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Bilbo estaba de veras aterrorizado, pero tenía aún bastante juicio para entender qué había ocurrido, y para esconderse detrás de un barril que guardaba la bebida de los trasgos centinelas, y salir así del apuro y evitar que lo golpearan y patearan hasta darle muerte, o que lo capturasen por el tacto.

—¡He de alcanzar la puerta, he de alcanzar la puerta! —seguía diciéndose, pero pasó largo rato antes de que se atreviera a intentarlo.

Lo que siguió entonces fue horrible, como si jugaran a una especie de gallina ciega. El lugar estaba abarrotado de trasgos que corrían de un lado a otro, y el pobrecito hobbit se escurrió aquí y allá, fue derribado por un trasgo que no pudo entender con qué había tropezado, escapó a gatas, se deslizó entre las piernas del capitán, se puso de pie, y salió corriendo hacia la puerta.

La puerta estaba abierta, pero un trasgo la había entornado todavía más. Bilbo empujó, y no consiguió moverla. Trató de escurrirse por la abertura y quedó atrapado. ¡Era horrible! Los botones se le habían encajado entre el canto y la jamba de la puerta. Allí fuera alcanzaba a ver el aire libre: había unos pocos escalones que descendían a un valle estrecho con montañas altas alrededor: el Sol apareció detrás de una nube y resplandeció más allá de la puerta; pero él no podía cruzarla.

De pronto, uno de los trasgos que estaban dentro gritó:

—¡Hay una sombra al lado de la puerta! ¡Algo está ahí fuera!

A Bilbo el corazón se le subió a la boca. Se retorció, aterrorizado. Los botones saltaron en todas direcciones. Atravesó la puerta, con la chaqueta y el chaleco rasgados, y brincó escalones abajo como una cabra, mientras los trasgos desconcertados recogían aún los preciosos botones de latón, caídos en el umbral.

Por supuesto, enseguida bajaron tras él, persiguiéndolo, gritando y ululando por entre los árboles. Pero el Sol no les gusta: les afloja las piernas, y la cabeza les da vueltas. No consiguieron encontrar a Bilbo, que llevaba el anillo puesto, y se escabullía entre las sombras de los árboles, corriendo rápido y en silencio y manteniéndose apartado del Sol; pronto volvieron gruñendo y maldiciendo a guardar la puerta. Bilbo había escapado.

6

De la sartén al fuego

Bilbo había escapado de los trasgos, pero no sabía dónde estaba. Había perdido el capuchón, la capa, la comida, el poney, sus botones y sus amigos.

Siguió adelante, hasta que el Sol empezó a hundirse en el poniente, detrás de las montañas.

Las sombras cruzaban el sendero, y Bilbo miró hacia atrás. Luego miró hacia adelante, y no pudo ver más que crestas y vertientes que descendían hacia las tierras bajas, y llanuras que asomaban de vez en cuando entre los árboles.

—¡Cielos! —exclamó—. ¡Parece que estoy justo al otro lado de las Montañas Brumosas, al borde de las Tierras de Más Allá! ¿Dónde y oh dónde habrán tenido que ir los enanos y Gandalf? ¡Sólo espero que por ventura no estén todavía allá atrás en poder de los trasgos!

Continuó caminando, fuera del pequeño y elevado valle, por el borde, y bajando luego las pendientes; mas en todo este tiempo un pensamiento muy incómodo iba creciendo dentro de él.

Se preguntaba si no estaba obligado, ahora qué tenía el anillo mágico, a regresar a los horribles, horribles túneles y buscar a sus amigos. Acababa de decidir que no podía escapar a ese deber, que tenía que volver atrás —y esto hacía que se sintiera muy desdichado—, cuando oyó voces.

Se detuvo y escuchó. No parecían trasgos; de modo que se arrastró con mucho cuidado hacia adelante. Estaba en un sendero pedregoso que serpenteaba hacia abajo, con una pared rocosa a la izquierda; al otro lado el terreno descendía en pendiente, y bajo el nivel del sendero había unas cañadas donde crecían matorrales y arbustos. En una de estas cañadas, bajo los arbustos, había gente hablando.

