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No odiaban especialmente a los enanos, no más de lo que odiaban a todos y todo, y particularmente lo metódico y próspero; en ciertos lugares unos enanos malvados han llegado a pactar con ellos. Pero tenían particular aversión por la gente de Thorin a causa de la guerra que habéis oído mencionar, pero que no viene a cuento en esta historia; y de todos modos a los trasgos no les preocupa a quién capturan, en tanto puedan dar el golpe en secreto y de un modo ingenioso, y los prisioneros no sean capaces de defenderse.

—¿Quiénes son esas miserables personas? —dijo el Gran Trasgo.

—¡Enanos, y esto! —dijo uno de los captores, tirando de la cadena de Bilbo de tal modo que el hobbit cayó delante de rodillas—. Los encontramos refugiados en nuestro Porche Principal.

—¿Qué pretendíais? —dijo el Gran Trasgo volviéndose hacia Thorin—. ¡Nada bueno, podría asegurarlo! ¡Espiar los asuntos privados de mis gentes, supongo! ¡Ladrones, no me sorprendería saber que lo sois! ¡Asesinos y amigos de los elfos, sin duda alguna! ¡Ven! ¿Qué tienes que decir?

—¡Thorin el enano, a vuestro servicio! —replicó Thorin: una mera nadería cortés—. De las cosas que sospechas e imaginas no tenemos la menor idea. Nos resguardamos de una tormenta en lo que parecía una cueva cómoda y no usada; nada más lejos de nuestro pensamiento que molestar de algún modo a los trasgos —¡esto era bastante cierto!

—¡Hum! —gruñó el Gran Trasgo—. ¡Eso es lo que dices! ¿Podría preguntarte qué hacíais allá arriba en las montañas, y de dónde venís y adónde vais? En realidad me gustaría saber todo sobre vosotros. No digo que pueda serviros de algo, Thorin Escudo de Roble, ya sé demasiado de tu gente; pero conozcamos de una vez la verdad. ¡De lo contrario prepararé para vosotros algo particularmente incómodo!

—Íbamos de viaje a visitar a nuestros parientes, nuestros sobrinos y sobrinas, y primeros, segundos y terceros primos, y otros descendientes de nuestros abuelos, que viven del lado oriental de estas realmente hospitalarias montañas —respondió Thorin, no sabiendo muy bien qué decir así de repente, pues era obvio que la verdad exacta no vendría a cuento.

—¡Es un mentiroso, oh tú en verdad el Terrible! —dijo uno de los captores—. Varios de los nuestros fueron fulminados por un rayo en la cueva cuando invitamos a estas criaturas a que bajaran, y están tan muertos como piedras. ¡Tampoco nos ha explicado esto! —sostuvo en alto la espada que Thorin había llevado, la espada que procedía del cubil de los trolls.

El Gran Trasgo dio un aullido de rabia realmente horrible cuando vio la espada, y todos los soldados crujieron los dientes, batieron los escudos, y patearon.

Reconocieron la espada al momento. En otro tiempo había dado muerte a cientos de trasgos, cuando los elfos rubios de Gondolin los cazaron en las colinas o combatieron al pie de las murallas. La habían denominado Orcrist, Hiende trasgos, pero los trasgos la llamaban simplemente Mordedora. La odiaban, y odiaban todavía más a cualquiera que la llevase.

—¡Asesinos y amigos de los elfos! —gritó el Gran Trasgo—. ¡Acuchilladlos! ¡Golpeadlos! ¡Mordedlos! ¡Que les rechinen los dientes! ¡Llevadlos a agujeros oscuros repletos de víboras y que nunca vuelvan a ver la luz! —tenía tanta rabia que saltó del asiento y se lanzó con la boca abierta hacia Thorin justo en ese momento todas las luces de la caverna se apagaron, y la gran hoguera se convirtió, ¡puf!, en una torre de resplandeciente humo azul que subía hasta el techo, esparciendo penetrantes chispas blancas entre todos los trasgos.

Los gritos y lamentos, gruñidos, farfulleos y chapurreos, aullidos, alaridos y maldiciones, chillidos y graznidos que siguieron entonces, eran indescriptibles. Varios cientos de gatos salvajes y lobos asados vivos, todos juntos y despacio, no hubieran hecho tanto alboroto. Las chispas ardían abriendo agujeros en los trasgos, y el humo que ahora caía del techo oscurecía tanto el aire, que ni siquiera ellos mismos podían ver. Pronto empezaron a caer unos sobre otros y a rodar en montones por el suelo, mordiendo, pateando y peleando, como si todos se hubieran vuelto locos.

De repente una espada destelló con luz propia. Bilbo vio que atravesaba de lado a lado al Gran Trasgo, mudo de asombro y furioso a la vez. Cayó muerto, y los soldados trasgos, huyendo y gritando delante de la espada, desaparecieron en la oscuridad.

La espada volvió a la vaina.

—¡Seguidme aprisa! —dijo una voz fiera y queda.

Y antes que Bilbo comprendiese lo que había ocurrido, estaba ya trotando de nuevo, tan rápido como podía, al final de la columna, bajando por más pasadizos oscuros mientras los alaridos del salón de los trasgos quedaban atrás, cada vez más débiles. Una luz pálida los guiaba.

—¡Más rápido, más rápido! —decía la voz—. Pronto volverán a encender las antorchas.

—¡Espera un momento! —dijo Dori, que estaba detrás, al lado de Bilbo, y era un excelente compañero.

Como mejor pudo, con las manos atadas, consiguió que el hobbit se le subiera a los hombros, y luego echaron todos a correr, con un tintineo de cadenas y más de un tropezón, ya que no tenían manos para sostenerse. No se detuvieron por un largo rato, cuando ya estaban sin duda en el corazón mismo de la montaña.

Entonces Gandalf encendió la vara. Por supuesto, era Gandalf; pero en ese momento todos estaban demasiado ocupados para preguntar cómo había llegado allí. Volvió a sacar la espada, y una vez más la hoja destelló en la oscuridad; ardía con una furia centelleante si había trasgos alrededor, y ahora brillaba como una llama azul por el deleite de haber matado al gran señor de la cueva. No le costó nada cortar las cadenas de los trasgos y liberar lo más rápido posible a todos los prisioneros. El nombre de esta espada, recordaréis, era Glamdring, Martillo de enemigos. Los trasgos la llamaban simplemente Demoledora, y la odiaban, si eso es posible, todavía más que a Mordedora. También Orcrist había sido salvada, pues Gandalf se la había arrebatado a uno de los guardias aterrorizados. Gandalf pensaba en todo; y aunque no podía hacer cualquier cosa, ayudaba siempre a los amigos en aprietos.

—¿Estamos todos aquí? —dijo, entregando la espada a Thorin con una reverencia—. Veamos: uno, Thorin; dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once. ¿Dónde están Fili y Kili? ¡Aquí! Doce, trece... y he ahí al señor Bolsón: ¡catorce! ¡Bien, bien! Podría ser peor, y sin embargo podría ser mucho mejor. Sin poneys, y sin comida, y sin saber muy bien dónde estamos, ¡y unas hordas de trasgos furiosos justo detrás! ¡Sigamos adelante!

Siguieron adelante. Gandalf estaba en lo cierto: se oyeron ruidos de trasgos y unos gritos horribles allá detrás a lo lejos, en los pasadizos que habían atravesado. Se apresuraron entonces todavía más, y como el pobre Bilbo no podía seguirles el paso —pues los enanos son capaces de correr más deprisa, os lo aseguro, cuando tienen que hacerlo— se turnaron llevándolo a hombros.

Sin embargo los trasgos corren más que los enanos, y estos trasgos conocían mejor el camino (ellos mismos habían abierto los túneles), y estaban locos de furia; así que hiciesen lo que hiciesen, los enanos oían los gritos y aullidos que se acercaban cada vez más. Muy pronto alcanzaron a oír el ruido de los pies de los trasgos, muchos, muchos pies que parecían estar a la vuelta del último recodo. El destello de las antorchas rojas podía verse detrás de ellos en el túnel; y ya empezaban a sentirse muertos de cansancio.