Pero los otros recordaban demasiado bien las advertencias de Beorn y el mago.
—Un banquete no servirá de nada si no salimos vivos —dijo Thorin.
—Pero de cualquier modo, sin un banquete no seguiremos vivos mucho tiempo —dijo Bombur, y Bilbo asintió de todo corazón.
Lo discutieron largo rato del derecho y del revés, hasta que por fin convinieron en mandar un par de espías, para que se acercaran arrastrándose a las luces y averiguaran más sobre ellas. Pero luego, cuando se preguntaron a quién enviarían, no pudieron ponerse de acuerdo: nadie parecía tener ganas de extraviarse y no volver a encontrar a sus amigos.
Por último, y a pesar de las advertencias, el hambre terminó por decidirlos, ya que Bombur continuó describiendo todas las buenas cosas que se estaban comiendo en el banquete del bosque, de acuerdo con lo que él había soñado, de modo que dejaron la senda y juntos se precipitaron bosque adentro.
Luego de mucho arrastrarse y gatear miraron escondidos detrás de unos troncos y vieron un claro con algunos árboles caídos y un terreno llano. Había mucha gente allí, de aspecto élfico, vestidos todos de castaño y verde y sentados en círculo sobre cepos de árboles talados. Una hoguera ardía en el centro y había antorchas encendidas sujetas a los árboles de alrededor; pero la visión más espléndida era la gente que comía, bebía y reía alborozada.
El olor de las carnes asadas era tan atractivo que sin consultarse entre ellos todos se pusieron de pie y corrieron hacia el círculo con la única idea de pedir un poco de comida. Tan pronto como el primero dio un paso dentro del claro, todas las luces se apagaron como por arte de magia. Alguien pisoteó la hoguera, que desapareció en cohetes de chispas rutilantes.
Estaban perdidos ahora en la oscuridad más negra, y ni siquiera consiguieron agruparse, al menos durante un buen rato. Por fin, luego de haber corrido frenéticamente a ciegas, golpeando con estrépito los árboles, tropezando en los troncos caídos, gritando y llamando hasta haber despertado sin duda a todo el bosque en millas a la redonda, consiguieron juntarse en montón y se contaron unos a otros.
Por supuesto, en ese entonces habían olvidado por completo en qué dirección quedaba el sendero, y estaban irremisiblemente extraviados, por lo menos hasta la mañana.
No podían hacer otra cosa que instalarse para pasar la noche allí donde estaban; ni siquiera se atrevieron a buscar en el suelo unos restos de comida por temor a separarse otra vez.
Pero no llevaban mucho tiempo echados, y Bilbo sólo estaba adormecido, cuando Dori, a quien le había tocado el primer turno de guardia, dijo con un fuerte susurro:
—Las luces aparecen de nuevo allá, y ahora son más numerosas.
Todos se incorporaron de un salto. Allá, sin ninguna duda, parpadeaban no muy lejos unas luces y se oían claramente voces y risas. Se arrastraron hacia ellas, en fila, cada uno tocando la espalda del que iba delante. Cuando se acercaron, Thorin dijo:
—¡Que nadie se apresure ahora! ¡Que ninguno se deje ver hasta que yo lo diga! Enviaré primero al señor Bolsón para que les hable. No los asustará —«¿Y qué me pasará a mí?», pensó Bilbo—. Y de todos modos, no creo que le hagan nada malo.
Cuando llegaron al borde del círculo de luz, empujaron de repente a Bilbo por detrás. Antes que tuviera tiempo de ponerse el anillo, Bilbo avanzó tambaleándose a la luz del fuego y las antorchas. De nada sirvió. Otra vez se apagaron las luces y cayó la oscuridad. Si había sido difícil reunirse antes, ahora fue mucho peor. Y no podían dar con el hobbit. Todas las veces que contaron, eran siempre trece. Gritaron y llamaron:
—¡Bilbo Bolsón! ¡Hobbit! ¡Tú, maldito hobbit! ¡Eh, hobbit malhadado! ¿Dónde estás? —y otras cosas por el estilo, pero no hubo respuesta.
Iban a abandonar toda esperanza cuando Dori dio con él por casualidad. Cayó sobre lo que creyó un tronco y se encontró con que era el hobbit acurrucado y profundamente dormido. Después de mucho zarandearlo, consiguieron que despertase, y Bilbo no pareció muy contento.
—Tenía un sueño tan maravilloso —gruñó—, todos participando de la más espléndida cena.
—¡Cielos!, está como Bombur —dijeron—. No nos hables de cenas. Las cenas soñadas de nada sirven y no podemos compartirlas.
