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“¡Llegará el día en que perecerán, y entonces volveré!”

Por eso se me ocurre que vino de las montañas.

Bilbo y los enanos tenían ahora bastante en qué pensar y no hicieron más preguntas. Todavía les quedaba mucho camino por delante.

Ladera arriba, valle abajo, avanzaban afanosamente. Hacía cada vez más calor. Algunas veces descansaban bajo los árboles, y entonces Bilbo se sentía tan hambriento que no habría desdeñado las bellotas, si estuviesen bastante maduras como para haber caído al suelo.

Ya mediaba la tarde cuando entraron en unas extensas zonas de flores, todas de la misma especie, y que crecían juntas, como plantadas. Sobre todo abundaba el trébol, unas ondulantes parcelas de tréboles rosados y purpúreos, y amplias extensiones de trébol dulce, blanco y pequeño, con olor a miel. Había un zumbido, y un murmullo y un runrún en el aire. Las abejas andaban atareadas de un lado para otro. ¡Y vaya abejas! Bilbo nunca había visto nada parecido.

«Si una llegase a picarme —se dijo— me hincharía hasta el doble de mi tamaño.»

Eran más corpulentas que avispones. Los zánganos, bastante más grandes que vuestros pulgares, llevaban bandas amarillas que brillaban como oro ardiente en el negro intenso de los cuerpos.

—Nos acercamos —dijo Gandalf—. Estamos en los lindes de los campos de abejas.

Al cabo de un rato llegaron a un terreno poblado de robles, altos y muy viejos, y luego a un crecido seto de espinos, que no dejaba ver nada, ni era posible atravesar.

—Es mejor que esperéis aquí —dijo el mago a los enanos—, y cuando grite o silbe, seguidme, pues ya veréis el camino que tomo, pero venid sólo en parejas, tenedlo en cuenta, unos cinco minutos entre cada pareja. Bombur es más grueso y valdrá por dos, mejor que venga solo y último. ¡Vamos, señor Bolsón! Hay una cancela por aquí cerca en alguna parte —y con eso se fue caminando a lo largo del seto, llevando consigo al hobbit aterrorizado.

Pronto llegaron a una cancela de madera, alta y ancha, y desde allí, a lo lejos, podían ver jardines y edificios de madera, algunos con techo de paja y paredes de leños informes: graneros, establos y una casa grande y de techo bajo, todo de madera. Dentro, al fondo del gran seto, había hileras e hileras de colmenas con cubiertas acampanadas de paja.

El ruido de las abejas gigantes que volaban de un lado a otro y pululaban dentro y fuera, colmaba el aire.

El mago y el hobbit empujaron la cancela pesada y crujiente, y descendieron por un sendero ancho hacia la casa.

Algunos caballos muy lustrosos y bien almohazados trotaban pradera arriba y los observaban con expresión inteligente; después fueron al galope hacia los edificios.

—Han ido a comunicarle la llegada de forasteros —dijo Gandalf.

Pronto entraron en un patio, tres de cuyas paredes estaban formadas por la casa de madera y las dos largas alas. En medio había un grueso tronco de roble, con muchas ramas desmochadas al lado. Cerca, de pie, los esperaba un hombre enorme de barba espesa y pelinegro, con brazos y piernas desnudos, de músculos abultados. Vestía una túnica de lana que le caía hasta las rodillas, y se apoyaba en una gran hacha. Los caballos pegaban los morros al hombro del gigante.

—¡Uf! ¡Aquí están! —dijo a los caballos—. No parecen peligrosos. ¡Podéis iros! —rió con una risa atronadora, bajó el hacha, y se adelantó—. ¿Quiénes sois y qué queréis? —preguntó malhumorado, de pie delante de ellos y encumbrándose por encima de Gandalf; en cuanto a Bilbo, bien podía haber trotado por entre las piernas del hombre sin necesitar agachar la cabeza para no rozar el borde de la túnica marrón.

—Soy Gandalf —dijo el mago.

—Nunca he oído hablar de él —gruñó el hombre—. Y ¿qué es este pequeñajo? —dijo, y se inclinó y miró al hobbit frunciendo las cejas negras y espesas.

—Éste es el señor Bolsón, un hobbit de buena familia y reputación impecable —dijo Gandalf; Bilbo hizo una reverencia, no tenía sombrero que quitarse y se sentía molesto pensando que le faltaban algunos botones—. Yo soy un mago —continuó Gandalf—. He oído hablar de ti, aunque tú no de mí; pero quizá algo sepas de mi buen primo Radagast, que vive cerca de la frontera meridional del Bosque Negro.

—Sí; no es un mal hombre, tal como andan hoy los magos, creo. Solía verlo con bastante frecuencia —dijo Beorn—. Bien, ahora sé quién eres, o quién dices que eres. ¿Qué deseas?

—Para serte sincero, hemos perdido el equipaje y casi el camino, y necesitamos ayuda, o al menos consejo. Diría que hemos pasado un rato bastante malo con los trasgos, allá en las montañas.

—¿Trasgos? —dijo el hombrón menos malhumorado—. Ajá, ¿así que habéis tenido problemas con ellos? ¿Para qué os acercasteis a esos trasgos?

—No pretendíamos hacerlo. Nos sorprendieron de noche en un paso por el que teníamos que cruzar. Estábamos saliendo de los territorios del Oeste, y llegando aquí... Es una larga historia.

—Entonces será mejor que entréis y me contéis algo de eso, si no os lleva todo el día —dijo el hombre, volviéndose hacia una puerta oscura que daba al patio y al interior de la casa.

Siguiéndolo, se encontraron en una sala espaciosa con una chimenea en el medio. aunque era verano había troncos quemándose, y el humo se elevaba hasta las vigas ennegrecidas y salía a través de una abertura en el techo.

Cruzaron esta sala mortecina, sólo iluminada por el fuego y el orificio de arriba, y entraron por otra puerta más pequeña en una especie de veranda sostenida por unos postes de madera que eran simples troncos de árbol.

Estaba orientada al sur, y todavía se sentía el calor y la luz del Sol poniente que se deslizaba dentro y caía en destellos dorados sobre el jardín florecido, que llegaba al pie de los escalones. Allí se sentaron en bancos de madera mientras Gandalf comenzaba la historia. Bilbo balanceaba las piernas colgantes y contemplaba las flores del jardín, preguntándose qué nombres tendrían; nunca había visto antes ni la mitad de ellas.

—Venía yo por las montañas con un amigo o dos... —dijo el mago.

—¿O dos? Sólo puedo ver uno, y en verdad bastante pequeño —dijo Beorn.

—Bien, para serte sincero, no quería molestarte con todos nosotros hasta averiguar si estabas ocupado. Haré una llamada, si me permites.

—¡Vamos, llama!

De modo que Gandalf dio un largo y penetrante silbido, y al momento aparecieron Thorin y Dori rodeando la casa por el sendero del jardín. Al llegar saludaron con una reverencia.

—¡Uno o tres querías decir, ya veo! —dijo Beorn—, pero éstos no son hobbits, ¡son enanos!

—¡Thorin Escudo de Roble, a vuestro servicio! ¡Dori, a vuestro servicio! —dijeron los dos enanos volviendo a hacer grandes reverencias.