—Pienso lo mismo... En estos lugares somos gente sencilla y tranquila y no estamos acostumbrados a las aventuras. ¡Cosas desagradables, molestas e incómodas que retrasan la cena! No me explico por qué atraen a la gente —dijo nuestro señor Bolsón, y metiendo un pulgar detrás del tirante, lanzó otro anillo de humo más grande aún; luego sacó el correo matutino y se puso a leer, fingiendo ignorar al viejo, pero el viejo no se movió, permaneció apoyado en el bastón observando al hobbit sin decir nada, hasta que Bilbo se sintió bastante incómodo y aún un poco enfadado—. ¡Buenos días! —dijo al fin—. ¡No queremos aventuras aquí, gracias! ¿Por qué no probáis más allá de La Colina o al otro lado de El Agua? —con esto daba a entender que la conversación había terminado.
—¡Para cuántas cosas empleas el Buenos días! —dijo Gandalf—. Ahora quieres decir que intentas deshacerte de mí y que no serán buenos hasta que me vaya.
—¡De ningún modo, de ningún modo, mi querido señor! Veamos, no creo conocer vuestro nombre...
—¡Sí, sí, mi querido señor, y yo sí que conozco tu nombre, señor Bilbo Bolsón! Y tú también sabes el mío, aunque no me unas a él. ¡Yo soy Gandalf, y Gandalf soy yo! ¡Quién iba a pensar que un hijo de Belladonna Tuk me daría los buenos días como si yo fuese vendiendo botones de puerta en puerta!
—¡Gandalf, Gandalf! ¡Válgame el cielo! ¿No sois vos el mago errante que dio al Viejo Tuk un par de botones mágicos de diamante que se abrochaban solos y no se desabrochaban hasta que les dabas una orden? ¿No sois vos quien contaba en las reuniones aquellas historias maravillosas de dragones y trasgos y gigantes y rescates de princesas y la inesperada fortuna de los hijos de madre viuda? ¿No el hombre que acostumbraba a fabricar aquellos fuegos de artificio tan excelentes? ¡Los recuerdo! El Viejo Tuk los preparaba en los solsticios de verano. ¡Espléndidos! Subían como grandes lirios, cabezas de dragón y árboles de fuego que quedaban suspendidos en el aire durante todo el crepúsculo —ya os habréis dado cuenta de que el señor Bolsón no era tan prosaico como él mismo creía, y también de que era muy aficionado a las flores—: ¡Diantre! —continuó—. ¿No sois vos el Gandalf responsable de que tantos y tantos jóvenes apacibles partiesen hacia el Azul en busca de locas aventuras? Cualquier cosa desde trepar árboles a visitar elfos... o zarpar en barcos, ¡y navegar hacia otras costas! ¡Caramba!, la vida era bastante apacible entonces... Quiero decir, en un tiempo tuvisteis la costumbre de perturbarlo todo en estos sitios. Os pido perdón, pero no tenía ni idea de que todavía estuvieseis en actividad.
—¿Dónde si no iba a estar? —dijo el mago—. De cualquier modo, me complace descubrir que aún recuerdas algo de mí. Al menos, parece que recuerdas con cariño mis fuegos artificiales, y eso es reconfortante. Y en verdad, por la memoria de tu viejo abuelo Tuk y por la memoria de la pobre Belladonna, te concederé lo que has pedido.
—Perdón, ¡yo no he pedido nada!
—¡Sí, sí, lo has hecho! Dos veces ya. Mi perdón. Te lo doy. De hecho iré tan lejos como para embarcarme en esa aventura. Muy divertida para mí, muy buena para ti... y quizá también muy provechosa, si sales de ella sano y salvo.
—¡Disculpad! No quiero ninguna aventura, gracias. Hoy no. ¡Buenos días! Pero venid a tomar el té... ¡cuando gustéis! ¿Por qué no mañana? ¡Sí, venid mañana! ¡Adiós! —Con esto el hobbit retrocedió escabulléndose por la redonda puerta verde, y la cerró lo más rápido que pudo sin llegar a parecer grosero. Al fin y al cabo, un mago es un mago.
«¡Para qué diablos lo habré invitado al té!», se dijo Bilbo cuando iba hacia la despensa. Acababa de desayunar hacía muy poco, pero pensó que un pastelillo o dos y un trago de algo le sentarían bien después del sobresalto.
