Aquí abajo junto al agua lóbrega vivía el viejo Gollum, una pequeña y viscosa criatura. No sé de dónde había venido, ni quién o qué era. Era Gollum: tan oscuro como la oscuridad, excepto dos grandes ojos redondos y pálidos en la cara flaca.
Tenía un pequeño bote y remaba muy en silencio por el lago, pues lago era, ancho, profundo y mortalmente frío. Remaba con los grandes pies colgando sobre la borda, pero nunca agitaba el agua. No él.
Los ojos pálidos e inexpresivos buscaban peces ciegos alrededor, y los atrapaba con los dedos largos, rápidos como el pensamiento.
Le gustaba también la carne. Los trasgos le parecían buenos, cuando podía echarles mano; pero trataba de que nunca lo encontraran desprevenido. Los estrangulaba por la espalda si alguna vez bajaba uno de ellos hasta la orilla del agua, mientras él rondaba en busca de una presa. Rara vez lo hacían, pues tenían el presentimiento de que algo desagradable acechaba en las profundidades, debajo de la raíz misma de la montaña.
Cuando excavaban los túneles, tiempo atrás, habían llegado hasta el lago y descubrieron que no podían ir más lejos. De modo que para ellos el camino terminaba en esa dirección, y de nada les valía merodear por allí, a menos que el Gran Trasgo los enviase.
A veces tenían la ocurrencia de buscar peces en el lago, y a veces ni el trasgo ni el pescado volvían. Gollum vivía en verdad en una isla de roca barrosa en medio del lago. Observaba a Bilbo desde lejos con los ojos pálidos como telescopios.
Bilbo no podía verlo, mientras el otro lo miraba, perplejo; parecía evidente que no era un trasgo. Gollum se metió en el bote y se alejó de la isla.
Bilbo, sentado a orillas del agua, se sentía desconcertado, como si hubiese perdido el camino y el juicio. De pronto asomó Gollum, que cuchicheó y siseó:
—¡Bendícenos y salpícanos, preciosso mío! Me huelo un banquete selecto; por lo menos nos daría para un sabroso bocado, ¡gollum! —y cuando dijo gollum hizo con la garganta un ruido horrible como si engullera.
Y así fue como le dieron ese nombre, aunque él siempre se llamaba a sí mismo «preciosso mío».
El hobbit dio un brinco cuando oyó el siseo, y de repente vio los ojos pálidos clavados en él.
—¿Quién eres? —preguntó, adelantando la espada.
—¿Qué ess él, preciosso mío? —susurró Gollum (que siempre se hablaba a sí mismo, porque no tenía a ningún otro con quien hablar).
Eso era lo que quería descubrir, pues en verdad no tenía mucha hambre, sólo curiosidad; de otro modo hubiese estrangulado primero y susurrado después.
—Soy el señor Bilbo Bolsón. He perdido a los enanos y al mago y no sé dónde estoy, y tampoco quiero saberlo, si pudiera salir.
—¿Qué tiene él en las manos? —dijo Gollum mirando la espada, que no le gustaba mucho.
—¡Una espada, una hoja nacida en Gondolin!
—Sss —dijo Gollum, y en un tono más cortés—: Quizá se siente aquí y charle conmigo un rato, preciosso mío. ¿Le gustan los acertijos? Quizá sí, ¿no? —estaba ansioso por parecer amable, al menos por un rato, y hasta que supiese algo más sobre la espada y el hobbit: si realmente estaba solo, si era bueno para comer, y si Gollum mismo tenía mucha hambre.
Acertijos era todo en lo que podía pensar. Proponerlos y alguna vez encontrar la solución había sido el único entretenimiento que había compartido con otras alegres criaturas, sentadas en sus agujeros, hacía muchos, muchos años, antes de quedarse sin amigos y de que lo echasen, solo, y se arrastrara descendiendo y descendiendo, a la oscuridad bajo las montañas.
—Muy bien —dijo Bilbo, muy dispuesto a mostrarse de acuerdo hasta descubrir algo más acerca de la criatura: si había venido sola, si estaba furiosa o hambrienta, y si era amiga de los trasgos—. Tú preguntas primero —dijo, pues no había tenido tiempo de pensar en un acertijo.
Así que Gollum siseó:
—¡Fácil! —dijo Bilbo—. Una montaña, supongo.
—¿Lo adivinó fácilmente? ¡Tendría que competir con nosotros, preciosso mío! Si preciosso pregunta y él no responde, nos lo comemos, preciosso. Si él pregunta y no contestamos, haremos lo que él quiera, ¿eh? ¡Le enseñaremos el camino de la salida, sí!
—De acuerdo —dijo Bilbo, no atreviéndose a discrepar y con el cerebro casi estallándole mientras pensaba en un acertijo que pudiese salvarlo de la olla.
Eso era todo lo que se le ocurría preguntar; la idea de comer le daba vueltas en la cabeza. Era además un acertijo bastante viejo, y Gollum conocía la respuesta tan bien como vosotros.
—Chiste viejo, chiste viejo —susurró—. ¡Los dientes, los dientes, preciosso mío! ¡Pero sólo tenemos seis!, preciosso.
Y enseguida propuso una segunda adivinanza.
—¡Un momento! —gritó Bilbo, incómodo, pensando aún en cosas que se comían. Por fortuna una vez había oído algo semejante, y recobrando el ingenio, pensó en la respuesta—. El viento, el viento, naturalmente —dijo, y quedó tan complacido que inventó en el acto otro acertijo.
«Esto confundirá a esta asquerosa criaturita subterránea», pensó.
—Ss, ss, ss —dijo Gollum; había estado bajo tierra mucho tiempo, y estaba olvidando esa clase de cosas, pero cuando Bilbo ya esperaba que el desdichado no podría responder, Gollum sacó a relucir recuerdos de tiempos y tiempos y tiempos atrás, cuando vivía con su abuela en un agujero a orillas de un río—. Ss, ss, ss, preciosso mío —dijo—. Quiere decir el Sol sobre las margaritas, eso quiere decir.
Pero estos acertijos sobre las cosas cotidianas al aire libre lo fatigaban. Le recordaban también los días en que aún no era una criatura tan solitaria y furtiva y repugnante, y lo sacaban de quicio. Más aún, le daban hambre, así que esta vez pensó en algo un poco más desagradable y difícil.
Para desgracia de Gollum, Bilbo había oído algo parecido en otros tiempos, y de cualquier modo la respuesta fue rotunda.
—¡La oscuridad! —dijo, sin ni siquiera rascarse la cabeza o ponerse la gorra de pensar.
Bilbo preguntó para ganar tiempo, hasta que pudiese pensar algo más difícil. Creyó que era un acertijo asombrosamente viejo y fácil, aunque no con estas mismas palabras, pero resultó ser un horrible problema para Gollum. Siseaba entre dientes, sin encontrar la respuesta, murmurando y farfullando. Al cabo de un rato Bilbo empezó a impacientarse.
—Bueno, ¿qué es? —preguntó—. La respuesta no es una marmita hirviendo, como pareces creer, por el ruido que haces.
—Una oportunidad, que nos dé una oportunidad, preciosso mío... ss... ss...