Выбрать главу
¡Que ardan, que ardan, árboles y helechos! ¡Marchitos y abrasados! Que la antorcha siseante ilumine la noche para nuestro contento. ¡Ea ya! ¡Que los cuezan, los frían y achicharren, hasta que ardan las barbas, y los ojos se nublen; y hiedan los cabellos y estallen los pellejos, se disuelvan las grasas, y los huesos renegros descansen en cenizas bajo el cielo! Así los enanos morirán, la noche iluminando para nuestro contento. ¡Ea ya! ¡Ea pronto ya! ¡Ea que va!

Y con ese ¡ea que va! las llamas llegaron bajo el árbol de Gandalf. En un momento se extendieron a los otros. La corteza ardió, las ramas más bajas crujieron. Entonces Gandalf trepó a la copa del árbol. El súbito resplandor estalló en su vara como un relámpago cuando se aprestaba a saltar y a caer, justo entre las lanzas enemigas. Aquello hubiese sido el fin de Gandalf, aunque probablemente hubiese matado a muchos, al precipitarse entre ellos como un rayo. Pero no llegó a saltar. En aquel preciso momento el Señor de las Águilas se abalanzó desde lo alto, abrió las garras, se apoderó de Gandalf, y desapareció.

Hubo un clamor de cólera y sorpresa entre los trasgos. Fuerte chilló el Señor de las Águilas, a quien Gandalf había ahora hablado. De vuelta se abalanzaron las grandes aves que estaban con él, y descendieron como enormes sombras negras. Los lobos gimotearon rechinando los dientes; los trasgos aullaron y patearon el suelo con rabia, y arrojaron sus pesadas lanzas al aire. Sobre ellos se lanzaron las águilas; la acometida oscura de las alas que batían los golpeó contra el suelo o los arrojó lejos; las garras les laceraron las caras. Otras veces volaron a las copas de los árboles y se llevaron a los enanos, que ahora trepaban a unas alturas a las que nunca se habían atrevido a llegar. ¡El pobre pequeño Bilbo estuvo muy cerca de que lo dejaran de nuevo atrás! Alcanzó justo a aferrarse de las piernas de Dori cuando ya se lo llevaban, el último de todos; y arriba fueron juntos, sobre el tumulto y el incendio, Bilbo columpiándose en el aire, sintiendo que se le romperían los brazos en cualquier momento.

Mientras, allá abajo, los trasgos y los lobos se habían dispersado en los bosques. Unas cuantas águilas estaban todavía trazando círculos y cerniéndose sobre el campo de batalla. De pronto las llamas de los árboles se alzaron por encima de las ramas más altas. Subieron con un fuego crepitante, y hubo un estallido de chispas y humo. ¡Bilbo había escapado justo a tiempo! Pronto las luces del incendio fueron tenues allá abajo; un parpadeo rojo en el suelo negro; y las águilas volaban muy alto, elevándose todo el tiempo en círculos amplios y majestuosos. Bilbo nunca olvidó aquel vuelo, abrazado a los tobillos de Dori.

—¡Mis brazos, mis brazos! —gemía Bilbo, y mientras tanto Dori plañía:

—¡Mis pobres piernas, mis pobres piernas!

En el mejor de los casos las alturas le daban vértigo a Bilbo. Bastaba que mirase desde el borde de un risco pequeño para que se sintiera mareado. Nunca le habían gustado las escaleras, y mucho menos los árboles (antes nunca había tenido que escapar de los lobos). De manera que podéis imaginar cómo le daba vueltas ahora la cabeza, cuando miraba hacia abajo entre los colgantes dedos de los pies y veía las tierras oscuras que se ensanchaban debajo, tocadas aquí y allá por la luz de la Luna en la roca de una ladera o en un arroyo de los llanos.

Los picos de las montañas se estaban acercando; puntas rocosas iluminadas por la Luna asomaban entre las sombras negras. Verano o no, el aire parecía muy frío. Cerró los ojos y se preguntó si sería capaz de seguir sosteniéndose así mucho más. Luego imaginó qué sucedería si no aguantaba. Se sintió enfermo.

El vuelo terminó justo a tiempo para Bilbo, justo antes de que aflojara las manos. Se soltó de los tobillos de Dori con un grito sofocado y cayó sobre la tosca plataforma de un aguilero. Allí quedó un rato tendido sin decir una palabra, con pensamientos que eran una mezcla de sorpresa por haberse salvado del fuego y de miedo a caer de aquel sitio estrecho a las espesas sombras de ambos lados.

