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Luego se oyó un ¡beee!, y entraron unas ovejas blancas como la nieve precedidas por un carnero negro como el carbón. Una llevaba un paño bordado en los bordes con figuras de animales; otras sostenían sobre los lomos bandejas con cuencos, fuentes, cuchillos y cucharas de madera, que los perros cogían y dejaban rápidamente sobre las mesas de caballete. Éstas eran muy bajas, tanto que Bilbo podía sentarse con comodidad. Junto a él, un poney empujaba dos bancos de asientos bajos y corredizos, con patas pequeñas, gruesas y cortas, para Gandalf y Thorin, mientras que al otro extremo ponían la gran silla negra de Beorn, del mismo estilo (en la que se sentaba con las enormes piernas estiradas bajo la mesa). Éstas eran todas las sillas que tenía en la sala, y quizá tan bajas como las mesas para conveniencia de los maravillosos animales que le servían. ¿En dónde se sentaban los demás? No los había olvidado. Los otros poneys entraron haciendo rodar unas secciones cónicas de troncos alisadas y pulidas, y bajas aún para Bilbo; y muy pronto todos estuvieron sentados a la mesa de Beorn. La sala no había visto una reunión semejante desde hacía muchos años.

Allí merendaron, o cenaron, como no lo habían hecho desde que dejaron la última Morada en el Oeste y dijeron adiós a Elrond. La luz de las antorchas y el fuego titilaban alrededor, y sobre la mesa había dos velas altas de cera roja de abeja. Todo el tiempo mientras comían, Beorn, con una voz profunda y atronadora, contaba historias de las tierras salvajes de aquel lado de la montaña, y especialmente del oscuro y peligroso bosque que se extendía ante ellos de norte a sur, a un día de cabalgata, cerrando su camino hacia el Este: el terrible bosque denominado el Bosque Negro.

Los enanos escuchaban y se mesaban las barbas, pues pronto tendrían que aventurarse en ese bosque, y después de las montañas el bosque era el peor de los peligros, antes de llegar a la fortaleza del dragón. Cuando la cena terminó, se pusieron a contar historias de su propia cosecha, pero Beorn parecía bastante amodorrado y no ponía mucha atención. Hablaban sobre todo de oro, plata y joyas, y de trabajos de orfebrería, y a Beorn no le interesaban esas cosas: no había nada ni de oro ni de plata en la sala, y pocos objetos, excepto los cuchillos, eran de metal. Estuvieron largo rato de sobremesa bebiendo hidromiel en cuencos de madera.

Fuera se extendía la noche oscura: Los fuegos en medio de la sala eran alimentados con nuevos leños; las antorchas se apagaron, y se sentaron tranquilos a la luz de las llamas danzantes, con los pilares de la casa altos a sus espaldas, y oscuros, como copas de árboles, en la parte superior. Fuese magia o no, a Bilbo le pareció oír un sonido como de viento sobre las ramas, que golpeaban el techo, y el ulular de unos tubos. Al poco rato empezó a cabecear, y las voces parecían venir de muy lejos, hasta que despertó con un sobresalto.

La gran puerta había rechinado y enseguida se cerró de golpe. Beorn había salido. Los enanos estaban aún sentados en el suelo, alrededor del fuego, con las piernas cruzadas. De pronto se pusieron a cantar. Algunos de los versos eran como éstos, aunque hubo muchos y el canto siguió durante largo rato:

El viento soplaba en el brezal agostado, pero no se movía una hoja en el bosque; criaturas oscuras reptaban en silencio, y allí estaban las sombras día y noche.
El viento bajaba de las montañas frías, y como una marea rugía, y rodaba, la rama crujía el bosque gemía y allí se amontonaba la hojarasca.
El viento resoplaba viniendo del oeste, y todo movimiento terminó en la floresta, pero ásperas y roncas cruzando los pantanos, las voces sibilantes al fin se liberaron.
Las hierbas sisearon con las flores dobladas; los juncos golpetearon. El viento avanzaba sobre un estanque trémulo bajo cielos helados, rasgando y dispersando las nubes rápidas.
Pasando por encima del cubil del Dragón, dejó atrás la Montaña solitaria y desnuda; había allí unas piedras oscuras y compactas, y en el aire flotaba una bruma.
El Mundo abandonó, y se elevó volando sobre una noche amplia de mareas. La Luna navegó sobre el viento y avivó el resplandor de las estrellas.