Gandalf, mientras tanto, seguía a la puerta, riéndose larga y apaciblemente. Al cabo de un rato subió, y con la punta del bastón dibujó un signo extraño en la hermosa puerta verde del hobbit. Luego se alejó a grandes zancadas, justo en el momento en que Bilbo ya estaba terminando el segundo pastel y empezando a pensar que había conseguido librarse al fin de cualquier posible aventura.
Al día siguiente casi se había olvidado de Gandalf. No recordaba muy bien las cosas, a menos que las escribiese en la Libreta de Compromisos; de este modo: Gandalf Té Miércoles. El día anterior había estado demasiado aturdido como para ponerse a anotar.
Un momento antes de la hora del té se oyó un tremendo campanillazo en la puerta principal, ¡y entonces se acordó! Se apresuró y puso la marmita, sacó otra taza y un platillo y un pastel o dos más, y corrió a la puerta.
«¡Siento de veras haberle hecho esperar!», iba a decir, cuando vio que en realidad no era Gandalf. Era un enano de barba azul, recogida en un cinturón dorado, y ojos muy brillantes bajo el capuchón verde oscuro. Tan pronto como la puerta se abrió, entró deprisa como si le estuviesen esperando.
Colgó la capa encapuchada en la percha más cercana, y:
—¡Dwalin, a vuestro servicio! —dijo saludando con una reverencia.
—¡Bilbo Bolsón, al vuestro! —dijo el hobbit, demasiado sorprendido como para hacer cualquier pregunta por el momento. Cuando el silencio que siguió empezó a hacerse incómodo, añadió—: Estoy a punto de tomar el té; por favor, acercaos y tomad algo conmigo —un tanto tieso, tal vez, pero habló con amabilidad; ¿y qué haríais vosotros, si un enano llegara de súbito y colgara sus cosas en vuestro vestíbulo sin dar explicaciones?
Llevaban apenas un rato a la mesa, en verdad estaban empezando el tercer pastelillo, cuando resonó otro campanillazo todavía más estridente.
—¡Disculpad! —dijo el hobbit, y se encaminó hacia la puerta.
—¡Así que al fin habéis venido! —esto era lo que iba a decirle ahora a Gandalf.
Pero no era Gandalf. En cambio vio en el umbral un enano que parecía muy viejo, de barba blanca y capuchón escarlata; y éste también entró de un salto tan pronto como la puerta se abrió, como si fuera un invitado.
—Veo que han empezado a llegar —dijo cuando vio en la percha el capuchón verde de Dwalin; colocó el suyo rojo junto al otro y—: ¡Balin, a vuestro servicio! —dijo con la mano en el pecho.
—¡Gracias! —dijo Bilbo casi sin voz.
No era la respuesta más apropiada, pero el han empezado a llegar lo había dejado perplejo. Le gustaban las visitas, aunque prefería conocerlas antes de que llegasen, e invitarlas él mismo. Tenía el terrible presentimiento de que los pasteles no serían suficientes, y como conocía las obligaciones de un anfitrión y las cumplía con puntualidad aunque le parecieran penosas, quizá él se quedara sin ninguno.
—¡Entre, y sírvase una taza de té! —consiguió decir luego de tomar aliento.
—Un poco de cerveza me iría mejor, si a vos no os importa, mi buen señor —dijo Balin, el de la barba blanca—, pero no me incomodaría un pastelillo, un pastelillo de semillas, si tenéis alguno.
—¡Muchos! —se encontró Bilbo respondiendo, sorprendido, y se encontró, también, corriendo a la bodega para echar en una jarra una pinta de cerveza, y después a la despensa a recoger dos sabrosos pastelillos de semillas que había hecho esa tarde para el refrigerio de después de la cena.
Cuando regresó, Balin y Dwalin estaban charlando a la mesa como viejos amigos (en realidad eran hermanos). Bilbo depositó la cerveza y el pastel delante de ellos, cuando de nuevo se oyó un fuerte campanillazo, y después otro.
«¡Gandalf de seguro esta vez!», pensó mientras resoplaba por el pasillo. Pero no; eran dos enanos más, ambos con capuchones azules, cinturones de plata y barbas amarillas; y cada uno de ellos llevaba una bolsa de herramientas y una pala. Saltaron adentro, tan pronto la puerta empezó a abrirse. Bilbo ya apenas se sorprendió.