trabaja! ¡A huir no te atrevas, mientras los trasgos beben y carcajean! ¡Rodando, rodando, por el subterráneo! ¡Abajo, muchacho!

El canto era realmente terrorífico, las paredes resonaban con el ¡azota volea! y con el ¡estruja revienta! y con la inquietante carcajada de los ¡jo, jo, muchacho!

El significado de la canción era demasiado evidente; pues ahora los trasgos sacaron los látigos y los azotaron con gritos de ¡lacera, apachurra! haciéndolos correr delante tan rápido como les era posible; y más de uno de los enanos estaba ya desgañitándose con aullidos incomparables, cuando entraron todos a los trompicones en una enorme caverna.

Estaba iluminada por una gran hoguera roja en el centro y por antorchas a lo largo de las paredes, y había allí muchos trasgos. Todos se reían, pateaban y batían palmas, cuando los enanos (con el pobrecito Bilbo detrás y más al alcance de los látigos) llegaron corriendo, mientras los trasgos que los arreaban daban gritos y chasqueaban los látigos.

Los poneys estaban ya agrupados en un rincón; y allí tirados estaban todos los sacos y paquetes, rotos y abiertos, revueltos por trasgos, y olidos por trasgos, y manoseados por trasgos, y disputados por trasgos.

Me temo que fue lo último que vieron de aquellos excelentes poneys, incluyendo un magnífico ejemplar blanco, pequeño y vigoroso, que Elrond había prestado a Gandalf, ya que el caballo no era apropiado para los senderos de la montaña. Porque los trasgos comen caballos y poneys y burros (y otras cosas mucho más espantosas), y siempre tienen hambre.

Sin embargo, los prisioneros sólo pensaban ahora en sí mismos. Los trasgos les encadenaron las manos a la espalda y los unieron a todos en línea, y los arrastraron hasta el rincón más lejano de la caverna con el pequeño Bilbo remolcado al extremo de la hilera. Allá, entre las sombras, sobre una gran piedra lisa, estaba sentado un trasgo terrible de cabeza enorme, y unos trasgos armados permanecían de pie alrededor blandiendo las hachas y las espadas curvas que ellos usan.

Ahora bien, los trasgos son crueles, malvados y de mal corazón. No hacen nada bonito, pero sí muchas cosas ingeniosas. Pueden excavar, túneles y minas tan bien como cualquier enano no demasiado diestro, cuando se toman la molestia, aunque comúnmente son desaseados y sucios. Martillos, hachas, espadas, puñales, picos y pinzas, y también instrumentos de tortura, los hacen muy bien, o consiguen que otra gente los haga, prisioneros o esclavos obligados a trabajar hasta que mueren por falta de aire y luz.

Es probable que ellos hayan inventado algunas de las máquinas que desde entonces preocupan al Mundo, en especial ingeniosos aparatos que matan enormes cantidades de gente de una vez, pues las ruedas y los motores y las explosiones siempre les encantaron, como también no trabajar con sus propias manos más de lo indispensable; pero en aquellos días, y en aquellos parajes agrestes, no habían ido (como se dice) todavía tan lejos.