Sentía la cabeza verdaderamente muy rara en aquel momento, después de las espantosas aventuras de los tres últimos días, casi sin nada para comer, y de pronto se encontró diciendo en voz alta:

—¡Ahora sé cómo se siente un trozo de panceta cuando la sacan de pronto de la sartén con un tenedor y la ponen de vuelta en la alacena!

—¡No, no lo sabes! —oyó que Dori respondía—, pues la panceta sabe que volverá, tarde o temprano, a la sartén; y es de esperar que nosotros no. ¡Además las águilas no son tenedores!

—¡Oh, no! No se parecen nada a pájaros ponedores, tenedores, quiero decir —contestó Bilbo incorporándose y observando con ansiedad al águila que estaba posada cerca.

Se preguntó qué otras tonterías habría estado diciendo, y si el águila lo consideraría ofensivo. ¡Uno no ha de ser grosero con un águila si sólo tiene el tamaño de un hobbit y está de noche en el aguilero!

El águila se afiló el pico en una roca y se alisó las plumas, sin prestar atención.

Pronto llegó volando otra águila.

—El Señor de las Águilas te ordena traer a tus prisioneros a la Gran Repisa —chilló y se fue.

La otra tomó a Dori en sus garras y partió volando con él hacia la noche, dejando a Bilbo completamente solo. Las pocas fuerzas que le quedaban le alcanzaban apenas para preguntarse qué habría querido decir el águila con «prisioneros», y ya empezaba a pensar que lo abrirían en dos como un conejo para la cena, cuando le llegó el turno.

El águila regresó, lo agarró por el dorso de la chaqueta, y se lanzó fuera. Esta vez el vuelo fue corto. Muy pronto Bilbo estuvo tumbado, temblando de miedo, en una amplia repisa en la ladera de la montaña. No había manera de descender hasta allí, sino volando; y no había sendero para bajar excepto saltando a un precipicio. Allí encontró a todos los otros, sentados de espaldas a la pared montañosa. El Señor de las Águilas estaba también allí y hablaba con Gandalf.

Quizá a Bilbo no se lo iban a comer, después de todo. El mago y el águila parecían conocerse de alguna manera, y aún estar en buenas relaciones. En realidad Gandalf, que había visitado a menudo las montañas, había ayudado una vez a las águilas y había curado al Señor de una herida de flecha.

Así que como veis, «prisioneros» quería decir «prisioneros rescatados de los trasgos» solamente, y no cautivos de las águilas. Cuando Bilbo escuchó la conversación de Gandalf comprendió que por fin iban a escapar real y verdaderamente de aquellas cimas espantosas. Estaba discutiendo planes con el Gran Águila para transportar lejos a los enanos, a él y a Bilbo, y dejarlos justo en el camino que cruzaba los llanos de abajo.

El Señor de las Águilas no los llevaría a ningún lugar próximo a las moradas de los hombres.

—Nos dispararían con esos grandes arcos de tejo —dijo—, pensando que vamos a robarles las ovejas. Y en otras ocasiones estarían en lo cierto. ¡No! Nos satisface burlar a los trasgos, y pagarte así nuestra deuda de gratitud, pero no nos arriesgaremos por los enanos en los llanos del sur.

—Muy bien —dijo Gandalf— ¡Llevadnos a cualquier sitio y tan lejos como queráis! Ya habéis hecho mucho por nosotros. Pero mientras tanto, estamos famélicos.

—Yo casi estoy muerto de hambre —dijo Bilbo con una débil vocecita que nadie oyó.

—Eso tal vez pueda tener remedio —dijo el Señor de las Águilas.

Más tarde podríais haber visto un brillante fuego en la repisa de piedra, y las figuras de los enanos alrededor, cocinando y envueltos en un exquisito olor a asado. Las águilas habían traído unos arbustos secos para el fuego, y conejos, liebres y una pequeña oveja.

Los enanos se encargaron de todos los preparativos.

Bilbo se sentía demasiado débil para ayudar, y de cualquier modo no era muy bueno desollando conejos o picando carne, pues estaba acostumbrado a que el carnicero se la entregase lista ya para cocinar.