—Adiós —dijo Gandalf a Thorin—. ¡Y adiós a todos vosotros, adiós! Ahora seguid todo recto a través del bosque. ¡No abandonéis el sendero! Si lo hacéis, hay una posibilidad entre mil de que volváis a encontrarlo, y nunca saldréis del Bosque Negro, y entonces os aseguro que ni yo ni nadie volveremos a veros jamás.
—¿Pero es realmente necesario que lo atravesemos? —gimoteó el hobbit.
—¡Sí, así es! —dijo el mago—. Si queréis llegar al otro lado. Tenéis que cruzarlo o abandonar toda búsqueda. Y no permitiré que retrocedas ahora, señor Bolsón. Me avergüenza que se te haya ocurrido. Eres tú quien desde ahora tendrá que cuidar a estos enanos en mi lugar —Gandalf rió.
—¡No! ¡No! —dijo Bilbo—. Yo no quería decir eso. Pregunto si no hay algún otro camino bordeándolo.
—Hay, si lo que deseas es desviarte doscientas millas o más al norte, y cuatrocientas al sur. Pero ni siquiera entonces encontrarías un sendero seguro. No hay senderos seguros en esta parte del Mundo. Recuerda que estás ahora en las fronteras de las tierras salvajes, expuesto a todo, dondequiera que vayas. Antes de que pudieras bordear el Bosque Negro por el norte, te encontrarías justo entre las laderas de las Montañas Grises, plagadas de trasgos, hobotrasgos y orcos de la peor especie. Antes de que pudieras bordearlo por el sur, te encontrarías en el país del Nigromante; y ni siquiera tú, Bilbo, necesitas que te cuente historias del hechicero negro. ¡No os aconsejo que os acerquéis a los lugares dominados por esa torre sombría! Manteneos en el sendero del bosque, conservad vuestro ánimo, esperad siempre lo mejor y con una tremenda porción de suerte puede que un día salgáis y encontréis los Pantanos Largos justo debajo; y más allá, elevándose en el este, la Montaña Solitaria donde habita el querido viejo Smaug, aunque confío en que no os esté esperando.
—Muy consolador de tu parte, puedes estar seguro —gruñó Thorin—. ¡Adiós! ¡Si no vienes con nosotros es mejor que te largues sin una palabra más!
—¡Adiós entonces, esta vez de verdad adiós! —dijo Gandalf, y dando media vuelta, cabalgó hacia el oeste; pero no pudo resistir la tentación de ser el último en decir algo, y cuando aún podían oírlo, se volvió y llamó poniendo las manos a los lados de la boca, oyeron la voz débilmente—: ¡Adiós! Sed buenos, cuidaos, ¡y no abandonéis el sendero!
Luego se alejó al galope y pronto se perdió en la distancia.
—¡Oh, adiós y vete de una vez! —farfullaron los enanos, todos de lo más enfadados, realmente abrumados de consternación.
Ahora empezaba la parte más peligrosa del viaje. Cada uno cabalgaba con un fardo pesado y el odre de agua que le correspondía, y dejando detrás la luz que se extendía sobre los campos, penetraron en la floresta.
8
Moscas y arañas
Caminaban en fila. La entrada del sendero era una suerte de arco que llevaba a un túnel lóbrego formado por dos árboles inclinados, demasiado viejos y ahogados por la hiedra y los líquenes colgantes para tener más que unas pocas hojas ennegrecidas. El sendero mismo era estrecho y serpenteaba por entre los troncos. Pronto la luz de la entrada fue un pequeño agujero brillante allá atrás, y en el silencio profundo los pies parecían golpear pesadamente mientras todos los árboles se doblaban sobre ellos y escuchaban.
Cuando se acostumbraron a la oscuridad, pudieron ver un poco, a los lados, una trémula luz de color verde oscuro. En ocasiones, un rayo de Sol que alcanzaba a deslizarse por una abertura entre las hojas de allá arriba, y escapar a los enmarañados arbustos y ramas entretejidas de abajo, caía tenue y brillante ante ellos. Pero esto ocurría raras veces, y cesó pronto.
