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—No necesito vuestro servicio, gracias —dijo Beorn—, pero espero que vosotros necesitéis el mío. No soy muy aficionado a los enanos; pero si es verdad que eres Thorin (hijo de Thrain, hijo de Thror, creo), y que tu compañero es respetable, y que sois enemigos de los trasgos y que no habéis venido a mis tierras con fines malvados... por cierto, ¿a qué habéis venido?

—Están en camino para visitar la tierra de sus padres, allá al Este, cruzando el Bosque Negro —explicó Gandalf—, y sólo por mero accidente nos encontramos aquí, en tus tierras. Atravesábamos el Desfiladero Alto que podría habernos llevado al camino del sur, cuando fuimos atacados por unos trasgos malvados... como estaba a punto de decirte.

—¡Sigue contando, entonces! —dijo Beorn, que nunca era muy cortés.

—Hubo una terrible tormenta; los gigantes de piedra estaban fuera lanzando rocas, y al final del desfiladero nos refugiamos en una cueva, el hobbit, yo y varios de nuestros compañeros...

—¿Llamas varios a dos?

—Bien, no. En realidad había más de dos.

—¿Dónde están? ¿Muertos, devorados, de vuelta en casa?

—Bien, no. Parece que no vinieron todos cuando silbé. Tímidos, supongo. ¿Ves?, me temo que seamos demasiados para hacerte perder el tiempo.

—Vamos, ¡silba otra vez! Parece que reuniré aquí todo un grupo, y uno o dos no hacen mucha diferencia —refunfuñó Beorn.

Gandalf silbó de nuevo; pero Nori y Ori estaban allí antes de que hubiese dejado de llamar, porque, si lo recordáis, Gandalf les había dicho que viniesen por parejas de cinco en cinco minutos.

—Hola —dijo Beorn—. Habéis venido muy rápido. ¿Dónde estabais escondidos? Acercaos, muñecos de resorte.

—Nori, a vuestro servicio. Ori, a... —empezaron a decir los enanos, pero Beorn los interrumpió.

—¡Gracias! Cuando necesite vuestra ayuda, os la pediré. Sentaos, y sigamos con la historia o será hora de cenar antes que acabe.

—Tan pronto como estuvimos dormidos —continuó Gandalf—, una grieta se abrió en el fondo de la caverna; unos trasgos saltaron y capturaron al hobbit, a los enanos y nuestra recua de poneys...

—¿Recua de poneys? ¿Qué erais... un circo ambulante? ¿O transportabais montones de mercancías? ¿O siempre llamáis recua a seis?

—¡Oh, no! En realidad había más de seis poneys, pues éramos más de seis... y bien ¡aquí hay dos más!

Justo en este momento aparecieron Balin y Dwalin, y se inclinaron tanto que barrieron con las barbas el piso de piedra. El hombrón frunció el entrecejo al principio, pero los enanos se esforzaron en parecer terriblemente corteses, y siguieron moviendo la cabeza, inclinándose, haciendo reverencias y agitando los capuchones delante de las rodillas (al auténtico estilo enano) hasta que Beorn no pudo más y estalló en una risa sofocada: ¡parecían tan cómicos!

—Recua, era lo correcto —dijo—. Una fabulosa recua de cómicos. Entrad, mis alegres hombrecitos, ¿y cuáles son vuestros nombres? No necesito que me sirváis ahora mismo, sólo vuestros nombres. ¡Sentaos de una vez y dejad de menearos!

—Balín y Dwalin —dijeron, no atreviéndose a mostrarse ofendidos, y se sentaron dejándose caer pesadamente al suelo, un tanto estupefactos.

—¡Ahora continuemos! —dijo Beorn a Gandalf.

—¿Dónde estaba? Ah sí... A mí no me atraparon. Maté un trasgo o dos con un relámpago...

—¡Bien! —gruñó Beorn—. De algo vale ser mago entonces.

—...y me deslicé por la grieta antes que se cerrase. Seguí bajando hasta la sala principal, que estaba atestada de trasgos. El Gran Trasgo se encontraba allí con treinta o cuarenta guardias. Pensé para mí que aunque no estuviesen encadenados todos juntos, ¿qué podía hacer una docena contra toda una multitud?

—¡Una docena! Nunca había oído que ocho es una docena. ¿O es que todavía tienes más muñecos de resorte que no han salido de sus cajas?

—Bien, sí, me parece que hay una pareja más por aquí cerca... Fili y Kili, creo —dijo Gandalf cuando éstos aparecieron sonriendo y haciendo reverencias.

