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Por alguna razón, matar a la araña gigante, él, totalmente solo, en la oscuridad, sin la ayuda del mago o de los enanos o de cualquier otra criatura, fue muy importante para el señor Bolsón. Se sentía una persona diferente, mucho más audaz y fiera a pesar del estómago vacío, mientras limpiaba la espada en la hierba y la devolvía a la vaina.

—Te daré un nombre —le dijo a la espada—. ¡Te llamaré Aguijón!

Luego se dispuso a explorar. El bosque estaba oscuro y silencioso, pero antes que nada tenía que buscar a sus amigos, como era obvio. Quizá no estuviesen lejos, a menos que unos trasgos (o algo peor) los hubieran capturado. A Bilbo no le parecía sensato ponerse a gritar, y durante un rato estuvo preguntándose de qué lado correría el sendero; y en qué dirección tendría que ir a buscar a los enanos.

—¡Oh!, ¿por qué no habremos tenido en cuenta los consejos de Beorn y Gandalf? —se lamentaba—. ¡En qué enredo nos hemos metido todos nosotros! ¡Nosotros! Lo único que deseo es que fuésemos nosotros: es horrible estar completamente solo.

Por último trató de recordar la dirección de donde habían venido los gritos de auxilio la noche anterior, y por suerte (había nacido con una buena provisión de suerte) lo recordó bastante bien, como veréis enseguida. Habiéndose decidido, avanzó muy despacio, tan hábilmente como pudo. Los hobbits saben moverse en silencio, especialmente en los bosques, como ya os he dicho; además Bilbo se había puesto el anillo antes de ponerse en marcha, y fue por eso que las arañas no lo vieron ni oyeron cómo se acercaba.

Se abrió paso sigilosamente durante un trecho, mirando vio delante una espesa sombra negra, negra aún para aquel bosque, como la sombra de una medianoche inmutable. Cuando se acercó, vio que la sombra era en realidad una confusión de telarañas superpuestas. Vio también, de repente, que unas arañas grandes y horribles estaban sentadas por encima de él en las ramas, y con anillo o sin anillo, tembló de miedo al pensar que quizá lo descubrieran.

Se quedó detrás de un árbol, observó a un grupo de arañas durante un tiempo, y al fin comprendió que aquellas repugnantes criaturas se hablaban unas a otras en la quietud y el silencio del bosque. Las voces eran como leves crujidos y siseos, pero Bilbo pudo entender muchas de las palabras. ¡Estaban hablando de los enanos!

—Fue una lucha dura, pero valió la pena —dijo una—. Sí, en efecto, qué pieles asquerosas y gruesas tienen, pero apuesto a que dentro hay buenos jugos.

—Sí, serán un buen bocado cuando hayan colgado un poco en la tela —dijo otra.

—No los colguéis demasiado tiempo —dijo una tercera—, no están muy gordos. Yo diría que no se alimentaron muy bien últimamente.

—Matadlos, os digo yo —siseó una cuarta—. Matadlos ahora y colgadlos muertos durante un rato.

—Apostaría a que ya están muertos —dijo la primera.

—No, no lo están. Acabo de ver a uno forcejeando justo despertando de un hermoso sueño, diría yo. Os lo mostraré.

Una de las arañas gordas corrió luego a lo largo de una cuerda, hasta llegar a una docena de bultos que colgaban en hilera de las ramas altas. Bilbo los vio entonces por primera vez suspendidos en las sombras, y descubrió horrorizado que el pie de un enano sobresalía del fondo de algunos de los bultos, y aquí y allá la punta de una nariz, o un tronco de barba o de capuchón. La araña se acercó al más gordo de los bultos.

«Es el pobre viejo Bombur, apostaría», pensó Bilbo; y la araña pellizcó la nariz que asomaba. Dentro sonó un débil gañido, y un pie salió disparado y golpeó fuerte y directamente a la araña. Aún quedaba vida en Bombur. Se oyó un ruido, como si hubieran pateado una pelota desinflada, y la araña enfurecida cayó del árbol, aferrándose a su propia cuerda en el último instante.

