Cuatro días después del arroyo encantado, llegaron a un sitio del bosque poblado de hayas. En un primer momento les alegró el cambio, pues aquí no crecían malezas y las sombras no eran tan profundas. Había una luz verdosa a ambos lados del sendero, pero el resplandor sólo revelaba unas hileras interminables de troncos rectos y grises, como pilares de un vasto salón crepuscular. Había un soplo de aire y se oía un viento, pero el sonido era triste. Unas hojas secas cayeron recordándoles que fuera llegaba el otoño. Arrastraban los pies por entre las hojas muertas de otros otoños incontables, que en montones llegaban al sendero desde la alfombra granate del bosque.
Bombur dormía aún, y ellos estaban muy cansados. A veces oían una risa inquietante, y a veces también un canto a lo lejos. La risa era risa de voces armoniosas, no de trasgos, y el canto era hermoso, pero sonaba misterioso y extraño, y en vez de sentirse reconfortados, se dieron prisa por dejar aquellos parajes con las fuerzas que les restaban.
Dos días más tarde descubrieron que el sendero descendía, y antes de mucho tiempo salieron a un valle en el que crecían unos grandes robles.
—¿Es que nunca ha de terminar este bosque maldito? —dijo Thorin—. Alguien tiene que trepar a un árbol y ver si puede sacar la cabeza por el tejado y echar un vistazo alrededor. Hay que escoger el árbol más alto que se incline sobre el sendero.
Por supuesto, «alguien» quería decir Bilbo. Lo eligieron porque para que el intento sirviera de algo, quien trepase necesitaría sacar la cabeza por entre las hojas más altas, y por tanto tenía que ser liviano para que las ramas delgadas pudieran sostenerlo.
El pobre señor Bolsón nunca había tenido mucha práctica en trepar a los árboles, pero los otros lo alzaron hasta las ramas más bajas de un roble enorme que crecía justo al lado del sendero y allá tuvo que subir, lo mejor que pudo; se abrió camino por entre las pequeñas ramas enmarañadas, con más de un golpe en los ojos.
Se manchó de verde y se ensució con la corteza vieja de las ramas más grandes; más de una vez resbaló y consiguió sostenerse en el último momento; por fin, tras un terrible esfuerzo en un sitio difícil, donde no parecía haber ninguna rama adecuada, llegó cerca de la cima. Todo el tiempo se estuvo preguntando si habría arañas en el árbol, y cómo bajar (excepto cayendo).
Al fin sacó la cabeza por encima del techo de hojas, y en efecto, encontró arañas. Pero eran pequeñas, de tamaño corriente, y sólo les interesaban las mariposas. Los ojos de Bilbo casi se enceguecieron con la luz. Oía a los enanos que le gritaban desde abajo, pero no podía responderles, sólo aferrarse a las ramas y parpadear. El Sol brillaba resplandeciente y pasó largo rato antes de que pudiera soportarlo. Cuando lo consiguió, vio a su alrededor un mar verde oscuro, rizado aquí y allá por la brisa; y por todas partes, cientos de mariposas. Supongo que eran una especie de «emperador púrpura», una mariposa aficionada a las alturas de las robledas, pero no eran nada purpúreas, sino muy oscuras, de un negro aterciopelado, sin que se les pudiese ver ninguna marca. Observó a la «emperador negra» durante largo rato, y disfrutó sintiendo la brisa en el cabello y la cara, pero los gritos de los enanos, que ahora estaban impacientes y pateaban el suelo allá abajo, le recordaron al fin a qué había venido.
De nada le sirvió. Miró con atención alrededor, tanto como pudo, y no vio que los árboles o las hojas terminasen en alguna parte. El corazón, que se le había aligerado viendo el Sol y sintiendo el soplo del viento, le pesaba en el pecho: no había comida que llevar allá abajo.
Realmente, como os he dicho, no estaban muy lejos del linde del bosque; y si Bilbo hubiera sido más perspicaz habría entendido que el árbol al que había trepado, aunque alto, estaba casi en lo más hondo de un valle extenso; mirando desde la copa, los otros árboles parecían crecer todo alrededor, como los bordes de un gran tazón, y Bilbo no podía ver hasta dónde se extendía el bosque.