—¡Es suficiente! —dijo Beorn—. ¡Sentaos y estaos quietos! ¡Prosigue, Gandalf!

Gandalf siguió con su historia, hasta que llegó a la pelea en la oscuridad, el descubrimiento de la puerta más baja y el pánico que sintieron todos al advertir que el señor Bilbo Bolsón no estaba con ellos.

—Nos contamos y vimos que no había allí ningún hobbit. ¡Sólo quedábamos catorce!

—¡Catorce! Esta es la primera vez que si a diez le quitas uno quedan catorce. Quieres decir nueve, o aún no me has dicho todos los nombres de tu grupo.

—Bien, desde luego todavía no has visto a Oin y a Gloin. ¡Y mira! Aquí están. Espero que los perdonarás por molestarte.

—¡Oh, deja que vengan todos! ¡Daos prisa! Acercaos vosotros dos y sentaos. Pero mira, Gandalf, aún ahora estáis sólo tú y los enanos y el hobbit que se había perdido. Eso suma sólo once (más uno perdido), no catorce, a menos que los magos no cuenten como los demás. Pero ahora, por favor, sigue con la historia.

Beorn trató de disimularlo, pero en verdad la historia había empezado a interesarle, pues en otros tiempos había conocido esa parte de las montañas que Gandalf describía ahora. Movió la cabeza y gruñó cuando oyó hablar de la reaparición del hobbit, de cómo tuvieron que gatear por el sendero de piedra y del círculo de lobos entre los árboles.

Cuando Gandalf contó cómo treparon a los árboles con todos los lobos debajo, Beorn se levantó, dio unas zancadas y murmuró:

—¡Ojalá hubiese estado allí! ¡Les hubiese dado algo más que fuegos artificiales!

—Bien —dijo Gandalf, muy contento al ver que su historia estaba causando buena impresión—, hice todo lo que pude. Allí estábamos, con los lobos volviéndose locos debajo de nosotros, y el bosque empezando a arder por todas partes, cuando bajaron los trasgos de las colinas y nos descubrieron. Daban alaridos de placer y cantaban canciones burlándose de nosotros. Quince pájaros en cinco abetos...

—¡Cielos! —gruñó Beorn—. No me vengáis ahora conque los trasgos no pueden contar. Pueden. Doce no son quince, y ellos lo saben.

—Y yo también. Estaban además Bifur y Bofur. No me he aventurado a presentarlos antes, pero aquí los tienes.

Adentro pasaron Bifur y Bofur.

—¡Y yo! —gritó el gordo Bombur jadeando detrás, enfadado por haber quedado último.

Se negó a esperar cinco minutos, y había venido detrás de los otros dos.

—Bien, ahora aquí están, los quince; y ya que los trasgos saben contar, imagino que eso es todo lo que había allí arriba en los árboles. Ahora quizá podamos acabar la historia sin más interrupciones.

El señor Bolsón comprendió entonces qué astuto había sido Gandalf. Las interrupciones habían conseguido que Beorn se interesase más en la historia, y esto había impedido que expulsase enseguida a los enanos como mendigos sospechosos. Nunca invitaba gente a su casa, si podía evitarlo. Tenía muy pocos amigos y vivían bastante lejos; y nunca invitaba a más de dos a la vez. ¡Y ahora tenía quince extraños sentados en el porche!

Cuando el mago concluía su relato, y mientras contaba el rescate de las águilas y de cómo los habían llevado a la Carroca, el Sol ya se ocultaba detrás de las Montañas Brumosas y las sombras se alargaban en el jardín de Beorn:

—Un relato muy bueno —dijo—. El mejor que he oído desde hace mucho tiempo. Si todos los pordioseros pudiesen contar uno tan bueno, llegaría a parecerles más amable. Es posible, claro, que lo hayáis inventado todo, pero aún así merecéis una cena por la historia. ¡Vamos a comer algo!

—¡Sí, por favor! —exclamaron todos juntos—. ¡Muchas gracias!

La sala era (ahora) bastante oscura. Beorn batió las manos, y entraron trotando cuatro hermosos poneys blancos y varios perros grandes de cuerpo largo y pelambre gris. Beorn les dijo algo en una lengua extraña, que parecía sonidos de animales transformados en conversación. Volvieron a salir y pronto regresaron con antorchas en la boca, y enseguida las encendieron en el fuego y las colgaron en los soportes de los pilares, cerca de la chimenea central. Los perros podían sostenerse a voluntad sobre los cuartos traseros, y transportaban cosas con las patas delanteras. Con gran diligencia sacaban tablas y caballetes de las paredes laterales y las amontonaban cerca del fuego.