Tan pronto como se alejaron de los setos altos al este de las tierras cercadas, se encaminaron al norte y luego al noroeste. Siguiendo el consejo de Beorn no marcharon hacia el camino principal del bosque, al sur de aquellas tierras. Si hubiesen ido por el desfiladero, una senda los habría llevado hasta un arroyo que bajaba de las montañas y se unía al Río Grande, algunas millas al sur de la Carroca. En ese lugar había un vado profundo que podrían haber cruzado, si hubiesen tenido los poneys, y más allá otra senda llevaba a los bordes del bosque y a la entrada del antiguo camino de la floresta. Pero Beorn les había advertido que aquel camino era ahora frecuentado por los trasgos, mientras que el verdadero camino del bosque, según había oído decir, estaba cubierto de maleza, y abandonado por el extremo oriental, y llevaba además a pantanos impenetrables, donde los senderos se habían perdido hacía mucho tiempo. El paso por el este siempre había quedado demasiado al sur de la Montaña Solitaria, y desde allí, cuando alcanzaran al otro lado, les hubiera esperado aún una marcha larga y dificultosa hacia el norte. Al norte de la Carroca, los lindes del Bosque Negro estaban más cerca de las orillas del Río Grande, y aunque las montañas se alzaban también no muy lejos, Beorn les aconsejó que tomaran este camino, pues a unos pocos días de cabalgata al norte de la Carroca había un sendero poco conocido que atravesaba el Bosque Negro y llevaba casi directamente a la Montaña Solitaria.
—Los trasgos —había dicho Beorn— no se atreverán a cruzar el Río Grande en unas cien millas al norte de la Carroca, ni tampoco a acercarse a mi casa; ¡está bien protegida por las noches! Pero yo cabalgaría deprisa, porque si ellos emprenden esa aventura, pronto cruzarán el río por el sur y recorrerán todo el linde del bosque con el fin de cortaros el paso, y los wargos corren más que los poneys. En verdad estaríais a salvo yendo hacia el norte, aunque parezca que así volvéis a las fortalezas; pues eso sería lo que ellos menos esperarían, y tendrían que cabalgar mucho más para alcanzaros. ¡Partid ahora tan rápido como podáis!
Eso era por lo que cabalgaban en silencio, galopando por donde el terreno estaba cubierto de hierba y era llano, con las tenebrosas montañas a la izquierda, y a lo lejos la línea del río con árboles cada vez más próximos. El Sol acababa de girar hacia el oeste cuando partieron, y hasta el atardecer cayó en rayos dorados sobre la tierra de alrededor. Era difícil pensar que unos trasgos los perseguían, y cuando hubo muchas millas entre ellos y la casa de Beorn, se pusieron a charlar y a cantar otra vez, y así olvidaron el oscuro sendero del bosque que tenían delante. Pero al atardecer, cuando cayeron las sombras y los picos de las montañas resplandecieron a la luz del Sol poniente, acamparon y montaron guardia, y la mayoría durmió inquieta, con sueños en los que se oían aullidos de lobos que cazaban y alaridos de trasgos.
Con todo, la mañana siguiente amaneció otra vez clara y hermosa. Había una neblina blanca y otoñal sobre el suelo, y el aire era helado, pero pronto el Sol rojizo se levantó por el este y las neblinas desaparecieron, y cuando las sombras eran todavía largas, reemprendieron la marcha. Así que cabalgaron durante dos días más, y en todo este tiempo no vieron nada excepto hierba, flores, pájaros y árboles diseminados, y de vez en cuando pequeñas manadas de venados rojos que pacían o estaban echados a la sombra. Alguna vez Bilbo vio cuernos de ciervos que asomaban por entre la larga hierba, y al principio creyó que eran ramas de árboles muertos. En la tercera tarde estaban decididos a marchar durante horas, pues Beorn les había dicho que tenían que alcanzar la entrada del bosque temprano al cuarto día, y cabalgaron bastante tiempo después del anochecer, bajo la Luna. Cuando la luz iba desvaneciéndose, Bilbo pensó que a lo lejos, a la derecha o a la izquierda, veía la ensombrecida figura de un gran oso que marchaba en la misma dirección. Pero si se atrevía a mencionárselo a Gandalf, el mago sólo decía:
—¡Silencio! Haz como si no lo vieses.