Se arrastró todavía más cerca, y de súbito vio, asomado entre dos grandes peñascos, una cabeza con capuchón rojo: era Balin, que oteaba alrededor. Bilbo tenía ganas de palmotear y gritar de alegría, pero no lo hizo. Todavía llevaba puesto el anillo, por miedo de encontrar algo inesperado y desagradable, y vio que Balin estaba mirando directamente hacia él sin verlo.

«Les daré a todos una sorpresa», pensó mientras se metía a gatas entre los arbustos del borde de la cañada. Gandalf estaba deliberando con los enanos. Hablaban de todo lo que había ocurrido en los túneles, preguntándose y discutiendo qué irían a hacer ahora. Los enanos refunfuñaban, y Gandalf decía que de ninguna manera podían continuar el viaje dejando al señor Bolsón en manos de los trasgos, sin tratar de saber si estaba vivo o muerto, y sin tratar de rescatarlo.

—Al fin y al cabo es mi amigo —dijo Gandalf—, y una buena persona. Me siento responsable. Ojalá no lo hubieseis perdido.

Los enanos querían saber ante todo por qué razones lo habían traído con ellos, por qué no había podido mantenerse cerca y venir también, y por qué el mago no había elegido a alguien más sensato.

—Hasta ahora ha sido una carga de poco provecho —dijo uno—. Si tenemos que regresar a esos túneles abominables a buscarlo, entonces maldito sea, digo yo.

Gandalf contestó enfadado:

—Lo traje, y no traigo cosas que no sean de provecho. O me ayudáis a buscarlo, o me voy y os dejo aquí para que salgáis de este embrollo como mejor podáis. Si al menos lo encontráramos, me lo agradeceríais antes de que haya pasado todo. ¿Por qué tuviste que dejarlo caer, Dori?

—¡Tú mismo lo habrías dejado caer —dijo Dori—, si de pronto un trasgo te hubiese aferrado las piernas por detrás en la oscuridad, te hiciese tropezar, y te patease la espalda!

—En ese caso, ¿por qué no lo recogiste de nuevo?

—¡Cielos! ¡Y aún me lo preguntas! ¡Los trasgos luchando y mordiendo en la oscuridad, todos cayendo sobre otros cuerpos y golpeándose! Tú casi me tronchas la cabeza con Glamdring, y Thorin daba tajos a diestra y siniestra con Orcrist. De pronto echaste una de esas luces que enceguecen y vimos que los trasgos retrocedían aullando. Gritaste: «¡Seguidme todos!», y todos tenían que haberte seguido. Creímos que todos lo hacían. No hubo tiempo para contar, como tú sabes muy bien, hasta que nos abrimos paso entre los centinelas, salimos por la puerta más baja, y descendimos hasta aquí atropellándonos. Y aquí estamos, sin el saqueador, ¡que el cielo lo confunda!

—¡Y aquí está el saqueador! —dijo Bilbo adelantándose y metiéndose entre ellos, y quitándose el anillo.

¡Señor, cómo saltaron! Luego hubo gritos de sorpresa y alegría. Gandalf estaba tan atónito como cualquiera de ellos, pero quizá más complacido que los demás. Llamó a Balin y le preguntó qué pensaba de un centinela que permitía que la gente llegara así sin previo aviso. Por supuesto, la reputación de Bilbo creció mucho entre los enanos a partir de ese momento. Si, a pesar de las palabras de Gandalf, dudaban aún de que era un saqueador de primera clase, no lo dudaron más. Balin era el más desconcertado; pero todos decían que había sido un trabajo muy bien hecho. Bilbo estaba en verdad tan complacido con estos elogios, que se rió entre dientes, pero nada dijo acerca del anillo; y cuando le preguntaron cómo se las había arreglado, comentó:

—Oh, simplemente me deslicé, ya sabéis... con mucho cuidado y en silencio.

—Bien, ni siquiera un ratón se ha deslizado nunca con cuidado y en silencio bajo mis mismísimas narices sin que yo lo descubriera —dijo Balin—, y me saco el sombrero ante ti —cosa que hizo; y agregó—: Balin, a vuestro servicio.

—Vuestro servidor, el señor Bolsón —dijo Bilbo.

Luego quisieron conocer las aventuras de Bilbo desde el momento en que lo habían perdido, y él se sentó y les contó todo, excepto lo que se refería al hallazgo del anillo (no por ahora, pensó). Se interesaron en particular en la pugna de las adivinanzas y se estremecieron como correspondía cuando les describió el aspecto de Gollum.