Había ardillas negras en el bosque. Los ojos penetrantes e inquisitivos de Bilbo empezaron a vislumbrarlas fugazmente mientras cruzaban rápidas el sendero y se escabullían escondiéndose detrás de los árboles. Había también extraños ruidos, gruñidos, susurros, correteos en la maleza y entre las hojas que se amontonaban en algunos sitios del bosque; pero no conseguían ver qué causaba estos ruidos. Entre las cosas visibles lo más horrible eran las telarañas: espesas telarañas oscuras, con hilos extraordinariamente gruesos; tendidas casi siempre de árbol a árbol, o enmarañadas en las ramas más bajas, a los lados. No había ninguna que cruzara el sendero, y no pudieron adivinar si esto era por encantamiento o por alguna otra razón.
No transcurrió mucho tiempo antes que empezaran a odiar el bosque tanto como habían odiado los túneles de los trasgos, e incluso tenían menos esperanza de llegar a la salida. Pero no había otro remedio que seguir y seguir, aún después de sentir que no podrían dar un paso más si no veían el Sol y el cielo, y de desear que el viento les soplara en las caras. El aire no se movía bajo el techo del bosque, eternamente quieto, sofocante y oscuro. Hasta los mismos enanos lo sentían así, ellos que estaban acostumbrados a excavar túneles y a pasar largas temporadas apartados de la luz del Sol; pero el hobbit, a quien le gustaban los agujeros para hacer casas, y no para pasar los días de verano, sentía que se asfixiaba poco a poco.
Las noches eran lo peor: entonces se ponía oscuro como el carbón, no lo que vosotros llamáis negro carbón, sino realmente oscuro, tan negro que de verdad no se podía ver nada. Bilbo movía la mano delante de la nariz, intentando en vano distinguir algo. Bueno, quizá no es totalmente cierto decir que no veían nada: veían ojos. Dormían todos muy juntos, y se turnaban en la vigilia; cuando le tocaba a Bilbo, veía destellos alrededor, y a veces, pares de ojos verdes, rojos o amarillos se clavaban en él desde muy cerca, y luego se desvanecían y desaparecían lentamente, y empezaban a brillar en otra parte. De vez en cuando destellaban en las ramas bajas que estaban justamente sobre él, y eso era lo más terrorífico. Pero los ojos que menos le agradaban eran unos que parecían pálidos y bulbosos. «Ojos de insecto», pensaba, «no ojos de animales, pero demasiado grandes».
Aunque no hacía aún mucho frío, trataron de encender unos fuegos pero desistieron pronto. Parecían atraer cientos y cientos de ojos alrededor; pero esas criaturas, fuesen las que fueren, tenían cuidado de no mostrar su cuerpo a la luz trémula de las brasas. Peor aún, atraían a miles y miles de falenas grises oscuras y negras, algunas casi tan grandes como vuestras manos, que revoloteaban y les zumbaban en los oídos. No fueron capaces de soportarlo, ni a los grandes murciélagos, negros como sombreros de copa; así que pronto dejaron de encender fuegos y dormitaban envueltos en una enorme y extraña oscuridad.
Todo esto duró lo que al hobbit le parecieron siglos y siglos; siempre tenía hambre, pues cuidaban sobremanera las provisiones. Aún así, a medida que los días seguían a los días y el bosque parecía siempre el mismo, empezaron a sentirse ansiosos. La comida no duraría siempre: de hecho, empezaba a escasear. Intentaron cazar alguna ardilla, y desperdiciaron muchas flechas antes de derribar una en el sendero. Cuando la asaron, tenía un gusto horrible, y no cazaron más.
Estaban sedientos también; ninguno llevaba mucha agua, y en todo el trayecto no habían visto manantiales ni, arroyos. Así estaban cuando un día descubrieron que una corriente de agua interrumpía el sendero. Rápida y alborotada, pero no demasiado ancha, fluía cruzando el camino; y era negra, o así parecía en la oscuridad. Fue bueno que Beorn les hubiese prevenido contra ella, o hubieran bebido y llenado alguno de los odres vacíos en la orilla, sin preocuparse por el color. Así que sólo pensaron en cómo atravesarla sin mojarse. Allí había habido un puente de madera, pero se había podrido con el tiempo y había caído al agua dejando sólo los postes quebrados cerca de la orilla.