Gollum se levantó de un brinco y se alejó bamboleándose, a grandes zancadas. Bilbo corrió tras él, todavía cauteloso, aunque ahora lo que más temía era tropezar de nuevo y caer haciendo ruido.
Tenía en la cabeza un torbellino de asombro y esperanza. Parecía que el anillo que llevaba era un anillo mágico: ¡te hacía invisible! Había oído de tales cosas, por supuesto, en antiguos relatos; pero le costaba creer que en realidad él, por accidente, había encontrado uno. Sin embargo, así era: Gollum había pasado de largo sólo a una yarda.
Siguieron adelante, Gollum avanzando a los trompicones, siseando y maldiciendo; Bilbo detrás, tan silenciosamente como puede marchar un hobbit. Pronto llegaron a unos lugares donde, como había notado Bilbo al bajar, se abrían pasadizos a los lados, uno acá, otro allá. Gollum comenzó enseguida a contarlos.
—Uno a la izquierda, sí. Uno a la derecha, sí. Dos a la derecha, sí, sí; dos a la izquierda, eso es —y así una vez y otra.
A medida que la cuenta crecía, aflojó el paso sollozando y temblando. Pues cada vez se alejaba más del agua, y tenía miedo. Los trasgos acechaban quizá, y él había perdido el anillo. Por fin se detuvo ante una abertura baja, a la izquierda.
—Siete a la derecha, sí. Seis a la izquierda, ¡bien! —susurró—. Éste es. Éste es el camino de la puerta trasera. ¡Aquí está el pasadizo! —miró hacia adentro y se retiró, vacilando—. Pero no nos atreveremos a entrar, preciosso, no nos atreveremos. Hay trasgos allá abajo. Montones de trasgoss. Los olemos. ¡Sss! ¿Qué podemos hacer? ¡Malditos y aplastados sean! Tenemos que esperar aquí, preciosso, esperar un momento y observar.
Y así se detuvieron. Al fin y al cabo, Gollum había traído a Bilbo hasta la salida, ¡pero Bilbo no podía cruzarla!
Allí estaba Gollum, acurrucado justamente en la abertura, y los ojos le brillaban fríos mientras movía la cabeza a un lado y a otro entre las rodillas.
Bilbo se arrastró, apartándose de la pared, más callado que un ratón; pero Gollum se enderezó enseguida y venteó en torno y los ojos se le pusieron verdes. Siseó, en un tono bajo aunque amenazador. No podía ver al hobbit, pero ahora estaba atento, y tenía otros sentidos que la oscuridad había aguzado: olfato y oído.
Parecía que se había agachado, con las palmas de las manos extendidas sobre el suelo, la cabeza estirada hacia adelante y la nariz casi tocando la piedra. aunque era sólo una sombra negra en el brillo de sus propios ojos, Bilbo alcanzaba a verlo o sentirlo: tenso como la cuerda de un arco, dispuesto a saltar.
Bilbo casi dejó de respirar y también se quedó quieto. Estaba desesperado. Tenía que escapar, salir de aquella horrible oscuridad mientras le quedara alguna fuerza. Tenía que luchar. Tenía que apuñalar a la asquerosa criatura, sacarle los ojos, matarla. Quería matarlo a él. No, no sería una lucha limpia. Él era invisible ahora. Gollum no tenía espada. No había amenazado matarlo, o no lo había intentado aún. Y era un ser miserable, solitario, perdido. Una súbita comprensión, una piedad mezclada con horror asomó en el corazón de Bilbo: un destello de interminables días iguales, sin luz ni esperanza de algo mejor, dura piedra, frío pescado, pasos furtivos, y susurros. Todos estos pensamientos se le cruzaron como un relámpago. Se estremeció. Y entonces, de pronto, en otro relámpago, como animado por una energía y una resolución nuevas, saltó hacia adelante.
No un gran salto para un hombre, pero un salto a ciegas. Saltó directamente sobre la cabeza de Gollum, a una distancia de siete pies y tres de altura; por cierto, y no lo sabía, apenas evitó que se le destrozara el cráneo contra el arco del túnel.
