—¡Mi regalo de cumpleaños! —murmuraba, como había hecho a menudo en los oscuros días interminables—. Eso es lo que ahora queremoss, sí, ¡lo queremoss!
Lo quería porque era un anillo de poder, y si os lo poníais en el dedo, erais invisibles. Sólo a la plena luz del Sol podrían veros, y sólo por la sombra, temblorosa y tenue.
—¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Llegó a mí el día de mi cumpleaños, preciosso mío!
Así monologaba Gollum. Pero nadie sabe cómo Gollum había conseguido aquel regalo, hacía siglos, en los viejos días, cuando tales anillos abundaban en el Mundo. Quizá ni el propio Amo que los gobernaba a todos podía decirlo. Al principio Gollum solía llevarlo puesto hasta que le cansó, y desde entonces lo guardó en una bolsa pegada al cuerpo, hasta que le lastimó la piel, y desde entonces lo tuvo escondido en una roca de la isla, y siempre volvía a mirarlo. Y aún a veces se lo ponía, cuando no aguantaba estar lejos de él ni un momento más, o cuando estaba muy, muy hambriento, y harto de pescado. Entonces se arrastraba por pasadizos oscuros, en busca de trasgos extraviados. Se aventuraba incluso en sitios donde había antorchas encendidas que lo hacían parpadear y le irritaban los ojos. Estaba seguro, oh, sí, muy seguro. Nadie lo veía, nadie notaba que estaba allí hasta que les apretaba la garganta con las manos. Lo había llevado puesto, hacía sólo unas pocas horas y había capturado un pequeño trasgo. ¡Cómo había chillado! Aún le quedaban uno o dos huesos por roer, pero deseaba algo más tierno.
—Muy seguro, sí —se decía—. No nos verá, ¿verdad, preciosso mío? No, y la asquerosa espadita será inútil, ¡sí, bastante inútil!
Eso es lo que escondía en su pequeña mollera malvada mientras se apartaba bruscamente de Bilbo y chapoteaba hacia el bote, perdiéndose en la oscuridad. Bilbo creyó que nunca lo volvería a oír; aún así, esperó un rato, pues no tenía idea de cómo encontrar solo el camino de salida. De pronto, oyó un chillido. Un escalofrío le bajó por la espalda. Gollum maldecía y se lamentaba en las tinieblas, no muy lejos. Estaba en su isla, revolviendo aquí y allá, buscando y rebuscando en vano.
—¿Dónde está? ¿Dónde está? —sollozaba—. Sse ha perdido, preciosso mío, ¡perdido, perdido! ¡Maldíganos y aplástenos, mi preciosso, se ha perdido!
—¿Qué pasa? —preguntó Bilbo—. ¿Qué has perdido?
—No tiene que preguntarnos, no es asunto ssuyo, ¡no, gollum! —chilló Gollum—, perdido, perdido, gollum, gollum, gollum.
—Bueno, yo también me he perdido y quiero saber dónde estoy. Gané la pugna y tú hiciste una promesa. Así que ¡adelante! ¡Ven y condúceme fuera, y luego, sigue buscando! —aunque Gollum parecía inconsolable, Bilbo no lo compadecía demasiado, tenía la impresión de que una cosa que Gollum quería tanto no podía ser nada bueno— ¡Vamos! —gritó.
—¡No, aún no, preciosso! —respondió Gollum—. Tenemos que buscarlo pues se ha perdido, ¡gollum!
—Pero no acertaste mi última pregunta e hiciste una promesa —dijo Bilbo.
—¡Nunca lo imaginé! —dijo Gollum; de repente un agudo siseo brotó de la oscuridad—. ¿Qué tiene en los bolsilloss? Que nos lo diga. Primero tiene que decirlo.
Hasta donde Bilbo sabía, no había ninguna razón particular para no decírselo. Más rápida que la suya, la mente de Gollum había cazado en el aire un presentimiento; pues durante siglos había estado preocupada por esa sola cosa, temiendo siempre que se la quitaran.
Pero la demora impacientaba a Bilbo. Al fin y al cabo, había ganado el juego, con bastante limpieza, y corriendo un riesgo terrible.
—Las preguntas eran para acertar, no para decirlas —dijo.
—Pero no fue juego limpio —dijo Gollum—. No era un acertijo, preciosso, no.
—¡Oh, bien!, si se trata de preguntas corrientes yo he hecho una antes —respondió Bilbo—. ¿Qué has perdido, quieres decirme?
—¿Qué tiene en los bolsilloss? —el sonido llegó siseando más agudo y fuerte, y como Gollum estaba mirándolo, Bilbo vio alarmado dos pequeños puntos de luz que lo observaban; a medida que la sospecha crecía en la mente de Gollum, la luz le ardía en los ojos con una llama descolorida.
—¿Qué has perdido? —insistió Bilbo.