—No hay nada mejor a mi alcance en este desagradable lugar —murmuró Bilbo, mientras se echaba otra vez al lado de los enanos e intentaba volver a dormir y tener de nuevo aquel sueño.
Pero no fue la última vez que vieron luces en el bosque. Más tarde, cuando ya la noche tenía que haber envejecido, Kili, que estaba entonces de guardia, vino y los despertó a todos.
—Ha aparecido un gran resplandor, no muy lejos —dijo—. Cientos de antorchas y muchas hogueras han sido encendidas de repente y por arte de magia. ¡Escuchad el canto y las arpas!
Luego de quedarse un rato echados y escuchando, descubrieron que no podían resistir el deseo de acercarse y tratar, una vez más, de conseguir ayuda. Todos se incorporaron, y esta vez el resultado fue desastroso.
El banquete que vieron entonces era más grande y magnífico que antes: a la cabecera de una larga hilera de comensales estaba sentado un rey del bosque, con una corona de hojas sobre los cabellos dorados, muy parecido a la figura que Bombur había visto en sueños. La gente élfica se pasaba cuencos de mano en mano por encima de las hogueras; algunos tocaban el arpa y muchos estaban cantando. Las cabelleras resplandecían ceñidas con flores; gemas verdes y blancas destellaban cinturones y collares, y las caras y las canciones eran de regocijo. Altas, claras y hermosas sonaban las canciones, y fuera salió Thorin, apareciendo entre ellos.
Un silencio mortal cayó a mitad de una frase. Todas las voces se extinguieron. Las hogueras se transformaron en humaredas negras. Brasas y cenizas cayeron sobre los ojos de los enanos, y en el bosque se oyeron otra vez clamores y gritos.
Bilbo se encontró corriendo en círculos (así lo creía) y llamando y llamando:
—Dori, Nori, Ori, Oin, Gloin, Fili, Kili, Bombur, Bifur, Balin, Dwalin, Thorin Escudo de Roble. Mientras gentes que ni podía ver ni sentir hacían lo mismo alrededor, lanzando algún ocasionaclass="underline"
—¡Bilbo!
Pero los gritos de los otros fueron haciéndose más lejanos y débiles, y aunque al cabo de un rato le pareció que se habían transformado en aullidos y distantes llamadas de socorro, todos los sonidos murieron al fin, y Bilbo se quedó sólo en una oscuridad y un silencio completos.
Aquél fue uno de los momentos más tristes de la vida de Bilbo. Pero pronto decidió que era inútil intentar nada hasta que el día trajese alguna luz y que de nada servía andar a ciegas cansándose, sin esperanzas de desayuno que lo reviviese.
Así que se sentó con la espalda contra un árbol, y no por última vez se encontró pensando en el distante agujero-hobbit y las hermosas despensas. Estaba sumido en pensamientos de pancetas, huevos, tostadas y mantequilla, cuando sintió que algo lo tocaba. Algo como una cuerda pegajosa y fuerte se le había pegado a la mano izquierda; trató de moverse y descubrió que tenía las piernas ya sujetas por aquella misma especie de cuerda, y cuando trató de levantarse, cayó al suelo.
Entonces la gran araña, que había estado ocupada en atarlo mientras dormitaba, apareció por detrás y se precipitó sobre él. Bilbo sólo veía los ojos de la criatura, pero podía sentir el contacto de las patas peludas mientras la araña trataba de paralizarlo con vueltas y más vueltas de aquel hilo abominable.
Fue una suerte que volviese en sí a tiempo. Pronto no hubiera podido moverse. Pero antes de liberarse, tuvo que sostener una lucha desesperada. Rechazó a la criatura con las manos —estaba intentando envenenarlo para mantenerlo quieto, como las arañas pequeñas hacen con las moscas— hasta que recordó la espada y la desenvainó. La araña dio un salto atrás y Bilbo tuvo tiempo para cortar las ataduras de las piernas. Ahora le tocaba a él atacar. Era evidente que la araña no estaba acostumbrada a cosas que tuviesen a los lados tales aguijones, o hubiese escapado mucho más aprisa. Bilbo se precipitó sobre ella antes que desapareciese y blandiendo la espada la golpeo en los ojos. Entonces la araña enloqueció y saltó y danzó estiró las patas en horribles espasmos, hasta que dándole otro golpe Bilbo acabó con ella. Luego se dejó caer, y durante largo rato no recordó nada más. Cuando volvió en sí, vio alrededor la habitual luz gris y mortecina de los días del bosque. La araña yacía muerta a un lado y la espada estaba manchada de negro.