Gollum se lanzó hacia atrás e intentó atrapar al hobbit cuando volaba sobre él, pero demasiado tarde: las manos golpearon el aire tenue, y Bilbo, cayendo limpiamente sobre los pies vigorosos, se precipitó a bajar por el nuevo pasadizo. No se volvió a mirar qué hacía Gollum. Al principio oyó siseos y maldiciones detrás de él, muy cerca; luego cesaron. Casi enseguida sonó un aullido que helaba la sangre, un grito de odio y desesperación. Gollum estaba derrotado. No se atrevía a ir más lejos, había perdido: había perdido su presa, y había perdido también la única cosa que había cuidado alguna vez, su preciosso. El aullido dejó a Bilbo con el corazón en la boca. Ya débil como un eco, pero amenazadora, la voz venía desde atrás.
—¡Ladrón, ladrón, ladrón! ¡Bolsón! ¡Lo odiamos, lo odiamos, lo odiamos, lo odiamos para siempre!
No se oyó nada más. Pero el silencio también le parecía amenazador a Bilbo. «Si los trasgos están tan cerca que él puede olerlos», pensó, «tienen que haber oído las maldiciones y chillidos. Cuidado ahora, o esto te llevará a cosas peores».
El pasadizo era bajo y de paredes toscas. No parecía muy difícil para el hobbit, excepto cuando, a pesar de andar con mucho cuidado, tropezaba de nuevo, y así muchas veces, golpeándose los dedos de los pies contra las piedras del suelo, molestas y afiladas. «Un poco bajo para los trasgos, al menos para los grandes», pensaba Bilbo, no sabiendo que aún los más grandes, los orcos de las montañas, avanzan encorvados a gran velocidad, con las manos casi en el suelo.
Pronto el pasadizo, que había estado bajando, comenzó a subir otra vez, y de pronto ascendió abruptamente. Bilbo tuvo que aflojar la marcha, pero por fin la cuesta acabó; luego de un recodo, el pasadizo descendió de nuevo, y allá, al pie de una corta pendiente, vio que del costado de otro recodo venía un reflejo de luz. No una luz roja, como de linterna o de fuego, sino una luz pálida de aire libre. Bilbo echó a correr.
Corriendo tanto como le aguantaban las piernas, dobló el último recodo y se encontró en medio de un espacio abierto, donde la luz, luego de todo aquel tiempo a oscuras, parecía deslumbrante. En verdad, era sólo la luz del Sol, que se filtraba por el hueco de una puerta grande, una puerta de piedra que habían dejado entornada.
Bilbo parpadeó, y de pronto vio a los trasgos: trasgos armados de pies a cabeza, con las espadas desenvainadas, sentados a la vera de la puerta y observándolo con los ojos abiertos, observando el pasadizo por donde había aparecido. Estaban preparados, atentos, dispuestos a cualquier cosa.
Lo vieron antes que él pudiese verlos. Sí, lo vieron. Fuese un accidente o el último truco del anillo antes de tomar nuevo amo, no lo tenía en el dedo. Con aullidos de entusiasmo, los trasgos se abalanzaron sobre él.
Una punzada de miedo y pérdida, como un eco de la miseria de Gollum, hirió a Bilbo, y olvidando desenvainar la espada, metió las manos en los bolsillos. Y allí en el bolsillo izquierdo estaba el anillo, y él mismo se le deslizó en el dedo índice. Los trasgos se detuvieron bruscamente. No podían ver nada del hobbit. Había desaparecido. Chillaron dos veces, tan alto como antes, pero no con tanto entusiasmo.
—¿Dónde está? —gritaron.
—¡Se volvió pasadizo arriba! —dijeron algunos.
—¡Fue por aquí! —aullaron unos—. ¡Fue por allá! —aullaron otros.
—¡Cuidad la puerta! —ordenó el capitán.
Sonaron silbatos, las armaduras se entrechocaron, las espadas golpetearon, los trasgos maldijeron y juraron, corriendo acá y acullá, cayendo unos sobre otros y enojándose mucho. Hubo un terrible clamoreo, una conmoción y un alboroto.