Al día siguiente partieron antes del amanecer, aunque la noche había sido corta. Tan pronto como se hizo de día pudieron ver el bosque, y parecía que viniese a reunirse con ellos, o que los esperara como un muro negro y amenazador. El terreno empezó a ascender, y el hobbit se dijo que un silencio distinto pesaba ahora sobre ellos. Los pájaros apenas cantaban. No había venados, ni siquiera los conejos se dejaban ver. Por la tarde habían alcanzado los límites del Bosque Negro, y descansaron casi bajo las ramas enormes que colgaban de los primeros árboles. Los troncos eran nudosos, las ramas retorcidas, las hojas oscuras y largas. La hiedra crecía sobre ellos y se arrastraba por el suelo.
—¡Bien, aquí tenemos el Bosque Negro! —dijo Gandalf—. El bosque más grande del mundo septentrional. Espero que os agrade. Ahora tenéis que enviar de vuelta estos poneys excelentes que os han prestado.
Los enanos quisieron quejarse, pero el mago les dijo que eran unos tontos.
—Beorn no está tan lejos como vosotros pensáis, y de cualquier modo será mucho mejor que mantengáis vuestras promesas, pues él es un mal enemigo. Los ojos del señor Bolsón son más penetrantes que los vuestros, si no habéis visto de noche en la oscuridad un gran oso que caminaba a la par con nosotros, o se sentaba lejos a la luz de la Luna, observando nuestro campamento. No sólo para guiaros y protegeros, sino también para vigilar los poneys. Beorn puede ser amigo vuestro, pero ama a sus animales como si fueran sus propios hijos. No tenéis idea de la amabilidad que ha demostrado permitiendo que unos enanos los monten, sobre todo en un trayecto tan largo y fatigoso, ni de lo que sucedería si intentaseis meterlos en el bosque.
—¿Y qué hay del caballo? —dijo Thorin—. No dices nada sobre devolverlo.
—No digo nada porque no voy a devolverlo.
—¿Y qué pasa con tu promesa?
—Déjala de mi cuenta. No devolveré el caballo, cabalgaré en él.
Entonces supieron que Gandalf iba a dejarlos en los mismísimos lindes del Bosque Negro, y se sintieron desesperados. Pero nada de lo que dijesen lo haría cambiar de idea.
—Todo esto lo hemos tratado ya antes, cuando hicimos un alto en la Carroca —dijo—. No vale la pena discutir. Como ya he dicho, tengo un asunto que resolver, lejos al sur; y no puedo perder tiempo con todos vosotros. Quizá volvamos a encontrarnos antes de que esto se acabe, y puede que no. Eso sólo depende de vuestra suerte, coraje, y buen juicio; envío al señor Bolsón con vosotros, ya os he dicho que vale más de lo que creéis y pronto tendréis la prueba. De modo que alegra esa cara, Bilbo, y no te muestres tan taciturno. ¡Alegraos, Thorin y Compañía! Al fin y al cabo, es vuestra expedición. ¡Pensad en el tesoro que os espera al final, y olvidaos del bosque y del dragón, por lo menos hasta mañana por la mañana!
Cuando el mañana por la mañana llegó, Gandalf seguía diciendo lo mismo. Así que ahora nada quedaba por hacer excepto llenar los odres en un arroyo claro que encontraron a la entrada del bosque, y descargar los poneys. Distribuyeron los bultos con la mayor equidad posible, aunque Bilbo pensó que su lote era demasiado pesado, y no le hacía ninguna gracia la idea de recorrer a pie millas y millas con todo aquello a sus espaldas.
—¡No te preocupes! —le dijo Thorin—. Todo se aligerará muy pronto. Antes de que nos demos cuenta, estaremos deseando que nuestros fardos sean más pesados, cuando la comida empiece a escasear.
Entonces por fin dijeron adiós a los poneys y les pusieron las cabezas apuntando á la casa de Beorn. Los animales se marcharon trotando, y parecían muy contentos de volver las colas hacia las sombras del Bosque Negro. Mientras se alejaban, Bilbo hubiera jurado haber visto algo parecido a un oso que salía de entre las sombras de los árboles e iba tras ellos arrastrando los pies.
Gandalf se despidió también. Bilbo se sentó en el suelo sintiéndose muy desgraciado y deseando quedarse con el mago, montado a la grupa de la alta cabalgadura. Acababa de adentrarse en el bosque justo después del desayuno (por cierto bastante frugal), y todo estaba allí tan oscuro en plena mañana como durante la noche, y muy en secreto se dijo a sí mismo: «Parece como si algo esperara y vigilara».