Las otras rieron.

—Tenías bastante razón. ¡La carne aún está viva y coleando!

—¡Pronto acabaré con eso! —siseó la araña colérica, volviendo a trepar a la rama.

Bilbo vio que había llegado el momento de hacer algo. No podía llegar hasta donde estaban las bestias, ni tenía nada que tirarles; pero mirando alrededor vio que en lo que parecía el lecho de un arroyo, seco ahora, había muchas piedras. Bilbo era un tirador de piedras bastante bueno y no tardó mucho en encontrar una lisa y de forma de huevo que le cabía perfectamente en la mano. De niño había tirado piedras a todo, hasta que las ardillas, los conejos y aún los pájaros se apartaban rápidos como el rayo en cuanto lo veían aparecer; y de mayor se había pasado también bastante tiempo arrojando tejos, dardos, bochas, boliches, bolos y practicando otros juegos tranquilos de puntería y tiro; aunque también podía hacer muchas otras cosas —aparte de anillos de humo, proponer acertijos y cocinar— que no he tenido tiempo de contaros. Tampoco lo hay ahora. Mientras recogía piedras, la araña había llegado hasta Bombur, que pronto estaría muerto. En ese mismo momento Bilbo disparó. La piedra dio en la cabeza de la araña con un golpe seco y la bestia se desprendió del árbol y cayó pesadamente al suelo con todas las patas encogidas.

La piedra siguiente atravesó zumbando una telaraña, y rompiendo las cuerdas, derribó a la araña que estaba allí sentada. A esto siguió una gran conmoción en la colonia, y por un momento olvidaron a los enanos, os lo aseguro. No podían ver a Bilbo, pero no les costó mucho descubrir de qué dirección venían las piedras. Rápidas como el rayo, se acercaron corriendo y balanceándose hacia el hobbit, tendiendo largas cuerdas alrededor, hasta que el aire pareció todo ocupado por trampas flotantes.

Bilbo, de cualquier modo, se deslizó pronto hasta otro sitio. Se le ocurrió la idea de alejar más y más a las arañas de los enanos, si podía, y hacer que se sintieran perplejas, excitadas y enojadas, todo a la vez. Cuando medio centenar de arañas llegó al lugar donde él había estado antes, les tiró unas cuantas piedras más, y también a las otras que habían quedado a retaguardia; luego, danzando por entre los árboles, se puso a cantar una canción, para enfurecerlas y atraerlas, y también para que lo oyeran los enanos.

Esto fue lo que cantó:

¡Araña gorda y vieja que hilas en un árbol! ¡Araña gorda y vieja que no alcanzas a verme! ¡Venenosa! ¡Venenosa! ¿No pararás? ¿No pararás tu hilado y vendrás a buscarme?
Vieja Tontona, toda cuerpo grande, ¡Vieja Tontona, no puedes espiarme! ¡Venenosa! ¡Venenosa! ¡Déjate caer! ¡Nunca me atraparas en los árboles!

No muy buena quizá, pero no olvidéis que había tenido que componerla él mismo, en el apuro de un dificilísimo momento. De todos modos tuvo el efecto que él había esperado. Mientras cantaba, tiró algunas piedras más y pateó el suelo. Prácticamente todas las arañas del lugar fueron tras éclass="underline" unas saltaban, otras corrían por las ramas, pasando de árbol en árbol o tendían nuevos hilos en sitios oscuros.

Estaban terriblemente enojadas. Aún olvidando las piedras, ninguna araña había sido llamada Venenosa, y desde luego, Tontona es para cualquiera un insulto inadmisible.

Bilbo se escabulló a otro sitio, pero por entonces muchas de las arañas habían corrido a diferentes puntos del claro donde vivían, y estaban tejiendo telarañas entre los troncos de todos los árboles. Muy pronto Bilbo estaría rodeado de una espesa barrera de cuerdas, al menos ésa era la idea de las arañas. En medio de todos aquellos insectos que cazaban y tejían, Bilbo hizo de tripas corazón y cantó otra vez: