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—¡Por qué, oh por qué habré dejado mi agujero-hobbit! —decía el pobre señor Bolsón, mientras se sacudía hacia arriba y abajo sobre la espalda de Bombur.

—¡Por qué, oh por qué habré traído a este pobrecito hobbit a buscar el tesoro! —decía el desdichado Bombur, que era gordo, y se bamboleaba mientras el sudor le caía en gotas de la nariz a causa del calor y el terror.

En aquel momento Gandalf se retrasó, y Thorin con él. Doblaron un recodo cerrado.

—¡Están a la vuelta! —gritó el mago—. ¡Desenvaina tu espada, Thorin!

No había más que hacer, y a los trasgos no les gustó. Venían corriendo a toda prisa y dando gritos, y al llegar al recodo tropezaron atónitos con Hiende trasgos y Martillo de enemigos, que brillaban frías y luminosas. Los que iban delante arrojaron las antorchas y dieron un alarido antes de morir. Los de atrás aullaban siguiéndolos.

—¡Mordedora y demoledora! —chillaron; y pronto todos estuvieron envueltos en una completa confusión, y la mayoría se apresuró a regresar por donde había venido.

Pasó bastante tiempo antes que cualquiera de ellos se atreviese a doblar aquel recodo. Mientras, los enanos se habían puesto otra vez en marcha, siguiendo un largo camino que los llevaba a los túneles oscuros del país de los trasgos. Cuando los trasgos se dieron cuenta, apagaron las antorchas y se deslizaron pisando con cuidado, y eligieron a los corredores más veloces, aquellos que tenían oídos como comadrejas en la oscuridad, y eran casi tan silenciosos como murciélagos.

Así ocurrió que ni Bilbo, ni los enanos, ni siquiera Gandalf, los oyeron llegar, ni tampoco los vieron. Pero los trasgos los vieron a ellos, pues la vara de Gandalf emitía una luz débil que ayudaba a los enanos a encontrar el camino.

De repente Dori, que ahora otra vez corría a la cola llevando a Bilbo, fue aferrado por detrás en la oscuridad. Gritó y cayó; y el hobbit rodó de los hombros de Dori a la negrura, se golpeó la cabeza contra una piedra, y no recordó nada más.

5

Acertijos en las tinieblas

Cuando Bilbo abrió los ojos, se preguntó si en verdad los habría abierto; pues todo estaba tan oscuro como si los tuviese cerrados. No había nadie cerca de él. ¡Imaginaos qué terror! No podía ver nada, ni oír nada, ni sentir nada, excepto la piedra del suelo.

Se incorporó muy lentamente y anduvo a tientas hasta tropezar con la pared del túnel; pero ni hacia arriba ni hacia abajo pudo encontrar nada, nada en absoluto, ni rastro de trasgos o enanos. La cabeza le daba vueltas y ni siquiera podía decir en qué dirección habrían ido los otros cuando cayó de bruces. Trató de orientarse de algún modo, y se arrastró largo trecho hasta que de pronto tocó con la mano algo que parecía un anillo pequeño, frío y metálico, en el suelo del túnel. Éste iba a ser un momento decisivo en la carrera de Bilbo, pero él no lo sabía. Casi sin darse cuenta se metió la sortija en el bolsillo. Por cierto, no parecía tener ninguna utilidad por ahora. No avanzó mucho más; se sentó en el suelo helado, abandonándose a un completo abatimiento. Se imaginaba friendo huevos y panceta en la cocina de su propia casa —pues alcanzaba a sentir, dentro de él, que era la hora de alguna comida—, pero esto sólo lo hacía más miserable.

No sabía a dónde ir, ni qué había ocurrido, ni por qué lo habían dejado atrás, o por qué, si lo habían dejado atrás, los trasgos no lo habían capturado; no sabía ni siquiera por qué tenía la cabeza tan dolorida. La verdad es que había estado mucho tiempo tendido y quieto, invisible y olvidado en un rincón muy oscuro.

Al cabo de un rato se palpó las ropas buscando la pipa. No estaba rota, y eso era algo. Buscó luego la petaca, y había algún tabaco, lo que ya era algo más, y luego buscó las cerillas y no encontró ninguna, y esto lo desanimó por completo. Sólo el cielo sabe qué cosa hubiera podido caer sobre él atraída por el roce de las cerillas y el olor del tabaco. Pero por ahora se sentía muy abatido. No obstante, rebuscando en los bolsillos y palpándose de arriba abajo en busca de cerillas, topó con la empuñadura de la pequeña espada, la daga que había obtenido de los trolls y que casi había olvidado; por fortuna, tampoco los trasgos la habían descubierto, pues la llevaba dentro de los calzones.

Entonces la desenvainó. La espada brilló pálida y débil ante los ojos de Bilbo. «Así que es una hoja de los elfos, también», pensó, «y los trasgos no están muy cerca, aunque tampoco bastante lejos».

Pero de alguna manera se sintió reconfortado. Era bastante bueno llevar una hoja forjada en Gondolin para las guerras de los trasgos de las que había cantado tantas canciones; y también había notado que esas armas causaban gran impresión entre los trasgos que tropezaban con ellas de improviso.

«¿Volver?», pensó. «No sirve de nada. ¿Ir por algún camino lateral? ¡Imposible! ¿Ir hacia adelante? ¡No hay alternativa! ¡Adelante pues!» Y se incorporó y trotó llevando la Espada alzada frente a él, una mano en la pared y el corazón palpitando.

Era evidente que Bilbo se encontraba en lo que puede llamarse un sitio estrecho. Pero recordad que no era tan estrecho para él como lo habría sido para vosotros o para mí. Los hobbits no se parecen mucho a la gente ordinaria, y aunque sus agujeros son unas viviendas muy agradables y acogedoras, adecuadamente ventiladas, muy distintas de los túneles de los trasgos, están más acostumbrados que nosotros a andar por galerías, y no pierden fácilmente el sentido de la orientación bajo tierra, no cuando ya se han recobrado de un golpe en el cráneo. También pueden moverse muy en silencio y esconderse con rapidez; se recuperan de un modo maravilloso de caídas y magulladuras, y tienen un fondo de prudencia y unos dichos juiciosos que la mayoría de los hombres no ha oído nunca o ha olvidado hace tiempo.

De cualquier modo, no me hubiera sentido a gusto en el sitio donde estaba el señor Bilbo. La galería parecía no tener fin. Todo lo que él sabía era que seguía bajando, siempre en la misma dirección, a pesar de un recodo y una o dos vueltas. Había pasadizos que partían de los lados aquí y allá, como podía saber por el brillo de la espada, o podía sentir con la mano en la pared. No les prestó atención, pero apresuraba el paso por temor a los trasgos o a cosas oscuras imaginadas a medias que asomaban en las bocas de los pasadizos. Adelante y adelante siguió, bajando y bajando; y todavía no se oía nada, excepto el zumbido ocasional de un murciélago que se le acercaba, asustándolo en un principio, pero que luego se repitió tanto que él dejó de preocuparse. No sé cuánto tiempo continuó así, odiando seguir adelante, no atreviéndose a parar, adelante y adelante, hasta que estuvo más cansado que cansado. Parecía que el camino continuaría así al día siguiente y más allá, perdiéndose en los días que vendrían después.

De pronto, sin ningún motivo, se encontró trotando en un agua fría como hielo. ¡Uf! Esto lo reanimó, rápida y bruscamente. No sabía si el agua era sólo un estanque en medio del camino, la orilla de un arroyo que cruzaba el túnel bajo tierra, o el borde de un lago subterráneo, oscuro y profundo. La espada apenas brillaba.

Se detuvo, y escuchando con atención alcanzó a oír unas gotas que caían desde un techo invisible en el agua de abajo; pero no parecía haber ningún otro tipo de ruido.

«De modo que es un lago o un pozo, y no un río subterráneo», pensó. Aún así no se atrevió a meterse en el agua a oscuras. No sabía nadar, y además pensaba en las criaturas barrosas y repugnantes, de ojos saltones y ciegos, que culebreaban sin duda en el agua. Hay extraños seres que viven en pozos y lagos en el corazón de los montes; pero cuyos antepasados llegaron nadando, sólo el cielo sabe hace cuánto tiempo, y nunca volvieron a salir, y los ojos les crecían, crecían y crecían mientras trataban de ver en la oscuridad; y allí hay también criaturas más viscosas que peces. Aún en los túneles y cuevas que los trasgos habían excavado para sí mismos, hay otras cosas vivas que ellos desconocen, cosas que han venido arrastrándose desde fuera para descansar en la oscuridad. Además, los orígenes de algunos de estos túneles se remontan a épocas anteriores a los trasgos, quienes sólo los ampliaron y unieron con pasadizos, y los primeros propietarios están todavía allí, en raros rincones, deslizándose y olfateando todo alrededor.