Bilbo cabeceó de nuevo. De pronto, Gandalf se puso de pie.

—Es hora de dormir —dijo—, para nosotros, aunque no creo que para Beorn. En esta sala podemos descansar seguros, pero os aconsejo que no olvidéis lo que Beorn dijo antes de irse: no os paseéis por afuera hasta que el Sol esté alto, pues sería peligroso.

Bilbo descubrió que habían puesto unas camas a un lado de la sala, sobre una especie de plataforma entre los pilares y la pared exterior. Para él había un pequeño edredón de paja y unas mantas de lana. Se metió entre las mantas muy complacido, como si se tratara de un día de verano. El fuego ardía bajo cuando al fin se durmió. Sin embargo, despertó por la noche: el fuego era ahora sólo unas pocas ascuas; los enanos y Gandalf respiraban tranquilos, y parecía que dormían; la Luna alta proyectaba en el suelo una luz blanquecina, que entraba por el agujero del tejado. Se oyó un gruñido fuera, y el ruido de un animal que se restregaba contra la puerta. Bilbo se preguntaba qué sería, y si podría ser Beorn en forma encantada, y si entraría como un oso para matarlos. Se hundió bajo las mantas y escondió la cabeza, y de nuevo se quedó dormido, aún a pesar de todos sus miedos.

Era ya avanzada la mañana cuando despertó. Uno de los enanos se había caído encima de él en las sombras, y había rodado desde la plataforma al suelo con un fuerte topetazo. Era Bofur, quien se quejaba cuando Bilbo abrió los ojos.

—Levántate, gandul —le dijo Bofur—, o no habrá ningún desayuno para ti.

Bilbo se puso en pie de un salto.

—¡Desayuno! —gritó—. ¿Dónde está el desayuno?

—La mayor parte dentro de nosotros —respondieron los otros enanos que se paseaban por la sala—, y el resto en la veranda. Hemos estado buscando a Beorn desde que amaneció, pero no hay señales de él por ninguna parte, aunque encontramos el desayuno servido tan pronto como salimos.

—¿Dónde está Gandalf? —preguntó Bilbo partiendo a toda prisa en busca de algo que comer.

—Bien —le dijeron—, fuera quizá, por algún lado.

Pero Bilbo no vio rastro del mago en todo el día hasta entrada la tarde. Poco antes de la puesta del sol, Gandalf entró en la sala, donde el hobbit y los enanos, bien atendidos por los magníficos animales de Beorn, se encontraban cenando, como habían estado haciendo a lo largo del día. De Beorn no habían visto ni sabido nada desde la noche anterior, y empezaban a inquietarse.

—¿Dónde está nuestro anfitrión, y dónde has pasado el día? —gritaron todos.

—¡Una pregunta por vez, y no hasta después de haber comido! No he probado bocado desde el desayuno.

Al fin Gandalf apartó el plato y la jarra (se había comido dos hogazas de pan enteras, con abundancia de mantequilla, miel y crema cuajada, y había bebido por lo menos un cuarto de galón de hidromiel) y sacó la pipa.

—Primero responderé a la segunda pregunta —dijo—; pero ¡caramba! ¡Éste es un sitio estupendo para echar anillos de humo!

Y durante un buen rato no pudieron sacarle nada más, ocupado como estaba en lanzar anillos de humo, que desaparecían entre los pilares de la sala, cambiando las formas y los colores, y haciéndolos salir por el agujero del tejado. Desde fuera estos anillos tenían que parecer muy extraños, deslizándose en el aire uno tras otro, verdes, azules, rojos, plateados, amarillos, blancos, grandes, pequeños, los pequeños metiéndose entre los grandes y formando así figuras en forma de ocho, y perdiéndose en la distancia como bandadas de pájaros.