Sin embargo, no se dio cuenta de esto, y descendió al fin desesperado, cubierto de arañazos, sofocado, y miserable, y no vio nada en la oscuridad de abajo, cuando llegó allí. Las malas nuevas pronto pusieron a los otros tan tristes como a él.
—¡El bosque sigue, sigue y sigue para siempre, en todas direcciones! ¿Qué haremos? ¿Y qué sentido tiene enviar a un hobbit? —gritaban como si Bilbo fuese el culpable.
Les importaban un rábano las mariposas, y cuando les habló de la hermosa brisa se enfadaron todavía más, pues eran demasiado pesados para trepar y sentirla.
Aquella noche tomaron las últimas sobras y migajas de comida, y cuando a la mañana siguiente despertaron, advirtieron ante todo que estaban rabiosamente hambrientos, y luego que llovía, y que las gotas caían pesadamente aquí y allá sobre el suelo del bosque.
Eso sólo les recordó que también estaban muertos de sed, y que la lluvia no los aliviaba: no se puede apagar una sed terrible sólo quedándose al pie de unos robles gigantescos, esperando a que una gota ocasional te caiga en la lengua.
La única pizca de consuelo llegó, inesperadamente, de Bombur. Bombur despertó de súbito y se sentó rascándose la cabeza. No había modo de que pudiera entender dónde estaba ni por qué tenía tanta hambre. Había olvidado todo lo que ocurriera desde el principio del viaje, aquella mañana de mayo, hacía tanto tiempo. Lo último que recordaba era la tertulia en la casa del hobbit, y fue difícil convencerlo de la verdad de las muchas aventuras que habían tenido desde entonces.
Cuando oyó que no había nada que comer, se sentó y se echó a llorar; se sentía muy débil y le temblaban las piernas.
—¿Por qué habré despertado? —sollozaba—. Tenía unos sueños tan maravillosos. Soñé que caminaba por un bosque bastante parecido a éste, alumbrado sólo por antorchas en los árboles, lámparas que se balanceaban en las ramas, y hogueras en el suelo; y se celebraba una gran fiesta, que no terminaría nunca. Un rey del bosque estaba allí coronado de hojas; y se oían alegres canciones, y no podría contar o describir todo lo que había para comer y beber.
—Y no tienes por qué intentarlo —dijo Thorin—. En verdad, si no puedes hablar de otra cosa, mejor te callas. Ya estamos bastante molestos contigo por lo que pasó. Si no hubieras despertado, te habríamos dejado en el bosque con tus sueños idiotas; no es ninguna broma andar cargando contigo ni aún después de semanas de escasez.
No podían hacer otra cosa que apretarse los cinturones sobre los estómagos vacíos, cargar con los sacos y mochilas también vacíos, y marchar sin descanso camino adelante, sin muchas esperanzas de llegar al final antes de caer y morir de inanición.
Esto fue lo que hicieron todo ese día, avanzando cansada y lentamente, mientras Bombur seguía quejándose de que las piernas no podían sostenerlo y que quería echarse y dormir.
—No, no lo harás —decían—. Que tus piernas cumplan la parte que les toca; nosotros ya te hemos cargado bastante tiempo.
A pesar de todo, Bombur se negó de pronto a dar un paso más y se dejó caer en el suelo.
—Seguid si es vuestro deber —dijo—, yo me echaré aquí a dormir y a soñar con comida, ya que no puedo tenerla de otro modo. Espero no despertar nunca más.
En ese momento, Balin, que iba un poco más adelante, gritó:
—¿Qué es eso? Creí ver un destello de luz entre los árboles.
Todos miraron, y parecía que allá a lo lejos se veía un parpadeo rojizo en la oscuridad, y después otro y otro a un lado. Hasta Bombur mismo se puso de pie, y luego todos caminaron de prisa, sin detenerse a pensar si las luces serían de ogros o de trasgos.
La luz brillaba delante de ellos y a la izquierda, y al fin fue evidente que unas antorchas y hogueras ardían bajo los árboles, pero a buena distancia del sendero.
—Parece como si mis sueños se hiciesen realidad —dijo Bombur desde atrás con voz entrecortada, y quiso correr directamente bosque adentro hacia las luces.