Pero la luz en los ojos de Gollum era ahora un fuego verde y se acercaba con rapidez. Gollum estaba de nuevo en el bote, remando como desesperado de vuelta a la orilla; y tal era la rabia por la pérdida y la sospecha que tenía en el corazón, que ya no le atemorizaba ninguna espada.
Bilbo no podía adivinar qué había maquinado la malvada criatura, pero vio que todo estaba descubierto, y que Gollum pretendía terminar con él, sea como fuere.
Justo a tiempo se volvió y corrió a ciegas, subiendo el pasadizo que había bajado antes, manteniéndose pegado a la pared y tocándola con la mano izquierda.
—¿Qué tiene en los bolsilloss? —Bilbo oyó el siseo fuerte detrás de él, y el chapoteo cuando Gollum saltó del bote.
«Qué tengo yo, me pregunto», se dijo, mientras avanzaba jadeando y tropezando. Se metió la mano izquierda en el bolsillo. El anillo estaba muy frío cuando se le deslizó de pronto en el dedo índice, con el que tanteaba buscando.
El siseo estaba detrás, muy cerca. Bilbo se volvió y vio los ojos de Gollum como pequeñas lámparas verdes que subían la pendiente. Aterrorizado, intentó correr más rápido y cayó cuan largo era, con la pequeña espada debajo del cuerpo.
En un momento Gollum estuvo sobre él. Pero antes de que Bilbo pudiese hacer algo, recuperar el aliento, levantarse o esgrimir la espada, Gollum pasó de largo sin prestarle atención, maldiciendo y murmurando mientras corría.
¿Qué podía significar esto? Gollum veía en la oscuridad. Bilbo alcanzaba a distinguir la luz pálida de los ojos, aún desde atrás. Se levantó, dolorido, envainó la espada, que ahora brillaba débilmente otra vez, y con mucha cautela siguió andando. Parecía que no se podía hacer otra cosa. No convenía volver arrastrándose a las aguas de Gollum. Quizá si lo seguía, Gollum lo conduciría sin querer hasta alguna vía de escape.
—¡Maldito sea! ¡Maldito sea! ¡Maldito sea! —siseaba Gollum—. ¡Maldito Bolsón! ¡Se ha ido! ¿Qué tiene en los bolsillos? ¡Oh, lo suponemos, lo adivinamos! Preciosso mío. Lo ha encontrado, sí, tiene que tenerlo. Mi regalo de cumpleaños.
Bilbo aguzó el oído. Por fin estaba empezando a adivinar. Apresuró el paso, acercándose a Gollum por detrás hasta donde se atrevió.
Gollum corría aún deprisa, sin mirar atrás, pero volviendo la cabeza a los lados, como Bilbo podía ver por el pálido reflejo de luz en las paredes.
—¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Maldito! ¿Cómo lo perdimos, preciosso mío? Sí, eso es. ¡Maldito sea! Cuando vinimos por aquí la última vez, cuando estrujamos a aquel asqueroso jovencito chillón. Eso es. ¡Maldito sea! Se nos cayó, ¡después de tantos siglos y siglos! No está, ¡gollum!
De pronto Gollum se sentó y se puso a sollozar, con un ruido silbante y gorgoteante, horrible al oído. Bilbo se detuvo, pegándose a la pared de la galería. Pasado un rato, Gollum dejó de lloriquear. Parecía tener una discusión consigo mismo.
—No vale la pena volver a buscarlo, no. No recordamos todos los lugares que hemos visitado. Y no serviría de nada. El Bolsón lo tiene en sus bolsilloss; el asqueroso fisgón lo ha encontrado, lo decimos nosotros. Lo suponemos, preciosso, sólo lo suponemos. No podemos estar seguros hasta encontrar a la asquerosa criatura y estrujarla. Pero no conoce las virtudes que tiene, ¿verdad? Sólo lo guarda en los bolsillos. No lo sabe y no puede ir muy lejos. Se ha perdido el puerco fissgón. No conoce la salida. Eso fue lo que dijo. Así dijo, sí, pero es un tramposo. ¡No dice lo que piensa! No dirá lo que tiene en los bolsillos. Lo sabe. Conoce el camino de entrada; tiene que conocer el de salida. Está más allá de la puerta trasera. Hacia la puerta trasera, eso es. Los trasgos lo capturarán entonces. No puede salir por ahí, preciosso. Sss, sss, ¡gollum! ¡Trasgoss! Sí, pero si tiene el regalo, nuestro regalo de cumpleaños, entonces los trasgos lo tomarán, ¡gollum! Descubrirán, descubrirán sus propiedades. ¡Nunca más estaremos seguros, gollum! Uno de los trasgos se lo pondrá y no lo verá nadie. Estará allí, pero nadie podrá verlo. Ni siquiera nuestros más agudos ojoss, y se acercará escurriéndose y engañando y nos capturará, ¡gollum! ¡gollum! ¡Dejemos la charla, preciosso, y vayamos de prisa! Si el Bolsón se ha ido por ahí, tenemos que apresurarnos y verlo. ¡Vamos! No puede estar muy lejos. ¡De prisa!